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La paciencia de Serramanna se había agotado. Puesto que la astucia y la suavidad no daban ningún resultado, el gigante sardo había decidido utilizar un método más directo. Tras haber degustado una costilla de buey y unos garbanzos, se dirigía a caballo al taller de Techonq.

Esta vez, el libio diría todo lo que supiera y, especialmente, el nombre del asesino de Acha.

Cuando descabalgó, a Serramanna le sorprendieron los grupos que se habían formado ante el taller del curtidor. Mujeres, niños, ancianos y obreros charlaban por los codos.

—Apartaos y dejadme pasar —ordenó el sardo.

El gigante no tuvo que repetir sus órdenes; se hizo el silencio.

En el interior del local el olor seguía siendo espantoso; Serramanna, que se había acostumbrado a perfumarse a la egipcia, vaciló antes de entrar. Pero la visión del equipo de curtidores, reunidos junto a las pieles de antílope saladas, le incitó a aventurarse por aquel lugar nauseabundo. Apartó las ristras de vainas de acacia, ricas en ácido tánico, rodeó una cubeta de tierra ocre y posó sus enormes manos en los hombros de dos aprendices.

—¿Qué ocurre?

Los aprendices se apartaron. Serramanna descubrió el cadáver de Techonq, con la cabeza hundida en un estanque lleno de orina y excrementos.

—Un accidente, un terrible accidente —explicó el jefe del taller, un robusto libio.

—¿Cómo ha ocurrido?

—Nadie sabe nada… El patrón tenía que venir a trabajar muy pronto y, cuando hemos llegado, lo hemos encontrado así.

—¿Ningún testigo?

—Ninguno.

—Me sorprende… Techonq era un técnico demasiado experimentado como para morir de una manera tan tonta. No, esto es un crimen y uno de vosotros sabe algo.

—Os equivocáis —protestó con cautela el jefe de taller.

—Lo comprobaré yo mismo —prometió Serramanna—; os espera un largo interrogatorio.

El más joven de los aprendices se escurrió como una anguila y salió del taller poniendo pies en polvorosa. La buena vida no había embotado los reflejos del sardo, que se lanzó tras él inmediatamente.

Las callejas del barrio obrero no tenían secretos para el joven, pero la potencia física del jefe de la guardia personal de Ramsés le permitía no perder el contacto. Cuando el aprendiz intentaba escalar un muro, el pesado puño de Serramanna se cerró sobre su taparrabos.

Lanzado por los aires, el fugitivo aulló y cayó pesadamente al suelo.

—Mis riñones… ¡Tengo rotos los riñones!

—Ya los cuidarás cuando me hayas dicho la verdad. Y no tardes, granuja; de lo contrario te romperé también las muñecas.

Aterrorizado, el aprendiz habló entrecortadamente.

—El que ha matado al patrón ha sido un libio… Un hombre de ojos negros, rostro cuadrado y cabellos ondulados… Ha tratado a Techonq de traidor… El patrón ha protestado, ha jurado que no os había dicho nada… pero el otro no le ha creído… Le ha estrangulado y le ha metido la cabeza en el estanque de estiércol… Luego, se ha vuelto hacia nosotros y nos ha amenazado: «Tan cierto como que me llamo Malfi y soy el señor de Libia, os mataré si habláis con la policía…». Y ahora que os lo he dicho todo, ¡soy hombre muerto!

—No hables por hablar, muchacho; no volverás a poner los pies en tu taller y trabajarás en los dominios del intendente de palacio.

—¿No… no me enviaréis a presidio?

—Me gustan los muchachos valerosos. ¡Vamos, en pie!

Cojeando como pudo, el aprendiz consiguió seguir al gigante, que parecía muy enojado. Al revés de lo que había esperado, no había sido Uri-Techup el que había suprimido a Techonq.

Uri-Techup, el hitita felón socio de Malfi, un libio asesino, enemigo hereditario de Egipto… Sí, eso estaba tramándose en las sombras. Sería preciso convencer a Ramsés.

Setaú lavaba los boles de cobre, las calabazas y los filtros de distintos tamaños mientras Loto limpiaba los anaqueles del laboratorio. Luego, el especialista en venenos de serpiente se quitó la piel de antílope, la zambulló en el agua y la retorció para extraer la soluciones medicinales de las que estaba saturada. Le correspondía a Loto transformar de nuevo la túnica en una verdadera farmacia ambulante gracias a los tesoros que ofrecían la cobra negra, la víbora sopladora, la víbora cornuda y sus semejantes. La hermosa nubia se inclinó sobre el líquido pardo y viscoso; diluido, sería un remedio eficaz para los trastornos de la circulación sanguínea y las debilidades del corazón.

Cuando Ramsés entró en el laboratorio, Loto se inclinó pero Setaú siguió con su tarea.

—Estás de mal humor —advirtió el rey.

—Exacto.

—Desapruebas mi boda con esa princesa hitita.

—Exacto otra vez.

—¿Por qué razón?

—Te traerá la desgracia.

—¿No exageras, Setaú?

—Loto y yo conocemos muy bien las serpientes; para descubrir la vida en el corazón de su veneno es preciso ser un especialista. Y esta víbora hitita es capaz de atacar de un modo que ni siquiera el mejor especialista sabría prever.

—¿No estoy, gracias a ti, inmunizado contra los reptiles?

Setaú refunfuñó. De hecho, desde su adolescencia y durante numerosos años, había hecho absorber a Ramsés una poción que contenía ínfimas dosis de veneno para permitirle sobrevivir a cualquier tipo de mordedura.

—Confías demasiado en tu poder, majestad… Loto cree que eres casi inmortal, pero yo estoy convencido de que esta hitita intentará perjudicarte.

—Se murmura que está muy enamorada —susurró la nubia.

—¡Y qué! —exclamó el encantador de serpientes—; cuando el amor se transforma en odio, es un arma terrorífica. Es evidente que esta mujer intentará vengar a los suyos. ¿No dispone, acaso, de un inesperado campo de batalla, el palacio real? Naturalmente, Ramsés no va a escucharme.

El faraón se volvió hacia Loto.

—¿Qué opináis?

—Mat-Hor es bella, inteligente, astuta y ambiciosa… pero es hitita.

—No lo olvidaré —prometió Ramsés.

El rey leyó con atención el informe que le había entregado Ameni. Con la tez pálida y los cabellos cada vez más escasos, el secretario particular del monarca había anotado con precisión las inflamadas declaraciones de Serramanna.

—Uri-Techup, el asesino de Acha, y Malfi, el libio, su cómplice… Pero no tenemos prueba alguna.

—Ningún tribunal les condenaría —reconoció Ameni.

—¿Has oído tú hablar de ese tal Malfi?

—He consultado los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores, las notas de Acha, y he interrogado a los especialistas en Libia. Malfi es el jefe de una tribu guerrera, particularmente vindicativa para con nosotros.

—¿Simple pandilla de locos o peligro real?

Ameni se tomó un tiempo de reflexión.

—Me gustaría darte una respuesta tranquilizadora, pero el rumor afirma que Malfi ha conseguido federar varios clanes que, hasta hoy, se desgarraban mutuamente.

—¿Rumor o certeza?

—La policía del desierto no ha conseguido descubrir el emplazamiento de su campamento.

—Y, sin embargo, Malfi ha entrado en Egipto, ha asesinado a uno de sus compatriotas en su propio taller y ha vuelto a salir impunemente.

Ameni temía sufrir la violenta, aunque rara, cólera de Ramsés.

—Ignorábamos su capacidad para hacer daño —precisó el escriba.

—Si ya no sabemos descubrir el mal ¿cómo gobernaremos el país?

Ramsés se levantó y caminó hacia la gran ventana de su despacho, desde la que contemplaba el sol de frente sin abrasarse los ojos. El sol, su astro protector, le proporcionaba cada día energías para asumir su tarea, fueran cuales fuesen sus dificultades.

—No hay que desdeñar a Malfi —declaró el rey.

—¡Los libios son incapaces de atacarnos!

—Un puñado de demonios puede sembrar la desgracia, Ameni; este libio vive en el desierto, capta allí las fuerzas destructoras y sueña con utilizarlas contra nosotros. No se tratará de una guerra como la que libramos contra los hititas, sino de otra clase de enfrentamiento, más solapado pero no menos violento. Siento el odio de Malfi. Aumenta, se acerca.

Antaño era Nefertari quien ejercía sus dones de vidente para orientar la acción del rey; desde que ella brillaba en el cielo, entre las estrellas, Ramsés tenía la sensación de que su espíritu vivía en él y seguía guiándole.

—Serramanna llevará a cabo una minuciosa investigación —indicó Ameni.

—¿Tienes otras preocupaciones, amigo mío?

—Apenas un centenar de problemas, como cada día, y todos urgentes.

—Supongo que sería inútil pedirte que reposaras un poco.

—El día que no haya ningún problema que resolver, descansaré.