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Siempre más hermosa que un amanecer de primavera, Neferet, la médico jefe, acabo de preparar una amalgama compuesta por resina de pistacho, miel, pedazos de cobre y un poco de mirra, destinada a cuidar una muela de su ilustre paciente.

—Ningún absceso —explicó a Ramsés—, pero las encías son frágiles y hay una tendencia cada vez más acusada a la artritis, vuestra majestad no debe olvidar los enjuagues bucales y las decocciones de corteza de sauce.

—He hecho plantar miles de sauces a lo largo del río y alrededor de los estanques; pronto dispondréis de gran cantidad de productos antiinflamatorios.

—Gracias, majestad; os prescribo también una pasta para masticar, a base de brionia, enebro, frutos del sicomoro e incienso. Y hablando del incienso y la mirra, cuya acción sobre el dolor es notable, deseo informaros de que estos productos pronto van a escasear.

—Lo sé, Neferet, lo sé…

—¿Cuándo serán aprovisionados los médicos y los cirujanos?

—Tan pronto como sea posible.

Percibiendo la turbación del monarca, Neferet no hizo las preguntas que le quemaban los labios. El problema debía de ser grave, pero confiaba en que Ramsés sacaría el país de aquel mal paso.

Ramsés había meditado mucho tiempo ante la estatua de su padre, cuyo rostro de piedra estaba animado por una vida intensa, gracias a la maestría del escultor. En el austero despacho de blancas paredes, la presencia de Seti unía el pensamiento del faraón reinante con el de su predecesor; cuando era preciso tomar decisiones que comprometían el porvenir del reino, Ramsés nunca dejaba de consultar el alma del monarca que le había iniciado en su función, a costa de una educación rigurosa que pocos seres habrían tolerado.

Seti había tenido razón. Si Ramsés soportaba el peso de un largo reinado, se lo debía a aquella exigente formación. Con la madurez, el ardor que le animaba no había perdido intensidad, pero la pasión de la juventud se había metamorfoseado en un ardiente deseo de edificar su país y a su pueblo como habían hecho sus antepasados.

Cuando los ojos de Ramsés se posaron en el gran mapa del Próximo Oriente que consultaba a menudo, el faraón pensó en Moisés, su amigo de infancia. También en él ardía un fuego abrasador, su verdadero guía en el desierto, en busca de la Tierra Prometida.

Varias veces, a pesar de la opinión de sus consejeros militares, el faraón se había negado a actuar contra Moisés y los hebreos; ¿acaso no debían llevar a cabo su destino?

Ramsés hizo entrar a Ameni y Serramanna.

—He tomado varias decisiones. Una de ellas debería satisfacerte, Serramanna.

Escuchando al rey, el gigante sardo sintió una intensa alegría.

Tanit, la ardiente fenicia, no se cansaba del cuerpo de Uri-Techup. Aunque el hitita la trataba con brutalidad, ella se doblegaba a todas sus exigencias; gracias a él, descubría día tras día los placeres de la unión carnal y vivía una nueva juventud. Uri-Techup se había convertido en su dios. El hitita la besó salvajemente, se levantó y se desperezó como una fiera, en el esplendor de su desnudez.

—¡Eres una yegua soberbia, Tanit! A veces casi me harías olvidar mi país.

Tanit abandonó a su vez el lecho y, agachada, besó las pantorrillas de su amante.

—¡Somos felices, tan felices! Pensemos sólo en nosotros y en nuestro placer…

—Mañana salimos hacia tu mansión del Fayyum.

—No me gusta, querido; prefiero Pi-Ramsés.

—En cuanto hayamos llegado, volveré a marcharme; sin embargo, tú harás saber que estamos juntos en aquel nido de amor.

Tanit se incorporó y pegó sus pesados pechos al torso de Uri-Techup, abrazándolo con ardor.

—¿Adónde vas y cuánto tiempo estarás ausente?

—No necesitas saberlo. A mi regreso, si Serramanna te interroga, sólo tendrás que decir unas palabras: no nos hemos separado ni un solo segundo.

—Confía en mí, querido, yo…

El hitita abofeteó a la fenicia, que lanzó un grito de dolor.

—Tú no eres más que una hembra, y como tal no debes meterte en los asuntos de los hombres. Obedece y todo irá bien.

Uri-Techup tenía pensado partir a reunirse con Malfi para interceptar el convoy de olíbano, mirra e incienso, y destruir los preciosos productos. Tras aquel desastre, la popularidad de Ramsés se vería muy afectada y la turbación se apoderaría del país, creando las condiciones propicias para un ataque sorpresa de los libios. En el Hatti, el partido hostil a la paz con Egipto expulsaría a Hattusil de su trono y llamaría a Uri-Techup, el único jefe guerrero capaz de vencer al ejército del faraón.

Una sierva aterrorizada apareció en el umbral de la alcoba.

—¡Señora, es la policía! Un gigante armado, con casco…

—Despídelo —ordenó Tanit.

—No —intervino Uri-Techup—; veamos qué quiere nuestro amigo Serramanna. Que espere, ya vamos.

—¡Me niego a hablar con ese patán!

—¡Ni lo sueñes, hermosa! ¿Olvidas que somos la pareja más enamorada del país? Ponte un vestido que deje los pechos desnudos y rocíate de perfume.

—¿Un poco de vino, Serramanna? —preguntó Uri-Techup estrechando en sus brazos a una lánguida Tanit.

—Estoy en misión oficial.

—¿Y en qué nos concierne? —quiso saber la fenicia.

—Ramsés dio derecho de asilo a Uri-Techup en tiempos difíciles, y hoy se felicita de su integración en la sociedad egipcia. Por eso el rey os concede un privilegio del que podéis sentiros orgullosos.

Tanit se extrañó.

—¿De qué se trata?

—La reina inicia una visita a todos los harenes de Egipto donde, en su honor, se organizarán numerosos festejos. Tengo el placer de anunciaros que estáis entre los invitados y que la acompañaréis durante todo su viaje.

—¡Es… maravilloso! —exclamó la fenicia.

—No pareces satisfecho, Uri-Techup —observó el sardo.

—Claro que sí… Yo, un hitita…

—¿Acaso la reina Mat-Hor no es de origen hitita? Y estás casado con una fenicia. Egipto es muy acogedor cuando se respetan sus leyes. Y puesto que en tu caso es así, estás considerado como un auténtico súbdito del faraón.

—¿Por qué te han encargado que nos comuniques la noticia?

—Porque soy responsable de la seguridad de nuestros huéspedes distinguidos —respondió el sardo con una gran sonrisa—. Y no te perderé de vista ni un solo instante.

Eran sólo un centenar, pero muy bien armados y perfectamente entrenados. Malfi había formado un comando en el que sólo figuraban sus mejores hombres, mezcla de guerreros experimentados y jóvenes combatientes de inagotable energía.

Tras una última sesión de entrenamiento, que había provocado la muerte de una decena de incapaces, el comando había abandonado el campamento secreto, en pleno desierto de Libia, para ponerse en camino hacia el Norte, en dirección a la franja occidental del delta de Egipto. Unas veces en barca, otras por lodosos caminos, los libios cruzaron el delta de oeste a este, luego bifurcaron hacia la península arábiga para atacar el convoy de sustancias preciosas. Uri-Techup y sus partidarios se reunirían con ellos antes de llegar a la frontera y les darían informaciones precisas que les permitirían evitar las patrullas egipcias y escapar a la vigilancia de los vigías.

La primera etapa de la conquista sería un triunfo. Los libios oprimidos recuperarían la esperanza y Malfi se convertiría en el héroe de un pueblo vengador, ávido de revancha. Gracias a él, el Nilo se transformaría en un río de sangre. Pero primero era preciso golpear a Egipto en sus valores esenciales: la celebración de los ritos y el culto que se rendía a las divinidades, expresiones de la regla de Maat. Sin olíbano, mirra e incienso, los sacerdotes se sentirían abandonados y acusarían a Ramsés de haber roto el pacto con el cielo.

El explorador volvió sobre sus pasos.

—No podemos seguir adelante —le dijo a Malfi.

—¿Has perdido el valor?

—Venid a ver vos mismo, señor.

Boca abajo sobre un cerro de blanda tierra, oculto por los espinos, Malfi no creía lo que estaba viendo.

El ejército egipcio se había desplegado en una amplia franja de tierra, entre el mar y las marismas surcadas por pequeñas barcas ocupadas por arqueros. Torres de madera permitían a los vigías observar un vasto horizonte. Había, varios miles de hombres, al mando de Merenptah, hijo menor de Ramsés.

—Es imposible pasar —opinó el explorador—; seríamos descubiertos y aniquilados.

Malfi no podía arrastrar a la muerte a sus mejores hombres, la futura punta de lanza del ejército libio. Destruir una caravana era fácil, pero enfrentarse con tan gran número de soldados egipcios sería suicida.

Rabioso, el libio empuñó una mata de espinos y la destrozó con sus manos.