Un viento helado y violento barría las murallas de Hattusa, la capital fortificada del Imperio hitita. En la altiplanicie de Anatolia, el otoño se había transformado bruscamente en invierno. Lluvias torrenciales embarraban los caminos y dificultaban los desplazamientos de los comerciantes. Friolento, el emperador Hattusil se agazapaba junto al hogar bebiendo vino caliente.
La carta que acababa de recibir de Ramsés le alegraba en sumo grado. El Hatti y Egipto nunca estarían ya en guerra; aunque el ejercicio de la violencia fuera a veces necesario, Hattusil prefería la diplomacia. El Hatti era un imperio envejecido, cansado de excesivos combates; desde el tratado firmado con Ramsés, el pueblo se acostumbraba a la paz. Finalmente regresó Putuhepa. La emperatriz había pasado varias horas en el templo de la Tempestad, para consultar allí los oráculos. Bella, majestuosa, la suma sacerdotisa era una soberana respetada, incluso por los generales.
—¿Traes nuevas noticias? —preguntó Hattusil, inquieto.
—Sí, pero desafortunadamente son malas. Aumentará la intemperie, descenderán las temperaturas.
—¡Yo puedo anunciarte un milagro!
El emperador blandió el papiro procedente de Pi-Ramsés.
—¿Ha dado Ramsés la conformidad definitiva?
—Puesto que se ha celebrado su fiesta de regeneración y, simbólicamente, se desposó con su hija para celebrar los ritos, el faraón de Egipto, nuestro amado hermano, acepta desposarse con nuestra hija. Una hitita soberana de las Dos Tierras… ¡Nunca hubiera creído que el sueño fuera a realizarse!
Putuhepa sonrió.
—Supiste humillarte ante Ramsés.
—Gracias a tus consejos, querida… A tus juiciosos consejos. Las palabras no tienen importancia alguna; lo esencial era alcanzar nuestro objetivo.
—Desgraciadamente, el cielo se desencadena contra nosotros.
—El tiempo acabará mejorando.
—Los oráculos son pesimistas.
—Si tardamos demasiado en enviarle a nuestra hija, Ramsés creerá que es una maniobra.
—¿Qué podemos hacer, Hattusil?
—Decirle la verdad y solicitar su ayuda. La ciencia de los magos de Egipto es incomparable; que apacigüen los elementos y liberen el camino. Escribamos ahora mismo a nuestro amado hermano.
Con el rostro anguloso y severo, el cráneo afeitado, los andares rígidos a veces, a causa de las doloridas articulaciones, Kha vagabundeaba por la inmensa necrópolis de Saqqara, donde se sentía más a gusto que en el mundo de los vivos. Sumo sacerdote de Ptah, el primogénito de Ramsés pocas veces salía de la antigua ciudad de Menfis. La época de las pirámides le fascinaba; Kha pasaba largas horas contemplando los tres gigantes de piedra de la meseta de Gizeh, las pirámides construidas por Keops, Kefrén y Mikerinos. Cuando el sol llegaba a su cenit, sus caras cubiertas de calcáreo blanco reflejaban la luz e iluminaban los templos funerarios, los jardines y el desierto. Encarnación de la piedra primordial surgida del océano de los orígenes, en el primer amanecer del mundo, las pirámides eran también rayos de sol petrificados que conservaban una energía inalterable. Y Kha había percibido una de sus verdades: cada pirámide era una letra en el gran libro de la sabiduría que él estaba buscando en los archivos de los antiguos.
Pero el sumo sacerdote de Menfis estaba preocupado; próxima al inmenso conjunto arquitectónico de Zoser, dominado por la pirámide escalonada, la pirámide del rey Unas exigía trabajos de restauración. El venerable monumento, que databa del final de la quinta dinastía, es decir, que tenía más de un milenio de antigüedad, sufría serias heridas. Era indispensable reemplazar cuanto antes varios bloques de paramento.
Aquí, en Saqqara, el sumo sacerdote Kha dialogaba con los antepasados. Instalándose en las capillas de las moradas de eternidad, leía las columnas de jeroglíficos que evocaban los hermosos caminos del más allá y el feliz destino de quienes poseían una «voz justa», porque habían llevado una existencia conforme a la regla de Maat. Descifrando aquellas inscripciones, Kha devolvía la vida a los propietarios de las tumbas, que permanecían presentes en la tierra del silencio.
El sumo sacerdote de Ptah estaba dando la vuelta a la pirámide de Unas cuando vio que su padre se le acercaba. ¿No parecía Ramsés uno de aquellos espíritus luminosos que, a ciertas horas del día, se aparecían a los videntes?
—¿Cuáles son tus proyectos, Kha?
—De momento, acelerar la restauración de las pirámides del Imperio Antiguo que exigen una intervención urgente.
—¿Has encontrado el libro de Thot?
—Fragmentos… pero soy tenaz. Hay tantos tesoros en Saqqara que tal vez necesitaré una larguísima vida para hallarlos todos.
—Sólo tienes treinta y ocho años; ¿no esperó Ptah-hotep a tener ciento diez para redactar sus Máximas?
—En este lugar, padre, la eternidad se nutre del tiempo de los hombres y lo ha transformado en piedras vivas; estas capillas, estos jeroglíficos, estos personajes que veneran el secreto de la vida y le hacen ofrendas son lo mejor de nuestra civilización.
—¿Piensas en alguna ocasión en los asuntos del Estado, hijo mío?
—¿Por qué preocuparse si tú reinas?
—Los años pasan, Kha, y yo también partiré hacia el país que ama el silencio.
—Tu majestad acaba de ser regenerada, y yo organizaré mejor aún tu próxima fiesta de regeneración, dentro de tres años.
—Lo ignoras todo de la Administración, la economía, el ejército…
—No siento afición alguna por estas materias. ¿No es la rigurosa práctica de los ritos la base de nuestra sociedad? La felicidad de nuestro pueblo depende de ello y quiero consagrarme a eso cada día más. ¿Crees que me estoy equivocando al elegir este camino?
Ramsés levantó la mirada hacia la cumbre de la pirámide de Unas.
—Buscar lo más alto, lo más vital, es siempre seguir el buen camino. Pero el faraón está obligado a descender al mundo subterráneo y enfrentarse con el monstruo que intenta secar el Nilo y destruir la barca de luz; si no librara ese combate cotidiano, ¿qué rito celebraríamos?
Kha tocó la piedra milenaria, como si alimentara su pensamiento.
—¿De qué modo puedo servir al faraón?
—El emperador del Hatti desea enviar a su hija a Egipto para que me case con ella; pero el tiempo es tan malo en Anatolia que hace imposible el viaje de un convoy. Hattusil reclama una intervención de nuestros hechiceros para que obtengan de los dioses la mejoría del clima. Descubre lo antes posible el texto que te permita satisfacerle.
Nadie podría encontrar a Rerek, el capitán de la chalana, en el lugar donde se había ocultado. Por consejos de su patrón se había instalado por algún tiempo en el barrio asiático de Pi-Ramsés, tras haber visitado a un escriba de tez pálida para soltarle un discurso sin pies ni cabeza. Pero estaba bien pagado, mucho mejor pagado que tres meses de trabajo en el Nilo. Rerek había visto de nuevo a su patrón, muy satisfecho de sus servicios; según él, se había obtenido el resultado esperado. Sólo existía un pequeño inconveniente: el patrón exigía que Rerek cambiase de apariencia. Orgulloso de su barba y de su velluda epidermis, el marino había intentado discutir. Pero tratándose de su seguridad, se había dejado convencer. Lampiño, reanudaría el servicio en el Sur con otro nombre, y la policía perdería para siempre su rastro.
Rerek se pasaba el día durmiendo en el primer piso de una casita blanca. Su casera le despertaba al pasar el aguador y le proporcionaba unas deliciosas tortas rellenas de ajo y cebolla.
—El barbero está en la plazoleta —le avisó.
El marino se desperezó. Afeitado, parecería menos viril y le sería más difícil seducir a las mozas; afortunadamente, le quedaban otros argumentos igual de convincentes.
Rerek miró por la ventana.
En la plazoleta, el barbero había instalado cuatro estacas que aguantaban un toldo, para evitar las quemaduras del sol; bajo ese refugio había dos taburetes, el más alto para él, el más bajo para su cliente.
Una decena de hombres acudían ya, por lo que la espera sería larga; tres de ellos jugaban a los dados, los demás se sentaron con la espalda apoyada en la pared de una casa. Rerek volvió a acostarse y se durmió.
Su casera le sacudió.
—¡Vamos, bajad! Sois el último.
Esta vez no había escapatoria. Con los ojos entornados, el marino bajó por la escalera, salió de la modesta morada y se sentó en el taburete de tres patas, que rechinó bajo su peso.
—¿Qué deseas? —preguntó el barbero.
—Me afeitas por completo el mentón y las mejillas.
—¿Una barba tan hermosa?
—Es cosa mía.
—Como quieras, amigo; ¿cómo vas a pagar?
—Un par de sandalias de papiro.
—Es mucho trabajo…
—Si no te conviene, buscaré a otro.
—Bueno, bueno…
El barbero humedeció la piel con agua jabonosa, hizo resbalar la navaja por la mejilla izquierda para comprobar su eficacia y luego, con un gesto brusco pero preciso, la aplicó a la garganta del marino.
—Si intentas huir, Rerek, si mientes, te rebano el gaznate.
—¿Quién… quién eres?
Setaú arañó la piel, una gota de sangre cayó en el pecho del marino.
—Alguien que te matará si te niegas a contestar.
—¡Pregunta!
—¿Conoces a un capitán de chalana con una cicatriz en el antebrazo izquierdo y ojos marrones?
—Sí…
—¿Conoces a la dama Cherit?
—Sí, trabajo para ella.
—¿Cómo ladrón?
—Hemos hecho negocios.
—¿Quién es vuestro patrón?
—Se llama… Ameni.
—Llévame hasta él.