28

Dos meses y un día.

Un día tormentoso, tras dos meses de investigación discreta y minuciosa. Serramanna no había escatimado medios; sus mejores hombres, mercenarios experimentados, se habían encargado de seguir a Ameni y registrar sus locales sin llamar la atención. El gigante sardo les había avisado: si les cogían, él se desentendería; y si le comprometían, los estrangularía con sus propias manos. Prometió, como prima, vacaciones suplementarias y vino de primera calidad.

Alejar a Ameni de su despacho había resultado difícil. Una gira de inspección por el Fayyum había proporcionado al sardo una inesperada ocasión; pero el registro no había dado resultado alguno. El secretario particular de Ramsés no ocultaba objetos ilícitos ni en su morada oficial, casi siempre vacía, ni en sus arcones, ni en su biblioteca, ni detrás de los anaqueles. Ameni seguía trabajando día y noche, comía mucho y dormía poco. Por lo que a sus visitantes se refiere, pertenecían a la Alta Administración, y el escriba solía encontrarse con ellos para exigir cuentas y avivar su ardor al servicio del Estado.

Escuchando los informes negativos del sardo, Setaú se preguntaba si no habría soñado; pero Loto, al igual que él, había oído, efectivamente, como pronunciaba el nombre de Ameni el capitán de la chalana. Le resultaba imposible borrar de su memoria aquella mancilla. Serramanna pensaba desmantelar el dispositivo que había puesto en marcha; sus hombres se ponían nerviosos y no tardarían en meter la pata.

Y aquel día de tormenta se produjo el tan temido accidente. A primera hora de la tarde, mientras Ameni estaba solo en su despacho, recibió a un visitante insólito: un hombre mal afeitado, tuerto, basto, con el rostro profundamente marcado.

El mercenario a las órdenes de Serramanna le había seguido hasta el puerto de Pi-Ramsés y no tuvo dificultad alguna en identificarle: un capitán de chalana.

—¿Estás seguro? —preguntó Setaú a Serramanna.

—El tipo ha zarpado hacia el Sur con un cargamento de jarras. La conclusión es evidente.

Ameni a la cabeza de una pandilla de ladrones, él, que conocía la Administración mejor que nadie y abusaba de ello en beneficio personal… Y tal vez peor aún.

—Ameni ha esperado bastante —advirtió el sardo—, pero se ha visto obligado a ponerse de nuevo en contacto con sus cómplices.

—No quiero creerlo.

—Lo siento, Setaú. Debo decir a Ramsés lo que sé.

«Olvida tus agravios —escribía el emperador Hattusil al faraón de Egipto—, retén tu brazo y permítenos respirar el aliento de vida. ¡En verdad eres hijo del dios Set! Él te prometió el país de los hititas, y te darán como tributo todo lo que desees. ¿No están acaso a tus pies?»

Ramsés mostró la tablilla a Ameni.

—Lee tú mismo… ¡Sorprendente cambio de tono!

—Los partidarios de la paz han prevalecido, la influencia de la reina Putuhepa ha sido decisiva. Majestad, ya sólo te queda redactar una invitación oficial para que una princesa hitita se convierta en reina de Egipto.

—Prepárame algunas hermosas fórmulas a cuyo pie pondré mi sello. Acha no murió por nada; la obra de su vida queda así coronada.

—Me voy a mi despacho a preparar la misiva.

—No, Ameni; escríbela aquí. Siéntate en mi silla para gozar de los postreros rayos del sol.

El secretario particular del rey se quedó petrificado.

—Yo… En la silla del faraón… ¡Nunca!

—¿Tienes miedo?

—¡Claro que tengo miedo! Otros fueron fulminados por haber cometido este tipo de locura.

—Subamos a la terraza.

—Pero… la carta…

—Puede esperar.

El panorama era arrobador. Suntuosa y tranquila, la capital de Ramsés el Grande se entregaba a la noche.

—¿La paz que tanto deseamos, Ameni, no estará aquí, ante nuestros ojos? Tendríamos que saber saborearla a cada instante, como un fruto raro, y evaluar su auténtico valor. Pero los hombres sólo piensan en turbar la armonía, como si no la soportaran. ¿Por qué, Ameni?

—Lo… Lo ignoro, majestad.

—¿Nunca te has hecho esta pregunta?

—No he tenido tiempo. Y ahí está el faraón para responder a las preguntas.

—Serramanna ha hablado conmigo —reveló Ramsés.

—¿Hablado…? ¿De qué?

—De una sorprendente visita a tu despacho.

Ameni no pareció turbado.

—¿De quién se trata?

—¿No podrías decírmelo tú mismo?

El escriba reflexionó unos instantes.

—Pienso en ese capitán de chalana que no tenía cita y se abrió paso a la fuerza; ciertamente no suelo recibir a ese tipo de personajes. Su discurso era incoherente, hablaba de los descargadores y de algunos cargamentos que se retrasan… Le puse en la puerta con la ayuda de un guardia.

—¿Era la primera vez que le veías?

—¡Y la última! Pero… ¿A qué vienen esas preguntas?

La mirada de Ramsés se hizo tan penetrante como la de Set; los ojos del monarca fulguraron, atravesando el crepúsculo.

—¿Me has mentido alguna vez, Ameni?

—¡Nunca, majestad! ¡Y nunca te mentiré! ¡Qué mis palabras valgan como juramento por la vida del faraón!

Durante unos largos segundos, Ameni no respiró. Sabía que Ramsés estaba juzgándole e iba a pronunciar su veredicto.

La mano diestra del faraón se posó en el hombro del escriba, que sintió inmediatamente el efecto bienhechor de su magnetismo.

—Confío en ti, Ameni.

—¿De qué me acusaban?

—De organizar un robo de bienes destinados a los templos y enriquecerte.

Ameni estuvo a punto de desfallecer.

—¿Enriquecerme, yo?

—Tenemos trabajo; la paz parece al alcance de la mano, sin embargo, debemos reunir inmediatamente un consejo de guerra.

Setaú se arrojó en brazos de Ameni, Serramanna masculló unas excusas.

—¡Evidentemente, si el propio faraón te ha absuelto definitivamente…!

—¿Creíste que era culpable? —se extrañó el secretario particular del rey, quien observaba la escena con aire grave.

—Traicioné nuestra amistad —reconoció Setaú—, pero sólo pensaba en la seguridad de Ramsés.

—En ese caso —consideró Ameni—, actuaste bien. Y vuelve a hacerlo si sospechas de nuevo. Salvaguardar la persona del faraón es nuestro más imperioso deber.

—Alguien ha intentado desacreditar a Ameni ante su majestad —recordó Serramanna—; alguien cuyos manejos desbarató Setaú.

—Quiero conocer todos los detalles —exigió Ameni.

Setaú y Serramanna narraron los episodios de su investigación.

—El jefe de la red se hizo pasar por mí —concluyó el escriba—, y engañó al capitán de la chalana que la cobra de Setaú mandó al infierno de los ladrones. Propagando esa falsa información, lanzaba sospechas sobre mi persona y mis servicios. Bastó la visita de otro capitán para convenceros de mi culpabilidad. Si me eliminaban a mí, la Administración del país quedaría desorganizada.

Ramsés abandonó su mutismo.

—Mancillar a mis amigos es ensuciar el gobierno del país del que soy responsable. Han intentado debilitar Egipto precisamente cuando se juega una difícil partida con el Hatti. No es un simple asunto de robo, ni siquiera a gran escala, sino una gangrena que debe ser detenida en el acto.

—Encontremos al marino que me visitó —recomendó Ameni.

—Yo me encargo —dijo Serramanna—, el tipo nos llevará hasta su auténtico patrón.

—Me pongo a disposición de Serramanna —ofreció Setaú—. Se lo debo a Ameni.

—Nada de fallos —exigió Ramsés—; quiero la cabeza organizadora.

—¿Y si se tratara de Uri-Techup? —intervino Serramanna—. Estoy convencido de que desea vengarse.

—Imposible —objetó Ameni—; no conoce suficientemente el funcionamiento de la Administración egipcia como para haber organizado ese robo.

Uri-Techup decidido a impedir la boda de Ramsés con la hija de Hattusil, el tirano que le había apartado del poder… El rey no rechazó la sugerencia del jefe de su guardia.

—Alguien pudo actuar por órdenes de Uri-Techup —insistió Serramanna.

—Basta de discusiones —interrumpió Ramsés—; seguid el hilo, y enseguida. Tú, Ameni, trabajarás en una sala aneja a palacio.

—¿Pero… por qué?

—Porque eres sospechoso de corrupción y has sido aislado. El adversario debe estar convencido de que su plan ha tenido éxito.