Aquella mañana, todo Egipto oró por Ramsés. Tras tan largo reinado, ¿de qué modo absorbería la formidable energía que emanaba de la comunidad de dioses y diosas? Si su cuerpo físico no estaba ya en condiciones de servir de receptáculo para el ka sería destruido, como un recipiente demasiado frágil. El fuego del reinado de Ramsés volvería al fuego celestial, y su momia a la tierra. Pero si el rey era regenerado, una nueva sangre circularía por las venas del país.
Procedentes de las provincias del Norte y del Sur, las efigies de las divinidades se habían reunido en el templo de regeneración de Pi-Ramsés, donde Kha las había recibido. Mientras durara la fiesta, el faraón sería su huésped y moraría en el regazo de lo sobrenatural, en un espacio sagrado al margen del mundo profano.
Mientras se vestía, al amanecer, Ramsés pensó en Ameni. ¡Qué interminables debían de parecerle esas jornadas a su secretario particular! Mientras se celebraban las ceremonias, no podría pedir consejo al rey y se vería obligado a clasificar como «pendientes» muchos asuntos que consideraba urgentes. Según Ameni, Egipto no estaba nunca bien administrado y ningún funcionario se tomaba su papel lo bastante en serio.
Tocado con la doble corona, vestido con una túnica de lino plisado y un paño dorado, calzado con sandalias de oro, Ramsés se presentó en el umbral de palacio.
Dos hijos reales se inclinaron ante el monarca. Ataviados con una peluca de largos colgantes, una camisa de anchas y plisadas mangas y una falda larga, mantenían un asta cuyo extremo superior había sido tallado en forma de carnero, una de las encarnaciones de Amón, el dios oculto.
Lentamente, los dos portaenseña condujeron al faraón hasta el portal de granito del templo de regeneración, de doce metros de alto, que estaba precedido por obeliscos y colosos que simbolizaban, como los de Abu Simbel, el ka real. Desde el inicio de la construcción de su capital, Ramsés había previsto el emplazamiento de este templo, como si creyera en su capacidad para reinar más de treinta años.
Dos sacerdotes con el rostro cubierto con máscaras de chacal recibieron al monarca; uno era el que abría los caminos del Sur, el otro los del Norte. Guiaron a Ramsés a través de una sala de columnas, de diez metros de alto, y le llevaron a la sala de las telas. El rey se desnudó allí y se puso una túnica de lino que le llegaba por encima de las rodillas y que más bien parecía un sudario. Con la mano izquierda cogió el cayado del pastor y con la derecha, el cetro de tres azotes, que evocaba los tres nacimientos del faraón, en el reino bajo tierra, en la tierra y en el cielo.
Ramsés había vivido ya muchas pruebas físicas, ya fuera el combate con un toro salvaje o la batalla de Kadesh donde, solo en el tumulto, había tenido que enfrentarse con miles de hititas desencadenados; pero la fiesta de regeneración le invitaba a un combate distinto en el que intervenían energías invisibles. Muriendo para sí mismo, regresando a lo no creado, de donde había salido, Ramsés debía renacer del amor de los dioses y las diosas, y sucederse a sí mismo. Por aquel acto alquímico, tejía inalterables vínculos entre su persona simbólica y su pueblo, entre su pueblo y la comunidad de potencias creadoras.
Los dos sacerdotes con máscara de chacal condujeron al soberano hasta un gran patio al aire libre que evocaba el del faraón Zoser en Saqqara; era obra de Kha, que admiraba tanto la arquitectura antigua que había hecho construir aquella reproducción en el interior del recinto del templo de regeneración de Ramsés.
Ella salió a su encuentro.
Ella, Meritamón, la hija de Nefertari, la propia Nefertari, resucitada para resucitar a Ramsés estaba deslumbradora. La gran esposa real, ataviada con una larga túnica blanca, discreto collar de oro, tocada con dos altas plumas que simbolizaban la vida y la Regla, se colocó detrás del monarca. Durante todas las etapas del ritual, le protegería con la magia del verbo y del canto.
Kha prendió la llama que iluminó las estatuas de las divinidades, las capillas donde se habían colocado y el trono real en el que se instalaría Ramsés si salía vencedor de las pruebas. El sumo sacerdote sería ayudado por el consejo de grandes del Alto y el Bajo Egipto, entre los que se encontraban Setaú, Ameni, el sumo sacerdote de Karnak, el visir, la médico en jefe del reino, Neferet, algunos «hijos e hijas reales». Sobrio ya, Setaú no quería pensar en el despreciable comportamiento de Ameni; sólo importaba el ritual que debía realizarse a la perfección, para renovar la potencia vital de Ramsés.
Los grandes del Alto y el Bajo Egipto se prosternaron ante el faraón. Luego, Setaú y Ameni, actuando como «amigo único», lavaron los pies del rey. Purificados, le permitirían recorrer todos los espacios, de agua, tierra o fuego. La jarra de donde brotaba el agua tenía la forma del signo jeroglífico sema, que representaba el conjunto formado por el corazón y la arteria, y significaba «reunir». Por este líquido sacralizado, el faraón se convertía en un ser coherente y en el unificador de su pueblo.
Kha había regulado tan bien las ceremonias que los días y las noches de la fiesta transcurrieron como una hora.
Obligado a caminar lentamente, debido a su ceñida túnica, Ramsés hacía eficaces las ofrendas alimenticias depositadas en los altares de las divinidades; con su mirada y con la fórmula «ofrenda que da el faraón», hizo surgir el ka inmaterial de los alimentos. La reina cumplía la función de vaca celestial, encargada de alimentar al rey con la leche de las estrellas, con el fin de expulsar de su cuerpo la debilidad y la enfermedad.
Ramsés veneró cada una de las potencias divinas, para que fuese preservada la multiplicidad de la creación que alimentaba su unidad. Haciéndolo, desprendía precisamente la unidad inalterable oculta en cada forma y comunicaba a cada estatua una vida mágica.
Durante tres días, procesiones, letanías y ofrendas se sucedieron en el gran patio donde estaban presentes las divinidades. Albergadas en capillas a las que se accedía por pequeñas escaleras, delimitaban el espacio sagrado y difundían su energía. Viva unas veces, recogida otras, la música de los tamboriles, las arpas, los laúdes y los oboes acompasaba los episodios que se precisaban en el papiro que iba desenrollando el portador del rito.
Asimilando el alma de las divinidades, dialogando con el toro Apis y el cocodrilo Sobek, manejando el arpón para impedir que el hipopótamo perjudicara, el faraón tejía vínculos entre el más allá y el pueblo de Egipto. Por la acción del rey, lo invisible se hacía visible y se edificaba una relación de armonía entre la naturaleza y el hombre.
En un patio anejo se había levantado un estrado en el que había dos tronos unidos; para llegar a ellos, Ramsés tenía que subir unos peldaños. Cuando se sentaba en el trono del Alto Egipto, se ponía la corona blanca; cuando lo hacía en el del Bajo Egipto, la corona roja. Y cada fase ritual era llevada a cabo por uno y otro aspecto de la persona real, dualidad en movimiento, oposición aparentemente reductible apaciguada sin embargo en el ser del faraón. Así las Dos Tierras se hacían una sin confundirse. Sentándose alternativamente en uno y otro trono, Ramsés era unas veces Horus, el de la penetrante mirada, otros Set, el de la inigualable potencia, y siempre el tercer término que conciliaba a ambos hermanos.
El penúltimo día de la fiesta, el rey abandonó su túnica blanca para revestir el taparrabos tradicional de los monarcas del tiempo de las pirámides, que llevaba prendida una cola de toro. Había llegado la hora de comprobar si el faraón reinante había asimilado correctamente la energía de las divinidades y si era capaz de tomar posesión del cielo y de la tierra.
Puesto que había vivido el secreto de los dos hermanos enemigos, Horus y Set, el faraón era apto para recibir de nuevo el testamento de los dioses que le convertía en heredero de Egipto. Cuando los dedos de Ramsés se cerraron sobre el pequeño estuche de cuero en forma de cola de milano que contenía el inestimable documento, todos los corazones se sintieron oprimidos. ¿Tendría la mano de un ser humano, por muy dueño de las Dos Tierras que fuese, suficiente fuerza para apoderarse de un objeto sobrenatural?
Sujetando con firmeza el testamento de los dioses, Ramsés empuñó el gobernalle que revelaba su aptitud para dirigir el navío del Estado en la dirección adecuada. Luego, con grandes zancadas, recorrió el patio, asimilado a la totalidad de Egipto como reflejo del cielo y la tierra. Como rey del Bajo Egipto, llevo a cabo la carrera ritual cuatro veces, cada una de ellas dirigida a un punto cardinal; y cuatro más como rey del Alto Egipto. Las provincias de las Dos Tierras fueron así transfiguradas por los pasos del faraón, que afirmaba el reinado de los dioses y la presencia de la jerarquía celestial; en él, la totalidad de los faraones difuntos volvía a la vida y Egipto se convertía en fecundo campo de lo divino.
—He corrido —proclamó Ramsés—, he tenido en la mano el testamento de los dioses. He atravesado la tierra entera y tocado sus cuatro esquinas. La he recorrido según mi corazón. He corrido, he atravesado el océano de los orígenes, he tocado las cuatro esquinas del cielo, he llegado tan lejos como la luz y ofrecido la fértil tierra a su soberana, la regla de vida.
El último día de la fiesta de regeneración se preparaban los regocijos en ciudades y pueblos; se sabía que Ramsés había triunfado y que su energía para reinar se había renovado. Sin embargo, la alegría no podía estallar antes de que el monarca regenerado mostrara a su pueblo el testamento de los dioses.
Al alba, Ramsés se sentó en una silla de manos que levantaron los grandes del Alto y el Bajo Egipto; la espalda de Ameni sufría, pero quiso realizar su parte en la labor. El faraón fue llevado a los cuatro puntos cardinales y, en cada uno de ellos, tensó un arco y disparó una flecha para anunciar al universo entero que el faraón seguía reinando.
Luego, el monarca subió a un trono cuya base estaba adornada con doce cabezas de león y se dirigió a todos los puntos del espacio para anunciar que la regla de Maat acallaría las fuerzas del mal.
Coronado de nuevo, como la primera vez, Ramsés rindió homenaje a sus ancestros. Ellos habían abierto caminos en lo invisible y formaban el zócalo de la realeza. Setaú, que se felicitaba por la fuerza de su carácter, no pudo contener las lágrimas; nunca Ramsés había sido tan grande, nunca el faraón había encarnado hasta ese punto la luz de Egipto.
El rey abandonó el gran patio donde el tiempo había sido abolido. Atravesó la sala hipóstila y subió la escalera que llevaba a la cima del pilono. Apareció entre las dos altas torres, como el sol de mediodía, y mostró a su pueblo el testamento de los dioses.
Un inmenso clamor brotó de la muchedumbre. Ramsés fue reconocido, por aclamación, digno de gobernar; sus palabras serían vida, sus actos unirían la tierra y el cielo. El Nilo sería fecundo, alcanzaría la base de las colinas, depositaría en las tierras el fértil limo, ofrecería a los hombres el agua pura e innumerables peces. Como las divinidades estaban de fiesta, la felicidad se derramó en los corazones; gracias al rey, el alimento sería tan abundante como los granos de arena en las riberas del río. ¿Acaso no se decía de Ramsés el Grande que amasaba con sus manos la prosperidad?