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El patrón de las caravanas que partían hacia Egipto estaba atónito. Él, un aguerrido comerciante sirio de cincuenta y ocho años, que había surcado por su negocio todas las rutas del Próximo Oriente, nunca había visto semejante tesoro. Había pedido a los productores que se reunieran con él en la punta noroeste de la península arábiga, en una región árida y desolada, donde la temperatura diurna era tórrida y la nocturna a menudo gélida, por no hablar de las serpientes y los escorpiones. Pero el lugar era ideal para albergar un almacén secreto donde, desde hacía tres años, el sirio acumulaba las riquezas robadas al tesoro egipcio.

Había afirmado a sus cómplices, el libio Malfi y el hitita Uri-Techup, con toda convicción, que las reservas de productos preciosos, muy escasos por otra parte dadas las pobres cosechas, habían sido destruidas. Malfi y Uri-Techup eran guerreros, no comerciantes; ignoraban que un buen negociante nunca sacrifica una mercancía.

De cabellos negros y pegajosos puestos sobre un cráneo redondo, de rostro lunar, con un amplio busto plantado sobre cortas piernas, el sirio mentía y robaba desde su adolescencia, sin olvidar comprar el silencio de quienes podrían haberle denunciado a las autoridades.

Amigo de otro sirio, Raia, espía a sueldo de los hititas, que había sufrido una muerte brutal, el patrón de las caravanas había reunido, con el transcurso de los años, una hermosa fortuna oculta. ¿Pero no era ridícula comparada con el cuerno de la abundancia que acababan de depositar en su almacén? De tres metros de altura, por término medio, los árboles de incienso de Arabia habían producido tres cosechas tan abundantes que había sido necesario contratar el doble de trabajadores temporales que de ordinario; las hojas verde oscuro y las flores doradas de corazón púrpura eran sólo un ornamento junto a la soberbia corteza parda. Rascándola se lograba que brotaran gotitas de resina que, aglutinadas en duras bolitas por los especialistas, exhalarían al arder un maravilloso perfume.

¡Y qué decir de la increíble cantidad de olíbano! Su resina blancuzca, lechosa y perfumada había brotado con una generosidad digna de la edad de oro; pequeñas lágrimas en forma de pera, blancas, grises o amarillas, habían hecho llorar de gozo al patrón de las caravanas. Conocía las numerosas virtudes de aquel producto costoso y buscado. Debido a sus propiedades antisépticas, antiinflamatorias y analgésicas, los médicos egipcios lo utilizaban en unciones, en emplastos, en polvo o, incluso, como bebida, para luchar contra los tumores, las úlceras, los abscesos, la oftalmias y las otitis. El olíbano detenía las hemorragias y aceleraba la cicatrización de las heridas; era incluso un contra-veneno. Neferet, la célebre médico en jefe de las Dos Tierras, pagaría a precio de oro el indispensable olíbano.

Y la gomorresina verde del gálbano, y la resina oscura de ládano, y el aceite espeso y resinoso del bálsamo, y la mirra… El sirio estaba extasiado. ¿Qué comerciante habría creído poseer algún día semejante fortuna?

El sirio no había dejado de disponer un señuelo para sus aliados, y por ello había enviado una caravana a la ruta en la que aguardaban Uri-Techup y Malfi. ¿No habría cometido un error confiándole sólo una modesta carga? Lamentablemente, el rumor ya había comenzado a circular. Se hablaba de una cosecha excepcional y aquel chisme podía llegar demasiado pronto a oídos del hitita y del libio. ¿Cómo ganar tiempo? Dentro de dos días, el sirio recibiría a mercaderes griegos, chipriotas y libaneses, a quienes vendería el contenido de su almacén antes de huir a Creta, donde viviría una feliz jubilación. Dos días interminables, durante los que temía ver aparecer a sus temibles aliados.

—Un hitita desea hablar con vos —le avisó uno de sus servidores.

La boca del sirio se secó y sus ojos ardieron. ¡La catástrofe! Desconfiado, Uri-Techup venía a pedirle explicaciones. Y le obligaría a abrir el almacén… ¿Tenía que emprender la huida o intentar convencer al ex general en jefe del ejército hitita?

Petrificado, el sirio fue incapaz de tomar una decisión.

El hombre que se acercaba a él no era Uri-Techup.

—¿Eres… hitita?

—Lo soy.

—Y amigo de…

—Nada de nombres. Sí, soy un amigo del general, del único hombre capaz de salvar al Hatti del deshonor.

—Bien, bien… ¡Qué los dioses le sean favorables! ¿Cuándo volveré a verle?

—Tendrás que ser paciente.

—¿No le habrá ocurrido nada malo?

—No, tranquilízate; pero debe permanecer en Egipto para unas ceremonias oficiales y cuenta contigo para respetar, al pie de la letra, los términos de vuestro contrato.

—¡Qué no se preocupe en absoluto! El contrato ha sido ejecutado, todo se ha llevado a cabo como él deseaba.

—¿Puedo pues tranquilizar al general?

—Que lo celebre: ¡sus deseos se han visto cumplidos! En cuanto llegue a Egipto, me pondré en contacto con él.

Inmediatamente después de la marcha del hitita, el patrón de las caravanas se bebió de golpe tres copas de fuerte licor. ¡La suerte le sonreía más allá de lo esperado! Uri-Techup retenido en Egipto… Estaba claro, ¡había un genio bueno para los ladrones!

Quedaba Malfi, un loco peligroso animado, a veces, con fulgores de lucidez. Por lo general, la visión de la sangre bastaba para embriagarle. Asesinando a algunos mercaderes, sin duda se había complacido tanto como con una mujer y habría olvidado examinar de cerca las mercancías. Pero si se había mostrado suspicaz, buscaría al jefe de las caravanas con la rabia de un demente.

El sirio tenía muchas cualidades, pero entre ellas no destacaba el valor físico; enfrentarse con Malfi estaba por encima de sus fuerzas.

A lo lejos distinguió una nube de polvo.

El negociante no esperaba a nadie… Sólo podía tratarse del libio y su comando de asesinos.

Abrumado, el sirio se derrumbó en una estera; la suerte acababa de cambiar. Malfi le degollaría con deleite y su muerte sería lenta.

La nube de polvo se desplazaba poco a poco. ¿Caballos? No, se habrían movido más deprisa. Asnos… Sí, eran asnos. ¡Una caravana, pues! ¿Pero de dónde salía?

Tranquilizado pero intrigado, el mercader se levantó y no perdió ya de vista el cortejo de cuadrúpedos pesadamente cargados, que avanzaban a su ritmo, con un paso muy seguro. Y reconoció a los caravaneros: eran los mismos que él, supuestamente, había enviado a la muerte, por el camino donde Malfi les aguardaba.

¿No sería víctima de un espejismo? No, llegaba también el jefe del convoy, un compatriota de más edad.

—¿Has tenido buen viaje, amigo?

—Ningún problema.

El patrón de las caravanas no disimuló su extrañeza.

—¿Ni el menor incidente?

—Ni el más mínimo. Tenemos ganas de beber, comer, lavarnos y dormir. ¿Te ocupas tú de la carga?

—Claro, claro… Vete a descansar.

La caravana sana y salva, el cargamento intacto… Sólo había una explicación posible: Malfi y sus libios habían sido detenidos. Tal vez aquel loco por la guerra había muerto en manos de la policía del desierto.

La suerte y la fortuna… La existencia colmaba al sirio con todos los dones. ¡Qué bien había hecho corriendo riesgos!

Algo embriagado, corrió hacia el depósito del que sólo él tenía la llave.

El cerrojo de madera estaba roto.

Lívido, el patrón de las caravanas empujó la puerta. Frente a él, ante el amontonamiento de tesoros, había un hombre de cráneo afeitado que vestía una piel de pantera.

—¿Quién… quién sois?

—Kha, sumo sacerdote de Menfis y primogénito de Ramsés. He venido a buscar lo que pertenece a Egipto.

El sirio empuñó su daga.

—Nada de gestos estúpidos… el faraón te observa.

El ladrón se dio la vuelta. De todas partes, tras los montículos de arena, brotaban arqueros egipcios. Y, bajo el sol, Ramsés el Grande, tocado con la corona azul, de pie en su carro.

El patrón de las caravanas cayó de rodillas.

—Perdón… No soy culpable… Me obligaron…

—Serás juzgado —anunció Kha.

La mera idea de comparecer ante un tribunal que pronunciara el castigo supremo enloqueció al sirio. Con la daga levantada, se lanzó contra un arquero que se acercaba a él para ponerle las esposas de madera y le clavó la hoja en el brazo.

Creyendo que su camarada estaba en peligro de muerte, otros tres arqueros no vacilaron en disparar sus saetas; con el cuerpo atravesado por las flechas, el ladrón se derrumbó.

Pese a la opinión contraria de Ameni, Ramsés había querido ponerse personalmente a la cabeza de la expedición. Gracias a las informaciones proporcionadas por la policía del desierto y a la utilización de su varilla de radiestesista, el rey había localizado el punto de llegada, clandestino, de las caravanas desaparecidas. Y había advertido también otra anomalía, cuya realidad quería comprobar.

El carro del faraón corrió por el desierto, seguido por una cohorte de vehículos militares. Los dos caballos de Ramsés eran tan rápidos que distanciaron al resto de la escolta.

Hasta el horizonte sólo se divisaba arena, piedras y montículos.

—¿Por qué se pierde el rey en estas soledades? —preguntó un teniente de carros al arquero que formaba equipo con él.

—Participé en la batalla de Kadesh; Ramsés nunca actúa al azar. Le guía una fuerza divina.

El monarca pasó una duna y se detuvo.

Delante de él, y hasta donde le alcanzaba la vista, magníficos árboles de corteza amarillenta y gris, de madera blanca y suave. Una extraordinaria plantación de olíbanos que ofrecerían a Egipto su preciosa resina durante años y años.