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Para festejar su aniversario, Ramsés había sentado a su mesa a dos de sus hijos, Kha y Merenptah, así como a Ameni, el fiel entre los fieles, al que se le había ocurrido solicitar al cocinero de palacio que preparara, para la ocasión, una «delicia de Ramsés» servida con un estupendo caldo del año tres de Seti.

Afortunadamente para el porvenir de Egipto, no existía disensión alguna entre Kha y Merenptah. El hijo mayor, teólogo y ritualista, proseguía su búsqueda del conocimiento estudiando los viejos textos y los monumentos del pasado; el menor ejercía las funciones de general en jefe y velaba por la seguridad del reino. Ningún otro «hijo real» poseía su madurez, su rigor y su sentido del Estado. Cuando considerara llegado el momento, Ramsés designaría a su sucesor con toda serenidad.

¿Pero quién podía pensar en suceder a Ramsés el Grande, cuyos rutilantes sesenta años atraían las miradas de las hermosas de palacio? Desde hacía mucho tiempo, el prestigio del monarca había superado las fronteras de Egipto, y su leyenda corría en los labios de los narradores, desde el sur de Nubia hasta la isla de Creta. ¿No era acaso el soberano más poderoso del mundo, el Hijo de la Luz, el constructor infatigable? Los dioses jamás habían concedido tantos dones a un ser humano.

—Bebamos a la gloria de Ramsés —propuso Ameni.

—No —objetó el monarca—; celebremos más bien a nuestra madre, la tierra de Egipto, una tierra que es el reflejo del cielo.

Los cuatro hombres brindaron por una civilización y un país que les ofrecía tantas maravillas y a los que consagraban su existencia.

—¿Por qué no nos acompaña Meritamón? —preguntó Kha.

—En estos momentos está tocando música para los dioses; es su voluntad y la respeto.

—No has invitado a Mat-Hor —observó Merenptah.

—Ahora reside en el harén de Mer-Ur.

—Sin embargo —se extrañó Ameni—, la he encontrado en las cocinas.

—Pues ya debería haber abandonado el palacio; mañana mismo, Ameni, procura que mi decisión se haga efectiva. ¿Alguna información sobre Libia, Merenptah?

—Nada nuevo, majestad; al parecer Malfi es un loco y su sueño de conquista se limita a su cerebro enfermo.

—El fantasma de Gizeh ha desaparecido —reveló Kha—; los talladores de piedra trabajan en paz.

El intendente de palacio entregó una misiva al rey. El monarca distinguió el sello de Setaú y la indicación de «urgente».

Ramsés rompió el sello, desenrolló el papiro, leyó el breve mensaje de su amigo e, inmediatamente, se levantó.

—Salgo de inmediato a Abu Simbel; terminad la comida sin mí.

Ni Kha ni Merenptah ni Ameni tuvieron ganas de saborear el adobo. Por unos instantes, el cocinero sintió la tentación de probarlo con sus ayudantes; pero se trataba de la comida real. Tocarla hubiera sido, a la vez, un insulto y una rapiña. Desolado, el cocinero tiró el plato de fiesta en el que Mat-Hor había vertido el veneno que Uri-Techup le había entregado.

Una vez más, Nubia hechizó a Ramsés. La pureza del aire, el azul absoluto del cielo, el verde encantador de las palmeras y la franja cultivada que se alimentaba del Nilo para luchar contra el desierto, las bandadas de pelícanos, de grullas reales, de flamencos rosas y de ibis, el aroma de las mimosas y la magia ocre de las colinas permitían al alma comunicarse con las fuerzas ocultas de la naturaleza.

Ramsés no abandonaba la proa de la rápida embarcación que le llevaba a Abu Simbel. Había reducido al máximo su escolta y elegido personalmente una tripulación infatigable, formada por marineros de élite, acostumbrados a los riesgos de la navegación por el Nilo.

No lejos de su meta, cuando el monarca descansaba en su cabina, sentado en una silla plegable cuyos pies tenían formas de cabezas de pato con incrustaciones de marfil, la embarcación redujo su velocidad.

Ramsés interrogó al capitán.

—¿Qué ocurre?

—En la ribera hay un ejército de cocodrilos de siete metros de largo, por lo menos. E hipopótamos en el agua. De momento, no podemos proseguir. Aconsejo incluso a vuestra majestad que desembarque. Los animales parecen nerviosos, podrían tomarla con nosotros.

—Avanza sin temor; capitán…

—Majestad, os aseguro que…

—Nubia es tierra de milagros.

Con un nudo en la garganta, los marineros prosiguieron la maniobra.

Los hipopótamos se agitaron. En la ribera, un enorme cocodrilo sacudió la cola, avanzó algunos metros como un rayo, se detuvo de nuevo.

Ramsés había advertido la presencia de su aliado antes de verlo incluso. Apartando con la trompa las ramas bajas de una acacia, un gran elefante macho lanzó un bramido que hizo emprender el vuelo a centenares de pájaros y dejó petrificados a los marineros.

Algunos cocodrilos se refugiaron en una zona herbosa, medio sumergida; otros se arrojaron contra los hipopótamos, que se defendieron con vigor. El combate fue breve y violento, luego el Nilo recuperó su quietud.

El elefante lanzó un segundo bramido dirigido a Ramsés, quien le saludó con la mano. Hacía ya muchos años, el hijo de Seti había salvado a un elefante herido; adulto ya, el animal de grandes orejas y pesados colmillos se manifestaba en favor del rey cada vez que éste lo necesitaba.

—¿No deberíamos capturar a ese monstruo y llevarlo a Egipto? —sugirió el capitán.

—Venera la libertad y guárdate mucho de ponerle trabas.

Dos altozanos que sobresalían mucho, una cala de arena dorada, un valle separando las dos prominencias de la montaña, acacias cuyo perfume embalsamaba el aire ligero, la hechizadora belleza del gres nubio… La visión del paraje de Abu Simbel hizo que Ramsés sintiera su corazón en un puño. Allí había creado dos templos que encarnaban la unión de la pareja real, formada para siempre con Nefertari.

Como el rey temía, la carta de Setaú no exageraba en absoluto: el paraje había sido víctima de un temblor de tierra. El rostro y el torso de uno de los cuatro colosos sentados se habían derrumbado.

Setaú y Loto recibieron al monarca.

—¿Heridos? —preguntó Ramsés.

—Dos muertos: el virrey de Nubia y un antiguo presidiario.

—¿Qué hacían juntos?

—Lo ignoro.

—¿Daños en el interior de los templos?

—Compruébalo tú mismo.

Ramsés entró en el santuario. Los talladores de piedra estaban trabajando ya; habían apuntalado los pilares dañados de la gran sala y enderezado los que amenazaban con derrumbarse.

—¿Ha sufrido algún desperfecto el edificio dedicado a Nefertari?

—No, majestad.

—Demos gracias a los dioses, Setaú.

—Los trabajos se realizarán rápidamente y desaparecerá todo rastro del desastre. Lo del coloso será más difícil. Tengo varios proyectos que consultarte.

—No intentes repararlo.

—¿No… no dejarás así la fachada?

—Ese terremoto ha sido un mensaje del dios de la Tierra; puesto que él ha creado la fachada, no contrariemos su voluntad.

La decisión del faraón había sorprendido a Setaú, pero Ramsés se había mostrado inflexible. Sólo tres colosos perpetuarían la presencia del ka real; mutilado, el cuarto sería testimonio del envejecimiento y la imperfección inherentes a cualquier obra humana. La fractura del gigante de piedra, en vez de perjudicar la majestad del conjunto, ponía de relieve el poderío de sus tres compañeros.

El rey, Setaú y Loto cenaron al pie de una palmera. El encantador de serpientes no había solicitado al monarca que se untara con assa foetida, la gomorresina de la férula de Persia, cuyo espantoso olor apartaba a los reptiles, pero le había ofrecido los rojos frutos de un arbusto[7] que contenía un antídoto contra el veneno.

—Has aumentado la cantidad de ofrendas divinas —dijo Ramsés a Setaú—, acumulado el producto de las cosechas en graneros reales, establecido la paz en esta provincia turbulenta, construido santuarios en todo Nubia y preferido, siempre, la verdad a la mentira; ¿qué te parecería convertirte, aquí, en representante de la justicia de Maat?

—Pero… ¡eso es prerrogativa del virrey!

—No lo he olvidado, amigo mío, ¿no eres acaso el nuevo virrey de Nubia, nombrado por un decreto fechado el año treinta y ocho de mi reinado?

Setaú buscó palabras para protestar, pero Ramsés no le dio tiempo.

—No puedes negarte; el temblor de tierra también ha sido una señal para ti. Tu existencia toma hoy otra dimensión. Sabes cómo amo esa región; cuídala mucho, Setaú.

El encantador de serpientes se alejó por la noche perfumada; necesitaba estar solo para asimilar la decisión que le convertía en uno de los primeros personajes del Estado.

—¿Me autorizáis a haceros una pregunta insolente? —preguntó Loto.

—¿No es ésta una velada excepcional?

—¿Por qué habéis aguardado tanto tiempo antes de nombrar a Setaú virrey de Nubia?

—Tenía que aprender a administrar Nubia sin pensar en ello; hoy vive su vocación y responde a una llamada que le invadió poco a poco. Nadie ha conseguido corromperlo ni envilecerle, porque la voluntad de servir esta provincia anima cada uno de sus actos. Y necesitaba tiempo para ser consciente de ello.