Kha no ocultó su angustia.
—La guerra… ¿Por qué la guerra?
—Para salvar Egipto y permitirte encontrar el libro del conocimiento —respondió Ramsés.
—¿Realmente es imposible entenderse con el Hatti?
—Sus tropas se aproximan a las provincias que controlamos. Ya es hora de desplegar nuestro dispositivo; partiré con Merenptah y te confío la gestión del reino.
—¡Padre mío! No soy capaz de sustituirte, ni siquiera por un corto período.
—Te equivocas, Kha; con la ayuda de Ameni, cumplirás la misión que te confío.
—¿Y… si cometo errores?
—Preocúpate por la felicidad del pueblo y los evitarás.
Ramsés subió a su carro, que conduciría personalmente a la cabeza de los regimientos que había previsto disponer en varios puntos estratégicos del Delta y de la frontera del Nordeste. Tras él iban Merenptah y los generales de los cuatro cuerpos de ejército.
Cuando el rey se preparaba para dar la señal de partida, un jinete entró al galope en el patio del cuartel.
Serramanna saltó a tierra y corrió hacia el carro de Ramsés.
—¡Majestad, debo hablaros!
El faraón había ordenado al sardo que se encargara de la seguridad de palacio. Era consciente de que decepcionaba al gigante, deseoso de derribar hititas; ¿pero a quién otro elegir para que velara por Kha e Iset la bella?
—No cambiaré mi decisión, Serramanna; te quedas en Pi-Ramsés.
—No se trata de mí, majestad; venid, os lo suplico.
El sardo parecía trastornado.
—¿Qué ocurre?
—Venid, majestad, venid…
Ramsés pidió a Merenptah que comunicara a los generales que la partida se retrasaba.
El carro del faraón siguió el caballo de Serramanna, que tomó el camino de palacio.
La camarera, la costurera y algunas siervas estaban agachadas en los pasillos y lloraban.
Serramanna se inmovilizó en el umbral de la alcoba de Iset la bella. La mirada del sardo sólo reflejaba asombro y angustia.
Ramsés entró.
Un embriagador perfume de lis llenaba la estancia, iluminada por el sol de mediodía. Iset la bella, vestida con una túnica blanca de gala y tocada con una diadema de turquesas, estaba tendida en su cama, con los brazos a lo largo del cuerpo y los ojos abiertos de par en par.
En la mesilla de noche de sicomoro había una túnica de piel de antílope. La prenda de Setaú, que ella había robado en su laboratorio.
—Iset…
Iset la bella, el primer amor de Ramsés, la madre de Kha y de Merenptah, la gran esposa real por la que se disponía a librar batalla… Iset la bella contemplaba el otro mundo.
—La reina ha elegido la muerte para evitar la guerra —explicó Serramanna—. Al envenenarse con los productos que saturaban la túnica de Setaú dejaba de ser un obstáculo para la paz.
—¡Divagas, Serramanna!
—La reina ha dejado un mensaje —intervino Ameni—. Lo he leído y he pedido a Serramanna que te avisara.
De acuerdo con la tradición, Ramsés no cerró los ojos de la difunta; era preciso enfrentarse al más allá con una mirada franca.
Enterrada en el Valle de las Reinas, Iset la bella descansaba en una tumba más modesta que la de Nefertari. El propio Ramsés había practicado los ritos de resurrección en la momia. El culto del ka de la reina correría a cargo de un colegio de sacerdotes y sacerdotisas, encargados de que su memoria viviera.
Sobre el sarcófago de la gran esposa real, el faraón había depositado una rama del sicomoro que había plantado en el jardín de su mansión de Menfis, cuando tenía diecisiete años. Aquel recuerdo de juventud lograría que el alma de Iset reverdeciera.
Al finalizar la ceremonia, Ameni y Setaú habían solicitado audiencia a Ramsés. Sin responderles, el rey había subido a la colina. Setaú se había lanzado tras él y, pese al esfuerzo impuesto a su débil constitución, Ameni le había imitado.
La arena, la pedregosa pendiente, el rápido paso de Ramsés que le abrasaba los pulmones… Ameni maldijo a lo largo del sendero, pero llegó a la cumbre desde donde el rey contemplaba el Valle de las Reinas y las moradas de Nefertari e Iset la bella.
Setaú guardó silencio para apreciar el grandioso paraje que se ofrecía a sus ojos. Jadeante, Ameni se sentó en una roca y se secó la frente con el dorso de la mano.
Finalmente se atrevió a romper la meditación del rey.
—Majestad, hay que tomar decisiones urgentes.
—Nada es más urgente que contemplar el país amado por los dioses. Hablaron y su voz se convirtió en cielo, montaña, agua y tierra. En la tierra roja de Set, hemos excavado la sepultura, cuya cámara de resurrección se baña en el océano de los orígenes que rodea el mundo. Con nuestros ritos preservamos la energía de la primera montaña, y nuestra patria resucita cada día. Lo demás es irrisorio.
—¡Para resucitar es preciso empezar sobreviviendo! Si el faraón se olvida de los hombres, éstos se retirarán para siempre a lo invisible.
Setaú imaginó que el tono crítico de Ameni le valdría una cortante respuesta de Ramsés. Pero el rey se limitó a contemplar la brutal separación entre los cultivos y el desierto, entre lo cotidiano y lo eterno.
—¿En qué estás pensando, Ameni?
—He escrito a Hattusil, el emperador del Hatti, para anunciarle la muerte de Iset la bella. Durante el período de luto, está excluido iniciar la guerra.
—Nadie podría haber salvado a Iset —afirmó Setaú—; había ingerido una excesiva cantidad de sustancias cuya mezcla es mortal. He quemado la maldita túnica, Ramsés.
—No te considero responsable; Iset creyó actuar por el interés de Egipto.
Ameni se levantó.
—Y tenía razón, majestad.
Enojado, el rey se volvió.
—¿Cómo te atreves a hablar así, Ameni?
—Temo tu cólera, pero quiero darte mi opinión: Iset ha abandonado este mundo para salvar la paz.
—¿Y tú qué dices, Setaú?
Como Ameni, Setaú estaba impresionado por la ardiente mirada de Ramsés. Pero debía ser sincero.
—Si te niegas a comprender el mensaje de Iset la bella, Ramsés, la matarás por segunda vez. Actúa de modo que su sacrificio no sea inútil.
—¿Y cómo debería actuar?
—Cásate con la princesa hitita —declaró Ameni con gravedad.
—Ahora nada se opone a ello —añadió Setaú.
Ramsés apretó los puños.
—¿Acaso es vuestro corazón duro como el granito? Iset apenas descansa en su sarcófago y os atrevéis a hablarme de matrimonio.
—No eres un viudo que llora a su mujer —asestó Setaú—, sino el faraón de Egipto que debe preservar la paz y salvar a su pueblo. A él le importan muy poco tus sentimientos, tu alegría o tu tristeza; desea ser gobernado y conducido por el buen camino.
—Un faraón unido a una gran esposa real hitita… ¿No es monstruoso?
—Al contrario —consideró Ameni—; ¿cómo sellar de modo más fulgurante el definitivo acercamiento entre ambos pueblos? Si aceptas esa boda, el espectro de la guerra se alejará durante largos años. ¿Imaginas la fiesta que celebrarán tu padre Seti y tu madre Tuya entre las estrellas? Y no evoco la memoria de Acha, que dio su vida para edificar una paz duradera.
—Te estás convirtiendo en un temible discutidor, Ameni.
—Sólo soy un escriba de salud frágil, sin demasiada inteligencia, pero tengo el honor de llevar las sandalias del dueño de las Dos Tierras. Y no tengo ganas de verlas mancilladas de nuevo de sangre.
—La Regla te impone gobernar con una gran esposa real —recordó Setaú—; eligiendo a la extranjera, ganarás la más hermosa de las batallas.
—¡Detesto a esa mujer!
—Tu vida no te pertenece, Ramsés; Egipto te exige este sacrificio.
—¡Y también vosotros, amigos míos, me lo exigís!
Ameni y Setaú asintieron con la cabeza.
—Dejadme solo, debo reflexionar.
Ramsés pasó la noche en la cima de la colina. Tras haberse alimentado con el sol naciente, se demoró en el Valle de las Reinas y luego se reunió con su escolta. Sin decir palabra, Ramsés subió a su carro y se dirigió con rapidez al Ramesseum, su templo de millones de años. Tras haber celebrado allí los ritos del alba y haberse recogido en la capilla de Nefertari, el faraón se retiró a su palacio, donde procedió a largas abluciones, bebió leche, comió higos y pan fresco.
Con el rostro descansado, como si hubiera dormido varias horas, el monarca abrió la puerta del despacho donde Ameni, con el rostro enfurruñado, redactaba el correo administrativo.
—Elige un papiro virgen de calidad superior y escribe a mi hermano, el emperador del Hatti.
—¿Y… qué debe decir la carta?
—Anúnciale que he decidido convertir a su hija en mi gran esposa real.