31

Lánguida, colmada, con el cuerpo embriagado por el ardor de su amante, la dama Tanit se tendió sobre el poderoso torso de Uri-Techup.

—¡Hazme otra vez el amor, te lo suplico!

El hitita habría cedido de buena gana, pero el ruido de unos pasos le alertó. Se levantó y sacó una corta espada de su vaina.

Llamaron a la puerta de la alcoba.

—¿Quién esta ahí?

—El intendente.

—¡Te había prohibido que nos molestaras! —se encolerizó la dama Tanit.

—Se trata de un amigo de vuestro marido… Afirma que es muy urgente.

La fenicia retuvo por la muñeca a Uri-Techup.

—Tal vez sea una trampa.

—Sé defenderme.

Uri-Techup llamó a un hitita que montaba guardia en el jardín de la mansión. Orgulloso de servir al ex general en jefe, presentó su informe en voz baja y desapareció.

Cuando su amante entró de nuevo en la habitación, la dama Tanit, desnuda, se le arrojó al cuello y le cubrió de besos. Como enseguida se dio cuenta de que estaba preocupado, se apartó para servirle una copa de vino fresco.

—¿Qué ocurre?

—Nuestro amigo Raia ha muerto.

—¿Un accidente?

—Ha caído del techo intentando escapar de Serramanna.

La fenicia palideció.

—¡Maldito sardo! Pero… acabará llegando hasta ti.

—Es posible.

—¡Hay que huir ahora mismo!

—De ningún modo. Serramanna acecha el menor fallo; si Raia no ha tenido tiempo de hablar, sigo fuera de su alcance. Después de todo, la desaparición del mercader sirio es una buena noticia. Comenzaba a perder la sangre fría. Ahora ya no le necesito, puesto que estoy en contacto directo con los libios.

—¿Y si… nos limitáramos a nuestra felicidad?

Uri-Techup manoseó con violencia los pechos de la dama Tanit.

—Limítate a ser una esposa dócil y silenciosa, y te haré feliz.

Cuando la devoró como una golosina, ella desfalleció de placer.

Los cazadores presentaron las pieles de animales a Techonq. El libio elegía personalmente la materia prima; sólo confiaba en su propio juicio y se mostraba extremadamente severo, rechazando tres cuartas partes de la mercancía ofrecida. Por la mañana, había abroncado a dos cazadores que le suministraron pieles de mala calidad.

De pronto, alguien arrojó a sus pies una túnica de coloreadas franjas.

—¿La reconoces? —preguntó Serramanna.

Con un súbito dolor en el abdomen, el libio posó las manos en su redonda panza.

—Es… una prenda corriente.

—Examínala con atención.

—Os aseguro… No veo nada más…

—Voy a ayudarte, Techonq, porque me caes simpático. Esta túnica pertenecía al mercader sirio Raia, un turbio personaje que no tenía la conciencia tranquila y se mató, estúpidamente, intentando huir. Su pasado de espía ha subido de pronto a la superficie, según parece. Estoy seguro de que erais amigos o, más bien, cómplices.

—Yo no trataba a ese…

—No me interrumpas, Techonq. No tengo pruebas, pero no dudo de que el difunto Raia, tú y Uri-Techup os habíais aliado para eliminar a Ramsés. La muerte del sirio es una advertencia: si tus hombres siguen intentando perjudicar al rey, acabarán como Raia. Ahora, me gustaría cobrar lo que me debes.

—Haré que lleven a vuestra casa un escudo de cuero y unas sandalias de lujo.

—Satisfactorio inicio… ¿Tienes algún nombre que darme?

—Entre los libios todo está tranquilo, señor Serramanna. Reconocen la autoridad de Ramsés.

—Pues que siga así. Hasta pronto, Techonq.

Apenas se hubo alejado el caballo de Serramanna cuando el libio, con las manos crispadas sobre su vientre, corrió hacia los excusados.

El emperador Hattusil no estaba de acuerdo con su esposa Putuhepa. Por lo general, la emperatriz apreciaba la sagacidad de su esposo y lo acertado de sus opiniones; pero esta vez habían mantenido una violenta pelea.

—Hay que avisar a Ramsés de la partida de nuestra hija —insistió Putuhepa.

—No —repuso el emperador—; es preferible aprovechar la ocasión para saber si algunos militares facciosos tienen capacidad para actuar contra nosotros.

—Contra nosotros… ¡Contra tu hija y su escolta, querrás decir! ¿Te das cuenta de que pretendes utilizar a tu propia hija como cebo?

—No correrá riesgo alguno, Putuhepa; en caso de agresión, los mejores soldados hititas la protegerán y aniquilarán a los rebeldes. Así mataremos dos pájaros de un tiro: eliminaremos los restos de la oposición militar a nuestra política y sellaremos la paz con Ramsés.

—Mi hija no debe correr riesgo alguno.

—Mi decisión está tomada: partirá mañana. Sólo cuando haya llegado a la frontera de la zona de influencia egipcia, tras haber cruzado el Hatti, avisaremos a Ramsés de la llegada de su futura esposa.

¡Qué frágil parecía la joven princesa entre oficiales y soldados hititas de pesadas corazas y amenazadores cascos! Provisto de armas nuevas, dotado de caballos jóvenes y en plena salud, el destacamento de élite encargado de escoltarla parecía invencible. El emperador Hattusil sabía que su hija corría riesgos, pero la ocasión era demasiado buena. ¿Acaso un jefe de Estado no debía dar primacía a su poder, en detrimento, a veces, de su propia familia?

Varios carros transportaban la dote de la princesa y las ofrendas a Ramsés el Grande: oro, plata, bronce, telas, joyas. Y un regalo al que el faraón sería especialmente sensible: diez magníficos caballos que él mismo cuidaría y que, en adelante, tendrían el honor de tirar de su carro.

El cielo estaba despejado, el calor era anormal. Bajo sus mantos de invierno, los soldados se asfixiaban y sudaban. Febrero parecía, de pronto, un mes de estío. La anomalía no podía durar; dentro de unas horas, sin duda alguna, la lluvia caería y llenaría las cisternas.

La princesa se arrodilló ante su padre, que la ungió con el óleo de los esponsales.

—El propio Ramsés celebrará la unción del matrimonio —anunció—; buen viaje, futura reina de Egipto.

El convoy se puso en marcha. Tras el carro donde se había instalado la muchacha, otro vehículo del mismo tamaño e igualmente confortable.

Detrás, sentada en un tronco de madera ligera, la emperatriz Putuhepa.

—Parto con mi hija —le dijo al emperador al pasar ante él— y la acompañaré hasta la frontera.

Montañas hostiles, caminos escarpados, inquietantes gargantas, espesos golpes en los que oía ocultarse el agresor… La emperatriz Putuhepa tenía miedo de su propio país. Ciertamente, los soldados permanecían ojo avizor y su número debería haber desalentado a cualquier asaltante. Pero el Hatti había sido, durante mucho tiempo, teatro de luchas intestinas y sangrientas; tal vez el propio Uri-Techup o uno de sus émulos intentara suprimir a la princesa, símbolo de la paz.

Lo más penoso era la ausencia de invierno, pues preparados para este período, sus cuerpos sufrían el ardiente sol y la sequía; una insólita fatiga se acumulaba, haciendo abrumador el viaje. Putuhepa advirtió que la vigilancia de la escolta disminuía y declinaban las fuerzas de los oficiales. ¿Serían capaces de enfrentarse a un ataque masivo?

La princesa permanecía imperturbable, como si la prueba no hiciera mella en su cuerpo. Altiva, iluminaba el camino con la hosca voluntad de alcanzar su objetivo. Cuando los pinos rumoreaban, cuando el canto de un torrente recordaba la carrera de hombres armados, Putuhepa se sobresaltaba. ¿Dónde se ocultaban los sediciosos? ¿Qué estrategia había adoptado? La emperatriz del Hatti despertaba a menudo, acechando el menor ruido sospechoso, y se pasaba el día escrutando los bosques, las abruptas laderas y las orillas de los arroyos.

La princesa y su madre no hablaban. Encerrada en su silencio, la hija de Putuhepa rechazaba cualquier contacto con su antigua existencia; para ella, el Hatti había muerto y el porvenir se llamaba Ramsés.

Sufriendo de calor, sediento, agotado, el convoy dejó atrás Kadesh y llegó al puesto fronterizo de Aya, en Siria del Sur. Allí se levantaba una fortaleza egipcia, en el lindero del territorio controlado por el faraón.

Unos arqueros ocuparon las almenas, la gran puerta se cerró. La guarnición creía que era un asalto. La princesa bajó de su carro y cabalgó en uno de los caballos destinados a Ramsés. Ante la estupefacta mirada de su madre y del jefe del destacamento hitita, galopó hacia la plaza fuerte y se detuvo al pie de las murallas. Ningún arquero egipcio se había atrevido a disparar.

—Soy la hija del emperador del Hatti, futura reina de Egipto —declaró—; Ramsés el Grande me aguarda para celebrar nuestros esponsales. Hacedme un buen recibimiento; de lo contrario, la cólera del faraón os abrasará como el fuego.

Apareció el comandante de la fortaleza.

—¡Lleváis con vos un ejército!

—No es un ejército sino una escolta.

—Esos guerreros hititas parecen amenazadores.

—Os equivocáis, comandante; os he dicho la verdad.

—No he recibido orden alguna de la capital.

—Avisad inmediatamente a Ramsés de mi presencia.