25

La dama Cherit no tenía tiempo que perder. Una vez más, su marido había actuado como un imbécil dando una respuesta demasiado rápida a los cuestionarios de la Administración. Cuando le había mostrado la copia de su carta, ella había montado violentamente en cólera. Demasiado tarde para interceptar el correo… Cherit había enviado de inmediato a su marido a una aldea, al sur de Tebas, esperando que el incidente quedara enterrado en la arena y el palacio recurriera a otros almacenes.

Por desgracia, la reacción de las autoridades había sido muy distinta. Pese a su extraño aspecto, aquel supervisor parecía decidido e intratable. Por un instante, Cherit había pensado en sobornarle, pero era una solución demasiado arriesgada. Ahora lo único que podía hacer era aplicar el plan de urgencia previsto para dicho contratiempo.

A la hora de cerrar los almacenes, retuvo a su lado a cuatro mantenedores. Iba a perder mucho en la manipulación, pero era el único medio de escapar a la justicia. Doloroso sacrificio que la privaría de considerables beneficios en las mercancías pacientemente acaparadas.

—En plena noche —ordenó Cherit a sus empleados—, entraréis en el edificio, a la izquierda del almacén central.

—Siempre está cerrado —objetó un mantenedor.

—Yo lo abriré. Transportaréis todo lo que hay en su interior hasta el almacén central lo más rápidamente que podáis y en silencio.

—Ésas no son horas normales, patrona.

—Por eso os daré un salario equivalente a una semana de trabajo. Y si quedo realmente satisfecha, añadiré una prima.

Una amplia sonrisa apareció en el rostro de los cuatro hombres.

—Luego olvidaréis esta noche de trabajo. ¿Estamos de acuerdo?

En la cortante voz de Cherit, la amenaza estaba apenas velada.

—De acuerdo, patrona.

El barrio de los almacenes estaba desierto. A intervalos regulares, rondas de policías, acompañados por perros, recorrían el lugar.

Los cuatro hombres se habían ocultado en un vasto edificio donde se guardaban las narrias de madera utilizadas para el transporte de materiales pesados. Tras haber bebido cerveza y comido pan fresco, habían dormido por turnos.

En mitad de la noche resonó la voz imperiosa de la dama Cherit.

—Venid.

Había corrido los cerrojos de madera y hecho saltar los sellos de barro seco que impedían el paso al edificio donde, oficialmente, su marido conservaba los lingotes de cobre destinados a los talleres de los templos. Sin hacer preguntas, los mantenedores transportaron un centenar de jarras de vino de primera calidad, cuatrocientas cincuenta piezas de lino fino, seiscientos pares de sandalias de cuero, piezas de carro, mil trescientos pequeños bloques de mineral de cobre, trescientos rollos de lana y un centenar de copas de alabastro.

Mientras los mantenedores depositaban las últimas copas, Setaú apareció al fondo del almacén, donde se había ocultado para presenciar la escena.

—Bien hecho, dama Cherit —afirmó—. De este modo restituís lo que habíais robado, para echar tierra a mi investigación. Bien hecho —repitió—, pero demasiado tarde.

La mujercita morena mantuvo su sangre fría.

—¿Qué exigís a cambio de vuestro silencio?

—El nombre de vuestros cómplices: ¿a quién vendéis los objetos robados?

—No tiene importancia.

—Hablad, dama Cherit.

—¿Os negáis a negociar?

—No forma parte de mi temperamento.

—Peor para vos… ¡No deberíais haber venido solo!

—Tranquilizaos, tengo una aliada.

En el umbral del almacén apareció Loto. Con los pechos desnudos, la delgada y hermosa nubia vestía sólo un corto taparrabos de papiro y sujetaba un cesto de mimbre cubierto por una tapa de cuero.

Dama Cherit sintió ganas de reír.

—¡Poderosa aliada! —se burló.

—Que vuestros esbirros se larguen —dijo Setaú con calma.

—Apoderaos de esos dos —ordenó secamente la dama Cherit a los mantenedores.

Loto dejó el cesto en el suelo, lo abrió e inmediatamente salieron de él cuatro víboras sopladoras, muy excitadas, reconocidas por las tres zonas de color azul y verde que adornaban sus cuellos. Expulsando el aire contenido en sus pulmones, emitieron un terrorífico ruido.

Saltando por encima de los montones de telas, los cuatro mantenedores pusieron pies en polvorosa.

Las víboras rodearon a la dama Cherit, a punto de desmayarse.

—Mejor será que habléis —aconsejó Setaú—; el veneno de esos reptiles es muy tóxico. Tal vez no muráis, pero los daños provocados en vuestro organismo serían irreparables.

—Lo diré todo —prometió la morenita.

—¿Quién tuvo la idea de acaparar los bienes destinados a los templos?

—Fue… mi marido.

—¿Estáis segura?

—Mi marido… y yo.

—¿Desde cuándo dura este tráfico?

—Hace algo más de dos años. Si no hubiera existido esa fiesta de regeneración, no nos habrían pedido nada y todo habría proseguido.

—Tuvisteis que sobornar a algunos escribas.

—¡No hizo falta! Mi marido falsificaba los inventarios, e íbamos sacando los objetos en lotes más o menos importantes, según las oportunidades. El que me disponía a vender estaba bien provisto.

—¿Su comprador?

—Un capitán de barco.

—¿Su nombre?

—Lo ignoro.

—Describidle.

—Alto, barbudo, con una cicatriz en el antebrazo izquierdo y los ojos marrones.

—¿Os paga él?

—Sí, con piedras preciosas y un poco de oro.

—¿Fecha de la próxima transacción?

—Pasado mañana.

—Pues bien —concluyó Setaú alegre—, tendremos el placer de conocerle.

La chalana atracó tras una jornada de navegación sin incidentes. Transportaba grandes jarras de terracota que, gracias a un secreto de fabricación de los alfareros del Medio Egipto, conservaba el agua potable y fresca durante un año. Pero las jarras estaban vacías pues servirían para ocultar los objetos comprados a la dama Cherit.

El capitán había hecho toda su carrera en la marina mercante, y sus colegas le consideraban un profesional excelente. Ningún accidente grave, una autoridad bien aceptada por sus tripulaciones, un retraso mínimo en las entregas… Pero sus amantes costaban muy caras y los gastos aumentaban con mucha más rapidez que su salario; tras algunas reticencias, se había visto obligado a aceptar el trato que le ofrecían: transportar mercancías robadas. La importancia de las primas le permitía darse la gran vida que tanto le gustaba.

La dama Cherit era tan concienzuda como él. El cargamento estaría dispuesto, como de costumbre, y sería necesario poco tiempo para transportarlo del almacén a la chalana. Una actividad banal, que no extrañaba a nadie, tanto menos cuanto las inscripciones, en los cofres de madera y los cestos, se referían a productos alimenticios.

Antes, el capitán tendría una áspera batalla. Por un lado, la dama Cherit se volvía cada vez más ávida, por el otro, el comandatario del marido quería pagar cada vez menos. La discusión podía ser larga, pero los interlocutores estaban obligados a llegar a un entendimiento.

El capitán se dirigió hacia la casa oficial de Cherit. Como ya habían convenido, ella le dirigió una breve señal con la mano desde lo alto de su terraza. Todo era normal pues.

El marino cruzó el jardincillo y entró en la sala de recepción, con dos columnas pintadas de azul. A lo largo de las paredes había diversas banquetas. Enseguida distinguió los ligeros pasos de la dama Cherit bajando la escalera. Tras ella apareció una soberbia nubia.

—Pero… ¿quién es esta mujer?

—No os volváis, capitán —dijo la voz grave de Setaú—; a vuestra espalda hay una cobra.

—Es cierto —confirmó la dama Cherit.

—¿Quién sois? —preguntó el marino.

—Un enviado del faraón. Mi misión consistía en poner fin a vuestras malversaciones. Pero quiero conocer también el nombre de tu patrón.

El capitán se creyó víctima de una pesadilla. El mundo se derrumbaba sobre su cabeza.

—El nombre de tu patrón —repitió Setaú.

El capitán sabía que la condena sería pesada; no iba a ser el único en sufrir el castigo.

—Sólo lo he visto una vez.

—¿Dijo su nombre?

—Sí… Se llama Ameni.

Estupefacto, Setaú dio unos pasos y se puso delante del capitán.

—¡Descríbele!

El capitán veía, por fin, al hombre que quería detenerle. ¡La cobra era él! Convencido de que Setaú había inventado la presencia del reptil para asustarle, dio media vuelta e intentó huir. La serpiente se lanzó y le mordió en el cuello. Por efecto del dolor y la emoción, el marino perdió el conocimiento y se derrumbó.

Segura de que el camino estaba libre, la dama Cherit corrió hacia el jardincillo.

—¡No! —aulló Loto, desprevenida.

La segunda cobra, una hembra, mordió a la hermosa morena en las caderas cuando cruzaba el umbral de su mansión. Sin aliento, con el corazón oprimido, la dama Cherit se arrastró arañando la tierra con sus uñas y, luego, se inmovilizó mientras el reptil regresaba lentamente hacia su compañero.

—No hay posibilidad de salvarlos —deploró Loto.

—Robaron a su país, y los jueces del más allá no serán indulgentes —recordó Setaú, y se sentó, trastornado—. ¡Ameni… Ameni, un corrupto!