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La princesa se enfrentó a Merenptah.

—¡Esta espera me resulta insoportable! Llevadme inmediatamente a Egipto.

—Tengo orden de garantizar vuestra seguridad; mientras dure esta sequía anormal, sería imprudente ponerse en camino.

—¿Por qué no interviene el faraón?

Una gota cayó en el hombro izquierdo de la princesa, la segunda se aplastó en su mano diestra. Merenptah y ella levantaron al mismo tiempo los ojos al cielo, cubierto de pronto de negras nubes. Zigzagueó un relámpago, seguido del estruendo de un trueno, y se inició una abundante lluvia. En pocos minutos descendió la temperatura.

El invierno, frío y lluvioso, de acuerdo con la ley de las estaciones, terminó con el estío y la sequía.

—He aquí la respuesta de Ramsés —dijo Merenptah.

La princesa hitita echó la cabeza atrás, abrió la boca y bebió glotonamente el agua del cielo.

—¡Partamos, partamos pronto!

Ameni iba y venía ante la puerta de la alcoba del rey. Sentado, con los brazos cruzados, huraño, Setaú miraba fijamente al frente. Kha leía un papiro mágico cuyas fórmulas salmodiaba interiormente. Por décima vez, por lo menos, Serramanna limpiaba su corta espada con un trapo empapado en aceite de linaza.

—¿A qué hora ha salido el faraón del templo de Set? —preguntó el sardo.

—Al amanecer —respondió Ameni.

—¿Ha hablado con alguien?

—No, no ha dicho una sola palabra —declaró Kha—. Se ha encerrado en su habitación, he llamado a la médico en jefe del reino y ha aceptado recibirla.

—¡Hace más de una hora que está examinándole! —protestó Setaú.

—Visibles o no, las quemaduras de Set son temibles —advirtió el sumo sacerdote—. Confiemos en la ciencia de Neferet.

—Le he proporcionado varios remedios para la salud del corazón —recordó Setaú.

Por fin se abrió la puerta.

Los cuatro hombres rodearon a Neferet.

—Ramsés está fuera de peligro —afirmó la médico en jefe del reino—; una jornada de reposo y el rey reanudará el curso normal de sus actividades. Abrigaos: el tiempo será fresco y húmedo.

La lluvia comenzaba a caer sobre Pi-Ramsés.

Unidos como hermanos bajo el mando de Merenptah, egipcios e hititas cruzaron Canaán, tomaron la ruta costera presidida por el Sinaí y entraron en el Delta. A cada alto se iniciaba la fiesta en los fortines; durante el viaje, varios soldados cambiaron sus armas por trompetas, flautas y tamboriles.

La princesa hitita devoró con la mirada los verdeantes paisajes, se admiró ante las palmeras, los fértiles campos, los canales de irrigación, los bosques de papiro. El mundo que iba descubriendo en nada se parecía a la ruda meseta anatolia de su juventud.

Cuando el cortejo llegó a la vista de Pi-Ramsés, las calles estaban llenas de gente; nadie podía decir como había corrido la noticia, pero todos sabían que la hija del emperador del Hatti iba a entrar muy pronto en la capital de Ramsés el Grande. Los ricos se mezclaban con los pobres, los notables se codeaban con los peones, la alegría ensanchaba los corazones.

—Es extraordinario —comentó Uri-Techup, situado en primera fila entre los espectadores—. Este faraón ha conseguido lo imposible.

—Ha dominado al dios Set y nos ha devuelto la lluvia —comentó la dama Tanit, deslumbrada también—. Sus poderes son infinitos.

—Ramsés es el agua y el aire para su pueblo —añadió un tallador de piedra—; su amor es parecido al pan que comemos y a las telas que nos visten. Es el padre y la madre de todo el país.

—Su mirada sondea los espíritus y hurga en las almas —añadió una sacerdotisa de la diosa Hator.

Uri-Techup estaba vencido. ¿Cómo luchar contra un faraón poseído por un poder sobrenatural? Ramsés dominaba los elementos, modificaba el tiempo en la propia Asia, reinaba sobre una cohorte de genios capaces de vencer a cualquier ejército. Y, como el hitita presentía, nada había podido oponerse al buen desarrollo del viaje de la hija del emperador. Cualquier ataque contra el convoy habría sido condenado al fracaso.

El antiguo general en jefe de los guerreros de Anatolia se sobrepuso. No iba a sucumbir, también él, a la magia de Ramsés. Su único objetivo era terminar con aquel hombre que había arruinado su carrera y reducido el orgulloso Hatti al estado de vasallo. Fueran cuales fuesen sus poderes, aquel faraón no dejaba de ser un humano, con sus debilidades y sus insuficiencias. Embriagado por sus victorias y su popularidad, Ramsés acabaría perdiendo la lucidez; el tiempo corría en su contra.

¡E iba a desposarse con una princesa hitita! Por sus venas corría la sangre de una nación indomable y ávida de revancha. Creyendo sellar la paz con esta unión, Ramsés cometía tal vez una grave equivocación.

—¡Aquí está! —gritó la dama Tanit, y su aclamación fue repetida por miles de entusiasmados pechos.

La princesa acababa de maquillarse en el interior de su carro. Se pintó los párpados con pigmento verde a base de silicato de cobre hidratado y trazó un óvalo negro alrededor de sus ojos, aplicando con un bastoncillo un maquillaje compuesto por sulfuro de plomo, plata y carbón vegetal. Contempló su obra en un espejo y quedó satisfecha. Su mano no había temblado.

Ayudada por Merenptah, la joven hitita bajó del carro.

Su belleza dejó pasmada a la muchedumbre. Vestida con una larga túnica verde que ponía de relieve su tez de nácar, la princesa tenía el porte de una reina.

De pronto, todas las cabezas se volvieron hacia la avenida principal de la ciudad, por donde ascendía el característico ruido formado por el galope de los caballos y el chirrido de las ruedas de un carro.

Ramsés el Grande salía al encuentro de su futura esposa.

Los dos caballos, jóvenes y fogosos, eran descendientes de la pareja que, junto con el león Matador, habían sido los únicos aliados del faraón en Kadesh, cuando sus soldados le habían abandonado frente a la marea hitita. Los dos soberbios corceles iban engalanados con un penacho de plumas rojas con el extremo azul; en el lomo, una manta de algodón, rojo, azul y verde. Las riendas estaban atadas a la cintura del monarca, que llevaba en la mano diestra el cetro de iluminación.

Chapado de oro, el carro avanzaba rápidamente, sin sobresaltos. Ramsés dirigía los caballos con la voz, sin que le fuera necesario alzar el tono. Tocado con la corona azul, que recordaba el origen celestial de la monarquía faraónica, el soberano parecía ir vestido de oro de la cabeza a los pies. Sí, el sol seguía su curso iluminando con sus rayos a sus súbditos. Cuando el carro se detuvo, a pocos metros de la princesa hitita, las nubes grises se desgarraron y el sol reinó como dueño absoluto de un cielo de nuevo azul. ¿No era Ramsés, el Hijo de la Luz, autor de ese nuevo milagro?

La muchacha mantuvo los ojos bajos. El rey advirtió que había optado por la sencillez. Un discreto collar de plata, pequeños brazaletes del mismo metal, un simple vestido… La ausencia de artificios ponía de manifiesto su soberbio cuerpo.

Kha se aproximó a Ramsés y le entregó un jarro de loza azul.

Ramsés ungió la frente de la princesa con óleo fino.

—He aquí la unción de esponsales —declaró el faraón—. Este gesto te convierte en la gran esposa real del señor de las Dos Tierras. Que las fuerzas malignas se aparten de ti. Naces, en este día, a tu función, de acuerdo con la regla de Maat, y tomas el nombre de «La que ve a Horus y la perfección de la luz divina».[5] Mírame, Mat-Hor, esposa mía.

Ramsés tendió los brazos hacia la joven que, muy lentamente, puso sus manos en las del faraón. Ella, que nunca había conocido el miedo, estaba aterrorizada. Tras haber esperado tanto ese momento, en el que iba a desplegar todos sus encantos para seducirle, ahora temía desvanecerse como una niñita asustada. Se desprendía de Ramsés tal magnetismo que tuvo la impresión de tocar la carne de un dios y zambullirse en otro mundo, en el que no tenía punto de orientación alguno. Seducirle… La muchacha mesuraba ahora la vanidad de sus designios, pero era demasiado tarde para retroceder, aunque hubiese deseado huir y regresar al Hatti, lejos, muy lejos de Ramsés.

Con las manos prisioneras de las del rey, se atrevió a levantar los ojos y a mirarle.

A los cincuenta y seis años, Ramsés era un hombre magnífico de inigualable prestancia. Con la frente amplia, despejada, las arcadas superciliares sobresalientes, abundantes cejas, penetrantes los ojos, pómulos prominentes, la nariz larga, delgada y aguileña, las orejas redondas y finamente dibujadas, ancho el busto, era la unión soñada de la fuerza y el refinamiento.

Mat-Hor, la hitita convertida en egipcia, se enamoró de él inmediatamente con la violencia de las mujeres de su sangre.

Ramsés la invitó a subir a su carro.

—En el trigésimo cuarto año de mi reinado, la paz con el Hatti queda firmada para siempre —declaró el faraón con una voz sonora que llegó hasta el cielo—. Se depositarán estelas consagradas a este matrimonio en Karnak, Pi-Ramsés, Elefantina, Abu Simbel y en todos los santuarios de Nubia. Se celebrarán festejos en todas las ciudades y todas las aldeas, y se beberá el vino ofrecido por palacio. A partir de hoy, las fronteras entre Egipto y el Hatti quedan abiertas; que circulen libremente las personas y los bienes por el interior de un vasto espacio del que estarán ausentes la guerra y el odio.

Un formidable clamor acogió las palabras de Ramsés.

Presa, a su pesar, de la emoción, Uri-Techup unió su voz al regocijo.