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Saliendo de la extremidad superior del mástil doble y llegando hasta la bóveda, la vela de lino rectangular era hinchada por el viento norte, y la embarcación real, rápidamente, remontaba la corriente en dirección a Tebas. En la proa, el capitán sondeaba de nuevo el Nilo por medio de una larga pértiga; conocía tan bien la corriente y el emplazamiento de los bancos de arena que ninguna maniobra en falso comprometería el viaje de Ramsés y de Mat-Hor. El propio faraón había izado la vela, mientras su joven esposa descansaba en una cabina adornada de flores y el cocinero desplumaba un pato que prepararía para la cena. Tres timoneles mantenían el gobernalle, provisto de dos ojos mágicos que indicaban la dirección correcta, un marinero tomaba agua del río agarrándose con una mano a la batayola, un grumete ágil como un mono trepaba hasta lo alto del mástil para ver a lo lejos y avisar al capitán de la eventual presencia de hipopótamos.

La tripulación había bebido, deleitándose, un caldo excepcional del gran viñedo de Pi-Ramsés, que databa del año 22 del reinado, año memorable durante el que se había firmado el tratado de paz con el Hatti. De incomparable calidad, el vino había sido conservado en jarras de terracota rosada, de forma cónica y gollete recto cerrado por un tapón de arcilla y paja. En los flancos, flores de loto y una representación de Bes, el señor de la iniciación a los grandes misterios, personaje achaparrado de gran torso y piernas cortas, que sacaba la lengua roja para expresar la omnipotencia del Verbo.

Tras haber saboreado el aire vivificador que corría por el río, Ramsés entró en la cabina principal, Mat-Hor ya estaba despierta. Perfumada con jazmín, con los pechos desnudos y vestida tan solo con una falda muy corta, era la seducción en persona.

—El faraón es el señor del fulgor —dijo con voz suave—, la estrella fugaz seguida por surcos de fuego, el toro indomable de acerados cuernos, el cocodrilo en las aguas al que nadie puede acercarse, el alcohol que se apodera de su presa, el divino grifo al que nadie puede vencer, la tempestad que estalla, la llama que atraviesa las espesas tinieblas.

—Conoces bien nuestros textos tradicionales, Mat-Hor.

—La literatura egipcia es una de las disciplinas que he estudiado. Todo lo que se ha escrito sobre el faraón me apasiona, ¿no es acaso el hombre más poderoso del mundo?

—Entonces también debes saber que el faraón detesta el halago.

—Soy sincera; este es el instante más feliz de mi vida. He soñado con vos, Ramsés, mientras mi padre os combatía. Estaba convencida de que sólo el sol de Egipto me haría tan dichosa. Hoy sé que tenía razón.

La muchacha se acurrucó contra la pierna derecha de Ramsés y la abrazó con ternura.

—¿Se me prohíbe amar al señor de las Dos Tierras?

El amor de una mujer… Hacía mucho tiempo que Ramsés ni siquiera pensaba en ello. Nefertari había sido el amor; Iset la bella la pasión, y aquellas dos felicidades pertenecían ya al pasado. La joven hitita despertaba en él el deseo que creía extinguido. Sabiamente perfumada, ofrecida sin mostrarse lánguida, sabía hacerse atractiva sin perder su nobleza; a Ramsés le conmovió su salvaje belleza y el encanto de sus almendrados ojos negros.

—Eres muy joven, Mat-Hor.

—Soy una mujer, majestad, y también vuestra esposa; ¿no tengo el deber de conquistaros?

—Ven a proa y descubre la tierra de Egipto; ella es mi esposa.

El rey cubrió con un manto blanco los hombros de Mat-Hor y la llevó a la proa del barco. Le indicó el nombre de las provincias, las ciudades y las aldeas, describió sus riquezas, detalló el sistema de irrigación, evocó las costumbres y las fiestas.

Y llegaron a Tebas.

En la orilla de Oriente, los ojos maravillados de Mat-Hor contemplaron el inmenso templo de Karnak y el santuario del ka de los dioses, el luminoso Luxor. En la orilla de Occidente, dominada por la Cima donde residía la diosa del silencio, la hitita enmudeció de admiración ante el Ramesseum, el templo de millones de años de Ramsés, y el gigantesco coloso que encarnaba en la piedra el ka del rey, asimilado a una potencia divina.

Mat-Hor comprobó que uno de los nombres del faraón, «el que se parece a la abeja», estaba plenamente justificado, pues Egipto era una colmena donde la ociosidad estaba de más. Todos tenían una función que cumplir, respetando una jerarquía de deberes. En el propio templo, la actividad era incesante: cerca del santuario se atareaban los cuerpos de oficios, mientras que, en el interior, los iniciados celebraban los ritos. Durante la noche, los observadores del cielo hacían sus cálculos astronómicos.

Ramsés no concedió tiempo alguno de adaptación a la nueva gran esposa real. Alojada en el palacio del Ramesseum, tuvo que someterse a las exigencias de su cargo y aprender su oficio de reina. Enseguida comprendió que obedecer era indispensable para conquistar a Ramsés.

El carro real se detuvo ante la entrada de la aldea de Deir-el-Medineh, custodiada por la policía y el ejército. Le seguía un convoy que aportaba a los artesanos, encargados de excavar y decorar las tumbas de los Valles de los Reyes y las Reinas, los alimentos habituales: hogazas de pan, sacos de habichuelas, verduras frescas, pescado de primera calidad, bloques de carne seca y adobada. La Administración proporcionaba también sandalias, tejidos y ungüentos.

Mat-Hor se apoyó en el brazo de Ramsés para bajar del carro.

—¿Qué venimos a hacer aquí?

—Algo esencial para ti.

Bajo las aclamaciones de los artesanos y sus familias, la pareja real se dirigió hacia la casa blanca de dos pisos del jefe de la comunidad, un cincuentón cuyo genio de escultor despertaba la admiración de todo el mundo.

—¿Cómo agradecer a vuestra majestad su generosidad? —preguntó inclinándose.

—Conozco el valor de tu mano, sé que tú y tus hermanos ignoráis la fatiga. Soy vuestro protector y enriqueceré a vuestra comunidad para que sus obras sean inmortales.

—Ordenad, majestad, y actuaremos.

—Ven conmigo, te mostraré el emplazamiento de las dos obras que deben iniciarse inmediatamente.

Cuando el carro real tomó la ruta que llevaba al Valle de los Reyes, Mat-Hor fue presa de la angustia. La visión de los acantilados abrumados por el sol, de los que toda vida parecía ausente, le puso el corazón en un puño. Arrancada del lujo y las comodidades de palacio, sufría el choque de la piedra y el desierto.

En el umbral del Valle de los Reyes, custodiado día y noche, unos sesenta dignatarios, de diversas edades, aguardaban a Ramsés. Con la cabeza afeitada, el pecho cubierto por un ancho collar, vestidos con un paño lago y plisado, sujetaban un báculo cuyo mango de sicomoro era coronado por una pluma de avestruz.

—Son mis «hijos reales» —explicó Ramsés.

Los dignatarios levantaron sus báculos, formaron un arco de honor y, luego, siguieron en procesión al monarca.

Ramsés se inmovilizó cerca de la entrada de su propia tumba.

—Aquí excavarás una inmensa tumba[6] con salas de columnas y tantas cámaras funerarias como «hijos reales» haya. En compañía de Osiris, les protegeré para siempre —le ordenó al jefe de la comunidad de Deir-el-Medineh.

Ramsés entregó al maestro de obras el plano que él mismo había trazado sobre papiro.

—He aquí la morada de eternidad de la gran esposa real Mat-Hor; excavarás la tumba en el Valle de las Reinas, a cierta distancia de la de Iset la bella y lejos de la de Nefertari.

La joven hitita palideció.

—Mi tumba, pero…

—Ésa es nuestra tradición —precisó Ramsés—. En cuanto un ser recibe la carga de pesadas obligaciones, debe pensar en el más allá. La muerte es nuestra mejor consejera, pues sitúa nuestras acciones en su justo lugar y permite distinguir lo esencial de lo secundario.

—¡Pero yo no quiero sumirme en tristes pensamientos!

—Ya no eres una mujer como las demás, Mat-Hor, no eres ya una princesa hitita a la que sólo preocupa su placer, eres la reina de Egipto. Por lo tanto, sólo cuenta tu deber; para comprenderlo, debes encontrarte con tu propia muerte.

—¡Me niego!

La mirada de Ramsés hizo que Mat-Hor lamentara, de inmediato, haber pronunciado estas palabras. La hitita cayó de rodillas.

—Perdonadme, majestad.

—Levántate, Mat-Hor; no eres mi sierva sino la de Maat, la Regla del universo que creó Egipto y le sobrevivirá. Ahora, vayamos hacia tu destino.

Orgullosa a pesar de su miedo, consiguiendo dominar su angustia, la joven hitita descubrió el Valle de las Reinas que, a pesar de su carácter desértico, le pareció menos austero que el de los Reyes. Como el paraje no estaba rodeado por altos acantilados, sino abierto al mundo de los vivos, al que sentía cercano, Mat-Hor se concentró en la pureza del cielo y recordó la belleza de los paisajes del verdadero valle, el del Nilo, donde pensaba vivir innumerables horas de alegría y de placer.

Ramsés pensaba en Nefertari, que descansaba allí, en la sala de oro de una magnífica morada de eternidad donde resucitaba a cada instante en forma de fénix, de rayo de luz o de soplo de viento, elevándose hasta las extremidades del mundo. Nefertari, que bogaba en una barca, por el fluido celestial, en el corazón de la luz.

Mat-Hor permaneció silenciosa, sin atreverse a interrumpir la meditación del rey. Pese a la gravedad del lugar y del momento, se sintió profundamente turbada por su prestancia y su poder. Fueran cuales fuesen las pruebas que debiera superar, la hitita lograría su objetivo: seducir a Ramsés.