Jadeante, con los ojos enrojecidos y el pecho cargado, Ameni había cogido frío. Las noches de febrero eran glaciales y el pálido sol de la jornada no bastaba para caldear la atmósfera. Ameni, sin embargo, había encargado gran cantidad de leña para el hogar, pero la entrega se demoraba. De muy mal humor, se disponía a descargar su cólera en uno de sus subordinados cuando un correo del ejército depositó en su mesa un mensaje procedente de la fortaleza de Aya, en Siria del Sur.
Pese a una serie de estornudos, Ameni descifró el texto codificado, se puso un manto de lana sobre su túnica de grueso lino, se cubrió el cuello con un pañuelo y, a pesar de sus ardientes bronquios, corrió hacia el despacho de Ramsés.
—Majestad… ¡Una noticia increíble! La hija de Hattusil ha llegado a Aya. El comandante de la fortaleza aguarda vuestras instrucciones.
A hora tan avanzada, el rey trabajaba a la luz de candiles de aceite cuya mecha no producía humo alguno. Colocados en altos soportes de madera de sicomoro, dispensaban una luz suave y bien distribuida.
—Se trata forzosamente de un error —consideró Ramsés—; Hattusil me habría avisado de la partida de su hija.
—El comandante de la fortaleza se halla ante un ejército hitita que se presenta como… un cortejo nupcial.
El rey se levantó y comenzó a caminar por el vasto despacho, caldeado por unos braseros.
—Una artimaña, Ameni; una artimaña del emperador para comprobar la extensión de su poder en el propio interior del Hatti. El convoy podría haber sido atacado por militares insumisos.
—¡Y como cebo… su propia hija!
—Ahora, Hattusil debe sentirse tranquilo; que Merenptah salga inmediatamente hacia Siria con el cuerpo expedicionario previsto para proteger a la princesa. Ordena al comandante de la fortaleza de Aya que abra sus puertas y reciba a los hititas.
—¿Y si…?
—Correré ese riesgo.
Tan sorprendidos los unos como los otros, hititas y egipcios confraternizaron, festejaron, bebieron y comieron juntos como viejos compañeros de armas. Putuhepa podía regresar tranquila a Hattusa, mientras su hija, acompañada por dignatarios y algunos soldados hititas, seguiría su camino hacia Pi-Ramsés, bajo la protección de Merenptah.
Mañana tendría lugar la separación definitiva; con los ojos llenos de lágrimas, la emperatriz contempló a su hija, bella y conquistadora.
—¿No lo lamentas en absoluto? —preguntó Putuhepa.
—¡Nunca he estado tan contenta!
—No volveremos a vernos.
—Es ley de vida. A cada cual su destino… ¡Y el mío es fabuloso!
—Sé feliz, hija mía.
—¡Ya lo soy!
Herida, Putuhepa ni siquiera besó a su hija. El último vínculo acababa de romperse.
—Es por completo anormal —advirtió el comandante de la fortaleza de Aya, un militar de carrera con el rostro cuadrado y la voz enronquecida—. En esta estación las montañas deberían estar cubiertas de nieve y debería llover cada día. Si prosigue la canícula, nos faltará agua para las cisternas.
—Hemos avanzado a marchas forzadas —recordó Merenptah—, y debo lamentar varios enfermos. Por el camino, muchas fuentes y pozos se han secado, temo arrastrar a la princesa a una aventura muy peligrosa.
—Muy anormal —repitió el comandante—; sólo una divinidad puede provocar esta perturbación.
Merenptah temía escuchar esta opinión.
—Temo que tengáis razón. ¿Disponéis de una estatua protectora en esta fortaleza?
—Sí, pero sólo nos libra de los malos espíritus de los alrededores; no es lo bastante potente como para modificar el clima. Sería preciso implorar a una divinidad cuya energía pueda compararse a la del cielo.
—¿Tenéis reservas de agua suficientes para nuestro viaje de regreso?
—¡Lamentablemente, no! Tendréis que quedaros aquí y esperar la lluvia.
—Si el falso estío dura, no habrá suficiente agua para los egipcios y los hititas.
—Estamos en invierno, la sequía tiene que terminar pronto.
—Vos mismo lo habéis advertido, comandante: no es natural. Partir es arriesgado, pero quedarse no lo es menos.
El oficial frunció el entrecejo.
—Entonces… ¿qué pensáis hacer?
—Informar a Ramsés. Sólo él sabrá actuar.
Kha desenrolló sobre la mesa de Ramsés los tres largos papiros que había descubierto en los archivos de la Casa de Vida de Heliópolis.
—Los textos son muy claros, majestad; un solo dios reina sobre el clima de Asia: Set. Pero ningún colegio de magos está cualificado para ponerse directamente en contacto con él. A ti, y sólo a ti, corresponde dialogar con Set para que las estaciones vuelvan a la normalidad. Sin embargo…
—Habla, hijo mío.
—Sin embargo, soy hostil a esta gestión. El poder de Set es peligroso e incontrolable.
—¿Temes acaso mi propia debilidad?
—Eres el hijo de Seti, pero modificar el clima exige manejar el relámpago, el rayo y la tempestad… Ahora bien, Set es imprevisible. Y Egipto te necesita. Enviemos a Siria varias estatuas divinas y un convoy de reavituallamiento.
—¿Crees que Set los dejará pasar?
Kha inclinó la cabeza.
—No, majestad.
—Así pues, no tengo elección. O venzo en el combate que me ofrece, o bien Merenptah, la princesa hitita y todos sus compañeros morirán de sed.
El primogénito de Ramsés no podía oponer a su padre argumento alguno.
—Si no regreso del templo de Set —le dijo el faraón a Kha—, sé mi sucesor y entrega tu vida a Egipto.
La princesa hitita, alojada en los aposentos del comandante de la fortaleza, exigió hablar con Merenptah. Éste enseguida descubrió que era nerviosa y autoritaria, pero se comportó con la consideración que merecía una gran dama.
—¿Por qué no salimos inmediatamente hacia Egipto?
—Porque es imposible, princesa.
—El tiempo es magnífico.
—Nos amenaza una fuerte sequía en la estación de las lluvias, y nos falta agua.
—¡Pero no vamos a echar raíces en esta horrible fortaleza!
—El cielo nos es adverso; una voluntad divina nos tiene clavados aquí.
—¿Acaso vuestros magos son unos incapaces?
—He recurrido al más importante de todos ellos: el propio Ramsés.
La princesa sonrió.
—Sois un hombre inteligente, Merenptah; le hablaré de vos a mi esposo.
—Esperemos, princesa, que el cielo escuche nuestras plegarias.
—¡No lo dudéis! No he llegado hasta aquí para morir de sed. ¿Acaso no están el cielo y la tierra en manos del faraón?
Ni Setaú ni Ameni habían conseguido modificar la decisión del soberano. Durante la cena, Ramsés había comido un pedazo de carne cortada del muslo de un buey, animal que encarnaba el poder de Set, y bebido el fuerte vino de los oasis, colocado bajo la protección del mismo dios. Luego, tras haber purificado su boca con sal, exudación de sed, portador de este fuego terrestre indispensable para la conservación de los alimentos, se había recogido ante la estatua de su padre que, con su nombre, se había atrevido a proclamarse el representante terrenal del señor de la tormenta.
Sin la ayuda de Seti, Ramsés no tenía posibilidad alguna de convencer a Set. Un solo error, un gesto ritual aproximado, un pensamiento desviado y el rayo caería. Frente al poder en estado bruto, una sola arma: la rectitud. Aquella rectitud que Seti había enseñado a Ramsés al iniciarle en las funciones de faraón.
En mitad de la noche, el rey entró en el templo de Set, erigido en el paraje de Avaris, la hollada capital del invasor hicso. Un lugar consagrado al silencio y a la soledad, un lugar donde sólo el faraón podía penetrar sin temor a ser aniquilado.
Frente al dios Set, era preciso vencer el miedo, lanzar luego una ígnea mirada al mundo, conocerlo en su violencia y sus convulsiones, y convertirse en la fuerza en sus orígenes, en el corazón del cosmos, allí donde no penetraba la inteligencia humana.
En el altar, Ramsés depositó una copa de vino y una miniatura de acacia que representaba un órix. Capaz de resistir los extremados calores del desierto y de sobrevivir en aquel medio hostil, el órix estaba habitado por la llama de Set.
—El cielo está en tus manos —dijo el rey al dios—, la tierra bajo tus pies. Lo que ordenas se produce. Tú provocaste calor y sequía, devuélvenos la lluvia de invierno.
La estatua de Set no reaccionó, sus ojos siguieron fríos.
—Soy yo, Ramsés, hijo de Seti, el que habla. Ningún dios tiene derecho a perturbar el orden del mundo y el curso de las estaciones, toda divinidad debe someterse a la Regla. Y tú debes respetarla igual que los demás.
Los ojos de la estatua se enrojecieron; un brusco calor invadió el santuario.
—No dirijas tu poder contra el faraón; en él se reúnen Horus y Set. Estás en mí y utilizo tu fuerza para combatir las tinieblas y apartar el desorden. ¡Obedéceme Set, haz que llueva en las regiones del Norte!
Los relámpagos surcaron el cielo y estalló el trueno sobre Pi-Ramsés.
Comenzaba una noche de combate.