Los nervios de Uri-Techup estaban sometidos a una dura prueba. Ni la belleza de los jardines, ni la calidad de los alimentos, ni el encanto de los conciertos podían hacerle olvidar la obsesiva presencia de Serramanna y su insoportable sonrisa. Tanit, en cambio, apreciaba aquella visita a los harenes en compañía de una reina deslumbradora que seducía a los más ariscos admiradores. Mat-Hor parecía encantada por los halagos de los cortesanos en busca de sus gracias.
—Excelente noticia —anunció Serramanna—: Ramsés acaba de realizar un nuevo milagro. El faraón ha descubierto una enorme plantación de olíbanos y las caravanas han llegado sanas y salvas a Pi-Ramsés.
El hitita apretó los puños. ¿Por qué no había intervenido Malfi? Si el libio había sido detenido o muerto, Uri-Techup ya no tenía posibilidad alguna de sembrar la discordia en Egipto.
Mientras Tanit discutía con algunas mujeres de negocios, invitadas por la reina al harén de Mer-Ur, el mismo del que Moisés había sido administrador, Uri-Techup se sentó aparte, en un murete de piedra seca, a orillas de un lago de recreo.
—¿En qué piensas, querido compatriota?
El ex general en jefe del ejército hitita levantó los ojos para contemplar a una Mat-Hor en el apogeo de su belleza.
—Estoy triste.
—¿Cuál es la causa de esta pesadumbre?
—Tú, Mat-Hor.
—¿Yo? ¡Pues te equivocas!
—¿Pero no has comprendido todavía la estrategia de Ramsés?
—Revélamela, Uri-Techup.
—Estás viviendo los últimos instantes de tu sueño. Ramsés acaba de realizar una expedición militar para someter más aún a la población de sus colonias; hay que estar ciego para no advertir que está consolidando sus bases de partida para un ataque contra el Hatti. Antes de lanzarse a la ofensiva, se librará de dos molestos personajes: tú y yo. A mí me pondrá en arresto domiciliario, vigilado por la policía, y probablemente seré víctima de un accidente; a ti te encerrará en uno de esos harenes que con tanto placer visitas.
—¡Los harenes no son prisiones!
—Te confiarán una carga honorífica y ficticia, y nunca más verás al rey. Ramsés sólo piensa en la guerra.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Tengo una extensa red de amistades que me proporciona verdaderas informaciones, aquellas a las que tú no tienes acceso.
La reina pareció turbada.
—¿Qué propones?
—El rey es un goloso, y le gusta especialmente una receta que él mismo creó, la «delicia de Ramsés», un adobo con ajo dulce, cebolla, vino tinto de los oasis, carne de buey y filetes de perca del Nilo. Es una debilidad que una hitita debería saber explotar.
—¿Te atreves a proponerme que…?
—¡No te hagas la ingenua! En Hattusa aprendiste a manejar el veneno.
—¡Eres un monstruo!
—Si no suprimes a Ramsés, te destruirá.
—No vuelvas a dirigirme la palabra, Uri-Techup.
El hitita apostaba fuerte. Si no había conseguido introducir la duda y la angustia en el espíritu de Mat-Hor, ella le denunciaría a Serramanna. En caso contrario, habría recorrido buena parte del camino.
Kha estaba inquieto.
Sin embargo, el programa de restauración que había emprendido en el paraje de Saqqara se traducía ya en unos notables resultados. La pirámide escalonada de Zoser, la de Unas, en el interior de la cual se habían inscrito los primeros Textos de las Pirámides que revelaban los modos de resurrección del alma real, y los monumentos de Pepi I habían gozado de sus atentos cuidados.
Y el sumo sacerdote de Menfis no se había detenido ahí: también había pedido a sus equipos de maestros de obras y talladores de piedra que vendaran las heridas de las pirámides y los templos de los faraones de la quinta dinastía, en el paraje de Abusir, al norte de Saqqara.
En la propia Menfis, Kha había hecho ampliar el templo de Ptah, que ahora albergaba una capilla en memoria de Seti y sería completado, en un futuro próximo, por un santuario a la gloria de Ramsés.
Cuando la pesada fatiga le vencía, Kha se dirigía al lugar donde habían sido excavadas las tumbas de los reyes de la primera dinastía, junto a la desértica llanura de Saqqara, dominando palmerales y cultivos. La sepultura del rey Djer, señalada por trescientas cabezas de toro de terracota, que sobresalían del contorno provistas de verdaderos cuernos, le transmitían la energía necesaria para consolidar los vínculos del presente con el pasado. Kha no había descubierto todavía el libro de Thot y se resignaba, a veces, al fracaso. ¿No se debería a su falta de atención y a su negligencia para con el culto del toro? El sumo sacerdote se prometía corregir sus errores, pero primero tenía que llevar a cabo su programa de restauración. ¿Lo lograría? Por tercera vez desde que comenzó el año, Kha se hizo llevar en carro hasta la pirámide de Mikerinos donde, una vez concluida la restauración, deseaba grabar una inscripción conmemorativa.
Y por tercera vez la obra estaba vacía, a excepción de un viejo tallador de piedra que comía pan fresco untado con ajo.
—¿Dónde están tus colegas? —preguntó Kha.
—Han vuelto a casa.
—¡De nuevo el fantasma!
—Sí, el fantasma ha reaparecido. Muchos lo han visto; llevaba serpientes en la mano y amenazaba con matar a quien se le acercase. Mientras ese espectro no sea expulsado, nadie aceptará trabajar aquí, ni siquiera a cambio de un gran salario.
Ése era el desastre que Kha temía: verse ante la imposibilidad de poner en condiciones los monumentos de la llanura de Gizeh. Y aquel fantasma hacía caer piedras y provocaba accidentes. Todos sabían que se trataba de un alma atormentada, vuelta a la tierra para sembrar la desgracia entre los vivos. A pesar de toda su ciencia, Kha no había logrado impedir que hiciera daño.
Cuando vio acercarse el carro de Ramsés, al que había pedido ayuda, Kha recuperó la esperanza. Pero si el rey fracasaba, sería necesario declarar zona prohibida parte de la llanura de Gizeh y resignarse a ver como aquellas obras maestras se degradaban.
—La situación empeora, majestad; ya nadie acepta trabajar aquí.
—¿Has pronunciado los conjuros habituales?
—No han hecho efecto.
Ramsés contempló la pirámide de Mikerinos, de poderoso basamento de granito. Cada año, el faraón acudía a Gizeh para obtener la energía de los constructores que habían plasmado en piedra los rayos de luz que unen la tierra y el cielo.
—¿Sabes donde se oculta el fantasma?
—Ningún artesano se ha atrevido a seguirle.
El rey descubrió al viejo tallador de piedra, que seguía comiendo, y se acercó a él. Sorprendido, éste dejó caer su mendrugo de pan y se arrodilló, con las manos hacia delante y la frente en el suelo.
—¿Por qué no has huido con los demás?
—No… No lo sé, majestad.
—Conoces el lugar donde se esconde el fantasma, ¿no es cierto?
Mentir al rey suponía condenarse por toda la eternidad.
—Condúcenos.
Temblando, el anciano guió al rey por las calles de tumbas donde descansaban los fieles servidores de Mikerinos, quienes seguían formando la corte real en el más allá. El atento ojo de Kha advirtió que algunas de ellas, de más de mil años de antigüedad, exigían reparaciones.
El tallador de piedra entró en un pequeño patio al aire libre, cuyo suelo estaba cubierto de restos calcáreos. En una esquina había un montón de pequeños bloques.
—Es aquí, pero no sigáis adelante.
—¿Quién es ese fantasma? —preguntó Kha.
—Un escultor cuya memoria no ha sido honrada y que se venga agrediendo a sus colegas.
Según las inscripciones jeroglíficas, el difunto había dirigido un equipo de constructores en tiempos de Mikerinos.
—Apartemos estos bloques —ordenó Ramsés.
—Majestad…
—Manos a la obra.
Apareció la boca de un pozo rectangular; Kha arrojó un guijarro cuya caída apreció interminable.
—Más de quince metros —concluyó el tallador de piedra al oír el ruido del impacto del proyectil contra el fondo del pozo—. No os aventuréis por esas fauces de infierno, majestad.
Una cuerda con nudos colgaba a lo largo de la pared.
—Pues hay que bajar —estimó Ramsés.
—En ese caso, yo correré el riesgo —decidió el artesano.
—Si te encuentras con el espectro —se opuso Kha—, ¿sabrás pronunciar las fórmulas que le impidan hacer daño?
El anciano agachó la cabeza.
—Como sumo sacerdote de Ptah —dijo el primogénito de Ramsés—, me corresponde efectuar esta tarea. No me lo prohíbas, padre.
Kha inició el lento descenso. El fondo del pozo no estaba a oscuras: de las paredes calcáreas emanaba un extraño fulgor. El sumo sacerdote puso por fin el pie en un suelo desigual y tomó un estrecho corredor que llegaba a una falsa puerta en la que se había representado al difunto, rodeado de columnas de jeroglíficos.
Entonces Kha lo comprendió.
Una larga grieta atravesaba la piedra grabada en toda su longitud y desfiguraba al beneficiario de los textos de resurrección. Al no poder encarnarse ya en una imagen viva, su espíritu se había transformado en un fantasma agresivo que reprochaba a los vivos el desprecio por su memoria.
Cuando Kha volvió a salir del pozo estaba derrengado pero radiante. Cuando la falsa puerta fuera restaurada y el rostro del difunto esculpido de nuevo con amor, el maleficio desaparecería.