Con el grave rostro iluminado por una leve sonrisa, Kha se presentó ante Ramsés, sentado a su mesa de despacho.
—He buscado tres días y tres noches en la biblioteca de la Casa de Vida de Heliópolis, majestad, y he encontrado el libro de los conjuros que disipará el mal tiempo sobre el Hatti: son los mensajeros de la diosa Sekhmet quienes propagan los miasmas en la atmósfera e impiden al sol atravesar las nubes.
—¿Qué podemos hacer?
—Recitar permanentemente y durante tanto tiempo como sea necesario las letanías destinadas a apaciguar a Sekhmet; cuando la diosa reclame a sus emisarios que se han dirigido a Asia, el cielo se aclarará. Los sacerdotes y las sacerdotisas de Sekhmet han puesto ya manos a la obra. Gracias a las vibraciones de sus cantos y al efecto invisible de los ritos, podemos esperar un rápido resultado.
Kha se retiró cuando aparecía Merenptah. Ambos hermanos se saludaron.
El rey observó a sus hijos, tan distintos y tan complementarios. Ni el uno ni el otro le decepcionaban; ¿no acababa Kha, a su modo, de actuar como un hombre de Estado? Kha tenía la altura de pensamiento necesaria para gobernar, Merenptah la fuerza necesaria para el mando. En cuanto a la hija del monarca, Meritamón, se había instalado en Tebas, donde dirigía los ritos de animación de las estatuas reales, en el santuario de Seti y en el templo de millones de años de Ramsés, al mismo tiempo.
El faraón agradeció a los dioses que le hubieran ofrecido tres hijos excepcionales que, cada uno a su modo, transmitían el espíritu de la civilización egipcia y sentían más apego por sus valores que por su propia persona. Nefertari e Iset la bella podían descansar en paz.
Merenptah se inclinó ante el faraón.
—¿Me has llamado, majestad?
—La hija de Hattusil y de Putuhepa se dispone a salir de la capital hitita hacia Pi-Ramsés. A título diplomático se convertirá en gran esposa real, y la unión sellará de modo definitivo la paz entre el Hatti y Egipto. El pacto podría disgustar a ciertos grupos de interés. Tu misión consistirá en velar por la seguridad de la princesa en cuanto abandone los territorios controlados por el Hatti y entre en nuestros protectorados.
—Que su majestad cuente conmigo. ¿De cuántos hombres puedo disponer?
—Tantos como sean necesarios.
—Un ejército sería inútil, demasiado lento y pesado de mover. Reuniré un centenar de aguerridos soldados, especialistas en estas regiones y bien armados, y a varios mensajeros provistos de los mejores caballos. En caso de ataque, resistiremos; informaré a su majestad regularmente. Si algún correo se retrasara, la fortaleza más cercana podrá enviar ayuda de inmediato.
—Tu misión es de suma importancia, Merenptah.
—No te decepcionaré, padre.
Desde primeras horas de la mañana, un diluvio caía sobre Hattusa, amenazando con inundar la ciudad baja. Comenzaba a reinar el desconcierto, por lo que la emperatriz Putuhepa habló a la población. No sólo los sacerdotes del Hatti no dejaban de implorar la clemencia del dios de la Tormenta sino que se había apelado también a los hechiceros de Egipto.
El discurso de Putuhepa tranquilizó. Horas más tarde, la lluvia cesó; grandes nubes negras cubrían el cielo, pero por el sur apareció un claro. Podían pensar en la partida de la princesa. La emperatriz se dirigió a los aposentos de su hija.
A sus veinticinco años de edad, tenía la salvaje belleza de las anatolias. Los cabellos rubios, los ojos negros y almendrados, la nariz fina, casi puntiaguda, una tez de nácar, bastante alta, con delicadas articulaciones y el porte digno de su alta cuna, la princesa era la sensualidad personificada. En el menor de sus gestos, un toque lánguido revelaba la feminidad dispuesta a ofrecerse y, al mismo tiempo, a escabullirse. No existía un solo dignatario que no hubiera soñado con desposarla.
—El tiempo mejora —dijo Putuhepa.
La princesa peinaba personalmente sus largos cabellos antes de perfumarlos.
—Así pues, debo disponerme a partir.
—¿Estás angustiada?
—¡Al contrario! Ser la primera hitita que se casa con un faraón, ¡y qué faraón!, Ramsés el Grande, cuya gloria apagó el ardor guerrero del Hatti… ¿Cómo iba yo a imaginar más fabuloso destino?
Putuhepa se sorprendió.
—Vamos a separarnos para siempre y nunca volverás a tu país… ¿No te duele eso?
—Soy una mujer y voy a casarme con Ramsés, a vivir en la tierra amada por los dioses, a reinar sobre una corte fastuosa, a gozar de un lujo inaudito, a disfrutar los encantos de un clima inigualable y muchas cosas más. Pero unirme a Ramsés no me basta.
—¿Qué quieres decir?
—Que también deseo seducirle. El faraón no piensa en mí, sino en la diplomacia y la paz, como si yo fuera sólo la frase de un tratado. Le haré cambiar de opinión.
—Puedes llevarte una decepción.
—¿Soy fea y estúpida?
—Ramsés ya no es joven. Tal vez ni siquiera pose su mirada en ti.
—Mi destino me pertenece, nadie podrá ayudarme. Si no soy capaz de conquistar a Ramsés, ¿de qué servirá este exilio?
—Tu matrimonio garantizará la prosperidad de dos grandes pueblos.
—No seré una sierva ni una reclusa, sino una gran esposa real. Ramsés olvidará mis orígenes, reinaré a su lado y todos los egipcios se prosternarán ante mí.
—Eso espero, hija mía.
—Es mi voluntad, madre. Y no es inferior a la tuya.
Aunque no muy vigoroso, el sol reapareció. El invierno se instalaba, con su cortejo de vientos y heladas, pero la ruta que llevaba a los protectorados egipcios pronto sería practicable. A Putuhepa le hubiera gustado hacerse confidencias con su hija, pero la futura esposa de Ramsés se había convertido en una extraña en su propia morada.
Raia no conseguía calmarse.
Una violenta disputa le había enfrentado a Uri-Techup y ambos hombres se habían distanciado, incapaces de llegar a un entendimiento. Para el ex general en jefe del ejército hitita, la boda de la hija de Hattusil con Ramsés podía ser utilizada contra el faraón, por lo que no debían impedir que la princesa cruzara la frontera de Egipto. Para Raia, por el contrario, aquel matrimonio diplomático acababa con las últimas veleidades guerreras.
Renunciando a combatir, Hattusil le seguía el juego a Ramsés. Aquella perspectiva le torturaba tanto que Raia sintió deseos de arrancarle la pequeña barba puntiaguda y desgarrar su túnica de coloreadas franjas. El odio hacia Ramsés se había convertido en la razón principal de su vida, y estaba dispuesto a correr cualquier riesgo para derribar a aquel faraón cuyas colosales estatuas se hallaban en los grandes templos del país. No, el monarca no seguiría teniendo éxito en todo lo que intentaba.
Uri-Techup se adormecía, ahíto de comodidad y de lujuria; Raia, en cambio, no había perdido el sentido del combate. Ramsés era sólo un hombre y sucumbiría a una sucesión de golpes propinados con fuerza y precisión. Ahora lo más urgente era impedir que la princesa hitita llegara a Pi-Ramsés.
Sin avisar a Uri-Techup y a sus amigos hititas, Raia organizaría un atentado con la ayuda de Malfi. Cuando el jefe de las tribus libias supiera que Merenptah, el hijo de Ramsés, iba a la cabeza del cuerpo expedicionario egipcio, se le haría la boca agua. Suprimir, al mismo tiempo, a la princesa hitita, futura esposa de Ramsés, y al hijo menor del rey, sería un golpe espectacular.
Ningún miembro del convoy sobreviviría y el faraón achacaría el atentado al orgulloso respingo de alguna fracción del ejército hitita, hostil a la paz. Sería necesario dispersar por el terreno armas características y abandonar algunos cadáveres de campesinos vestidos como soldados del ejército de Hattusil. Ciertamente la batalla sería feroz y se producirían bajas en las filas libias; pero a Malfi no le detendría ese detalle. La perspectiva de una acción brutal, sangrienta y victoriosa inflamaría al jefe guerrero.
Hattusil perdería a su hija y Ramsés a su hijo. Y ambos soberanos vengarían la afrenta en un conflicto más acerbo que los precedentes. Acha ya no estaba allí para calmar las tensiones. En cuanto a Uri-Techup, se vería ante el hecho consumado. O cooperaba y reconocía su error o sería eliminado. A Raia no le faltaban ideas para corroer el Estado egipcio desde el interior; Ramsés no tendría ni un solo día de reposo.
Llamaron a la puerta del almacén donde el mercader guardaba sus más preciosos jarrones. A una hora tan tardía sólo podía tratarse de un cliente.
—¿Quién es?
—El capitán Rerek.
—¡No quiero verte por aquí!
—He recibido un duro golpe, pero me he librado… Tengo que hablar con vos.
Raia entreabrió la puerta.
El mercader sirio apenas tuvo tiempo de distinguir el rostro del marino. Empujado por la espalda, éste atropelló a Raia, que cayó de culo mientras Serramanna y Setaú se metían en el almacén.
El gigante sardo se dirigió a Rerek.
—¿Cómo se llama este hombre? —preguntó señalando a Raia.
—Ameni —respondió el marino.
Con las manos inmovilizadas por unas esposas de madera y los tobillos atados con una cuerda, Rerek estaba reducido a la inmovilidad. Aprovechando la oscuridad que reinaba en el fondo del almacén, Raia se escabulló como un reptil y trepó por la escalera que llevaba al techo. Con un poco de suerte, despistaría a sus perseguidores.
Sentada en una de las esquinas del techo, una hermosa nubia le dirigió una severa mirada.
—No sigáis adelante.
Raia sacó un puñal de la manga derecha de su túnica.
—¡Apártate o te mato!
Cuando levantó el brazo dispuesto a golpear; una víbora jaspeada le mordió en el talón derecho. El dolor fue tan intenso que Raia soltó el arma, tropezó con un reborde, perdió el equilibrio y cayó al vacío.
Cuando Serramanna se inclinó sobre el mercader sirio, hizo una mueca de despecho. En su caída, Raia se había desnucado.