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En el trigésimo tercer año del reinado de Ramsés el Grande, el invierno tebano, proveedor a veces de vientos gélidos, se mostraba clemente. Un vasto cielo azul sin nubes, un Nilo apacible, riberas sobre los cultivos verdeaban tras una buena inundación, asnos cargados de forraje que trotaban de una aldea a otra, vacas de ubres hinchadas de leche que se dirigían a los pastos, enmarcadas por boyeros y perros, niñas jugando a muñecas en el umbral de casas blancas mientras los muchachos corrían tras una pelota de tela… Egipto vivía a su ritmo eterno como si nada, nunca, fuera a cambiar. Ramsés disfrutó aquel momento inmóvil inscrito en la cotidianidad. Que razón habían tenido sus antepasados al elegir la orilla de Occidente para construir allí los templos de millones de años y excavar las moradas de vida donde, todas las mañanas, los cuerpos de luz de los reyes y las reinas eran regenerados por el sol naciente. En aquel lugar se había abolido la frontera entre el aquí y el más allá; lo humano era absorbido por el misterio. Tras haber celebrado el ritual del alba en el templo del ka de Seti, en Gurnah, Ramsés se recogió en la capilla donde el alma de su padre se expresaba en cada jeroglífico grabado en las paredes. En el corazón del silencio percibió la voz del faraón convertido en estrella. Cuando avanzó por el gran patio, bañado por una suave luz, cantantes y tañedoras salían en procesión de la sala de columnas. Cuando Meritamón divisó a su padre se separó del grupo, se dirigió hacia él y se inclinó cruzando los brazos sobre su pecho.

Cada día se parecía más a Nefertari. Clara como una mañana de primavera, su belleza parecía haberse alimentado con la sabiduría del templo. Ramsés tomó el brazo de su hija y ambos caminaron lentamente por la avenida de las esfinges, bordeada de acacias y tamariscos.

—¿Te mantienes informada de los acontecimientos del mundo exterior?

—No, padre mío; tú haces reinar a Maat, tú combates el desorden y las tinieblas. ¿No es eso lo esencial? Los ruidos del mundo profano no cruzan los muros del santuario, y es bueno que así sea.

—Tu madre había deseado esta vida, pero el destino le impuso otra.

—¿No eras acaso dueño de ese destino?

—El faraón tiene el deber de actuar en este mundo, aunque su pensamiento permanezca en el secreto del templo. Hoy tengo que preservar la paz, Meritamón; para lograrlo, desposaré a la hija del emperador del Hatti.

—¿Será gran esposa real?

—En efecto, pero tengo que celebrar mi segunda fiesta de regeneración antes de la boda. Por ello debo tomar una decisión que no puede ser efectiva sin tu conformidad.

—No deseo desempeñar ningún papel en la dirección de los asuntos del país, ya lo sabes.

—El ritual no puede cumplirse sin la participación activa de una gran esposa real egipcia. ¿Es pedirte demasiado que cumplas con ese papel simbólico?

—Eso significa… salir de Tebas, ir a Pi-Ramsés, y ¿qué más?

—Aunque reina de Egipto, volverías aquí para vivir la existencia que has elegido.

—¿No me impondrías cada vez más a menudo tareas profanas?

—Sólo recurriría a ti para mis fiestas de regeneración que, según Kha, tendrán que celebrarse cada tres o cuatro años, hasta que mi tiempo de vida se haya agotado. Eres libre de aceptar o rechazarlo, Meritamón.

—¿Por qué me has elegido?

—Porque años de recogimiento te han dado la capacidad espiritual y mágica de desempeñar un abrumador papel ritual.

Meritamón se inmovilizó y se volvió hacia el templo de Gurnah.

—Me pides demasiado, padre mío, pero eres el faraón.

Setaú refunfuñaba. Lejos de su querida Nubia, paraíso de las serpientes, se sentía como exiliado; y, sin embargo, no le faltaba trabajo. Con la ayuda de Loto, que perseguía cada noche por el campo reptiles de buen tamaño, había dado un nuevo dinamismo al laboratorio encargado de preparar remedios a base de venenos. Y, por consejo de Ameni, aprovechaba la estancia en Pi-Ramsés para completar sus conocimientos de administrador. Con la edad, Setaú iba admitiendo que el ardor no bastaba para convencer a los altos funcionarios de que le concedieran créditos y el material que necesitaba en su provincia nubia; sin convertirse en cortesano, aprendía a presentar mejor sus peticiones y obtenía resultados positivos.

Al salir del despacho del encargado de la marina mercante, que había aceptado la construcción de tres barcos cargueros especialmente destinados a Nubia, Setaú se encontró con Kha, cuyo rostro parecía menos sereno que de costumbre.

—¿Problemas?

—La organización de esa fiesta exige una constante atención… y me acabo de llevar una sorpresa muy desagradable. El supervisor de los almacenes divinos del Delta, con el que contaba para proporcionar gran cantidad de sándalos, piezas de lino y copas de alabastro, casi no me ofrece nada. Eso complica especialmente mi tarea.

—¿Te ha dado explicaciones?

—Su esposa me ha dicho que está de viaje.

—¡Desenvuelta actitud! Sólo soy un administrador principiante, pero esto no me convence. Vayamos a ver a Ameni.

Mientras degustaba un muslo de oca asada mojándolo en una salsa de vino tinto, Ameni leía con rapidez los informes redactados por el supervisor de los divinos almacenes del Delta, cuya sede administrativa se hallaba al norte de Menfis. La conclusión del secretario particular de Ramsés estuvo desprovista de ambigüedades.

—Algo no funciona. Kha no se ha equivocado dirigiéndose a ese funcionario y éste no debería tener dificultad alguna para proporcionarle todo lo necesario para la fiesta de regeneración. Esto no me gusta… ¡En absoluto!

—¿No se habrá producido un error en los expedientes de la Administración? —sugirió Kha.

—Es posible, pero no en mis expedientes.

—La fiesta puede verse comprometida en parte —reconoció el sumo sacerdote—; para acoger a los dioses y las diosas, necesitamos las más hermosas piezas de lino, las mejores sandalias, los…

—Voy a poner en marcha una investigación técnica en profundidad —anunció Ameni.

—¡Ésa es una idea de escriba! —se rebeló Setaú—. Será largo y complicado, Kha tiene prisa. Debemos actuar de modo más sutil; nómbrame supervisor especial y obtendré rápidamente la verdad.

Ameni puso mala cara.

—Estamos al límite de la legalidad… ¿Y si hubiera peligro?

—Dispongo de auxiliares seguros y eficaces. No perdamos tiempo en vanas palabras y dame un nombramiento escrito.

En los almacenes del norte de Menfis, la dama Cherit dirigía la maniobra con la autoridad de un aguerrido general. Pequeña, morena, hermosa, autoritaria, orientaba a los conductores de rebaños de asnos cargados de productos diversos, distribuía las tareas de manutención, comprobaba las listas y no vacilaba en blandir su bastón en las narices de los raros respondones.

Una mujer de carácter, como a Setaú le gustaban.

Con sus cabellos despeinados, su barba de varios días y su nueva túnica de piel de antílope, que parecía más andrajosa aún que la antigua, Setaú fue descubierto enseguida.

—¿Qué haces por aquí, holgazán?

—Me gustaría hablar con vos.

—Aquí no se habla, se trabaja.

—Precisamente quisiera hablaros de vuestro trabajo.

La dama Cherit soltó una maligna sonrisa.

—Tal vez te disgusta mi modo de mandar…

—Lo que me preocupa es vuestra cualificación exacta.

La morenita se sintió extrañada; un vagabundo no se expresaba de aquel modo.

—¿Quién eres?

—El supervisor especial nombrado por la Administración central.

—Perdonadme… Pero con ese atavío…

—Mis superiores me lo reprochan, pero toleran esa fantasía gracias a mis excelentes resultados.

—Como pura formalidad, ¿podéis mostrarme vuestras credenciales?

—Aquí están.

El papiro tenía todos los sellos indispensables, incluso el del visir que aprobaba la iniciativa de Ameni y de Setaú.

La dama Cherit leyó una y otra vez el texto que daba al supervisor poder para inspeccionar a su guisa los almacenes.

—En realidad debería haber enseñado el documento a vuestro marido.

—Está de viaje.

—¿Y no tendría que estar en su puesto?

—Su madre es muy anciana, le necesitaba.

—Habéis ocupado pues el lugar de vuestro esposo.

—Conozco el trabajo y lo hago bien.

—Tenemos un grave problema, dama Cherit; no parecéis en condiciones de entregar a palacio lo que exige para la fiesta de regeneración del rey.

—Bueno… Es una petición imprevista… y, de momento, por desgracia es cierto.

—Necesito explicaciones.

—No estoy al corriente de todo, pero sé que se efectuó un importante traslado de material a otro paraje.

—¿Cuál?

—Lo ignoro.

—¿Por orden de quién?

—Lo ignoro también; en cuanto mi marido regrese, podrá responderos y todo volverá a su cauce, no me cabe la menor duda.

—Mañana por la mañana examinaré vuestros inventarios y el contenido de los almacenes.

—Mañana había previsto hacer limpieza y…

—Tengo prisa, dama Cherit. Mis superiores exigen un informe en el más breve plazo. Pondréis pues vuestros archivos a mi disposición.

—¡Hay tantos!

—Ya me las arreglaré. Hasta mañana, dama Cherit.