Ramsés entró solo en el gran templo de Abu Simbel para celebrar los ritos del alba. El monarca siguió el camino de luz que llegaba hasta el naos para iluminar primero las estatuas sentadas de Amón y del ka real, luego las del ka real y de Ra. El faraón, y no el hombre encargado de cumplir esta función en la tierra, estaba asociado al dios oculto y la luz divina, a los dos grandes dioses creadores que, reunidos bajo el nombre de Amón-Ra, formaban un ser consumado.
La cuarta estatua, la del dios Ptah, seguía en la penumbra. Como hijo de Ptah, Ramsés era el constructor de su reino y de su pueblo, y también el que transmitía el Verbo gracias al cual todas las cosas se hacían reales. El rey pensó en su hijo Kha, sumo sacerdote de Ptah, que había elegido la vía de ese misterio.
Cuando el monarca salió del gran templo, una dulce claridad bañaba la explanada arbolada y comenzaba a hacer cantar el cálido color del gres nubio, cuyo oro mineral evocaba la carne de los dioses. Ramsés se dirigió hacia el templo dedicado a Nefertari, aquella por la que el sol se levantaba.
Y aquel sol, padre nutricio de Egipto, se levantaría hasta el final de los tiempos para la gran esposa real que había iluminado las Dos Tierras con su belleza y su sabiduría.
La reina, inmortalizada por los escultores y los pintores, despertó en Ramsés el deseo de pasar al más allá y reunirse con ella por fin; él le imploró que le tomara de la mano, que brotara de aquellos muros donde vivía, eternamente joven y bella, en compañía de sus hermanos los dioses y de sus hermanas las diosas, ella, que hacía reverdecer el mundo y fulgurar el Nilo. Pero Nefertari, navegando en la barca del sol, se limitó a sonreír a Ramsés. La tarea del rey no había concluido; un faraón, fueran cuales fuesen sus sufrimientos de hombre, se debía a las potencias celestiales y a su pueblo. Estrella imperecedera, Nefertari, la de dulce rostro y palabra justa, seguiría guiando los pasos de Ramsés para que el país permaneciera en el camino de Maat, hasta que ésta le concediera el descanso.
La jornada concluía cuando la magia de Nefertari incitó al rey a regresar al mundo exterior, a ese mundo en el que no tenía derecho a flaquear.
En la explanada había centenares de nubios vestidos de gala. Ataviados con pelucas teñidas de rojo, pendientes de oro, una túnica blanca hasta los tobillos y taparrabos adornados con motivos florales, los jefes de tribu y sus dignatarios tenían los brazos llenos de regalos: pieles de pantera, anillos de oro, marfil, ébano, plumas y huevos de avestruz, sacos llenos de piedras preciosas, abanicos.
Acompañado por Setaú, el decano de la asamblea avanzó hacia Ramsés.
—Que se rinda homenaje al Hijo de la Luz.
—Que se rinda homenaje a los hijos de Nubia que han elegido la paz —dijo Ramsés—; que estos dos templos de Abu Simbel, tan caros a mi corazón, sean símbolo de su unión con Egipto.
—Majestad, toda Nubia sabe ya que habéis nombrado virrey a Setaú.
Un denso silencio reinó en la concurrencia. Si los jefes de tribu desaprobaban la decisión, renacería el desorden. Pero Ramsés no destituiría a Setaú; sabía que su amigo había nacido para administrar aquella región y que la haría feliz.
El decano se volvió hacia Setaú, que vestía su túnica de piel de antílope.
—Agradecemos a Ramsés el Grande que haya elegido al hombre que sabe salvar vidas, habla con su corazón y conquista el nuestro.
Conmovido hasta las lágrimas, Setaú se inclinó ante Ramsés.
Y lo que vio le dejó aterrado: una víbora cornuda se aproximaba al pie del rey, serpenteando por la arena.
Setaú quiso gritar y avisar al monarca, pero sus advertencias se ahogaron en el concierto de aclamaciones con que lo recibieron los nubios.
Cuando la víbora se irguió para golpear, un ibis blanco bajó del azur y clavó su pico en la cabeza del reptil, emprendiendo de nuevo el vuelo con su presa.
Quienes habían visto la escena no lo dudaron; era el dios Thot en forma de ibis quien había salvado la vida del monarca. Y puesto que Thot se había manifestado así, el modo de gobernar del virrey Setaú sería justo y sabio.
Abandonando la muchedumbre de sus partidarios, éste pudo por fin aproximarse al rey.
—Y pensar que esa víbora…
—¿Pero qué temías, Setaú, si ya me has inmunizado? Debes confiar en ti, amigo mío.
¡Dos veces peor, si no tres, si no diez! Sí, era peor de lo que Setaú había imaginado. Desde su nombramiento, el trabajo le abrumaba y debía conceder audiencia a mil y un solicitantes, cuyas demandas eran igual de urgentes. En pocos días comprobó que los humanos no tenían pudor alguno cuando se trataba de defender sus propios intereses, aun en detrimento de los de otro.
A pesar de su deseo de obedecer al rey y cumplir la misión que le había confiado, Setaú sintió la tentación de renunciar. Capturar peligrosos reptiles era más fácil que resolver conflictos entre facciones rivales.
Pero el nuevo virrey de Nubia contó con la ayuda de dos colaboradores que no esperaba. En primer lugar, Loto, cuya metamorfosis le sorprendió; ella, la enamorada de deliciosas iniciativas, la liana nubia que sabía extraer del cuerpo de su amante un placer encantador, la hechicera capaz de hablar el lenguaje de las serpientes, le ayudaba con la frialdad de una mujer de poder. Su belleza, intacta a pesar de los años, fue una preciosa ventaja en las discusiones de los dignatarios de las tribus que, olvidando sus querellas y algunas de sus exigencias, contemplaban las encantadoras formas de la esposa del virrey. En resumen, encantaba otros reptiles.
El segundo aliado, más sorprendente todavía, fue el propio Ramsés. La presencia del monarca, durante las primeras discusiones de Setaú con los oficiales superiores de las fortalezas egipcias, resultó decisiva, y los oficiales comprendieron enseguida que Setaú no era un fantoche y que tenía el apoyo del rey. Ramsés no dijo una sola palabra, permitiendo a su amigo expresarse y demostrar su valor.
Al finalizar la ceremonia de instalación del virrey en la fortaleza de Buhen, Setaú y Ramsés pasearon por las murallas.
—Nunca he sabido dar las gracias —confesó Setaú—, pero…
—Nadie podría haber impedido que te impusieras; te he hecho ganar algo de tiempo, eso es todo.
—Me has dado tu magia, Ramsés, y esa fuerza es irreemplazable.
—Es el amor a este país que ha captado tu existencia, y has aceptado la realidad porque eres un auténtico guerrero, ardiente y sincero como esta tierra.
—¡Un guerrero al que pides que consolide la paz!
—¿No es acaso el más suave de los alimentos?
—Pronto vas a marcharte, ¿no es cierto?
—Eres virrey, tu esposa es notable; vuestro deber consiste en dar prosperidad a Nubia.
—¿Volverás, majestad?
—Lo ignoro.
—Y sin embargo, tú también amas este país.
—Si viviera aquí, me sentaría bajo una palmera, a orillas del Nilo, frente al desierto, y contemplaría el curso del sol pensando en Nefertari, sin preocuparme por los asuntos del Estado.
—Hoy, sólo hoy, comienzo a sentir algo del peso que gravita sobre tus hombros.
—Porque ya no te perteneces, Setaú.
—Carezco de tu poderío, majestad; ¿no será el fardo demasiado pesado para mí?
—Gracias a las serpientes, has vencido el miedo; gracias a Nubia, vivirás la práctica del poder sin convertirte en su esclavo.
Serramanna practicaba el boxeo con un maniquí de trapo, tiraba al arco, corría y nadaba; sin embargo, aquella orgía de ejercicio físico no agotaba su exceso de rabia contra Uri-Techup. A pesar de lo que había esperado, el hitita no perdía su sangre fría ni cometía la falta que hubiera permitido al sardo detenerle. Y su grotesca unión con Tanit acababa pareciendo un matrimonio respetable al que se acostumbraban las grandes familias de Pi-Ramsés.
Cuando el jefe de la guardia personal de Ramsés estaba despidiendo a una soberbia danzarina nubia, cuya alegre sensualidad le había calmado un poco, uno de sus subordinados cruzó la puerta.
—¿Has almorzado ya, muchacho?
—Bueno…
—Perca del Nilo, riñones en salsa, pichón relleno, legumbres frescas… ¿Te apetece?
—Claro, jefe.
—Cuando tengo hambre, mis orejas están tapadas; comamos y ya hablarás luego.
Concluida la comida, Serramanna se tendió en unos almohadones.
—¿Qué te trae aquí, muchacho?
—Como me pedisteis, jefe, monté discretamente guardia ante la mansión de la dama Tanit durante su ausencia. Un hombre de cabellos rizados y túnica multicolor se ha presentado tres veces al portero.
—¿Le has seguido?
—No eran esas vuestras instrucciones, jefe.
—Así pues, no puedo reprocharte nada.
—Pero… pero la tercera vez le seguí, y me preguntaba si no habría metido la pata.
Serramanna se levantó y su enorme mano cayó sobre el hombro del mercenario.
—¡Bravo, pequeño! A veces es preciso saber desobedecer. Dime que has averiguado.
—Sé donde vive.