17

La lluvia caía desde hacía varios días y la niebla demoraba la marcha del convoy del jefe de la diplomacia egipcia. Acha admiraba los asnos que, a pesar de soportar cargas de setenta kilos, avanzaban con paso seguro, indiferentes al mal tiempo. Egipto veía en ellos una de las encarnaciones del dios Set, de inagotable potencia; sin los asnos, no había prosperidad.

Acha estaba impaciente por abandonar Siria del Norte, atravesar Fenicia y entrar en los protectorados egipcios. Por lo general, los viajes le divertían; pero éste parecía un fardo que a duras penas levantaba. Los paisajes le aburrían, las montañas le incomodaban, los ríos arrastraban negras ideas.

El responsable militar del convoy era un veterano que había pertenecido al ejército de salvamento que acudió a ayudar a Ramsés cuando combatía solo contra los hititas, en Kadesh. El hombre conocía bien a Acha y sentía estima por él; sus hazañas de agente secreto y su conocimiento del terreno obligaban al respeto. El ministro de Asuntos Exteriores tenía también fama de ser un personaje amable, de brillante conversación; pero desde la partida estaba taciturno y triste.

Aprovechando un alto en un aprisco donde animales y hombres se calentaron, el veterano se sentó junto a Acha.

—¿Os sentís mal?

—Sólo fatigado.

—Las noticias no son alentadoras, ¿no es cierto?

—Podrían ser mejores pero, mientras Ramsés siga gobernando, la situación nunca será desesperada.

—Yo conozco bien a los hititas: son brutales y conquistadores. Algunos años de tregua les han vuelto más vengativos todavía.

—Os equivocáis; tal vez nuestro mundo se desgarre a causa de una mujer. Es cierto que es distinta a todas las demás, puesto que se trata de la gran esposa real. Ramsés tiene razón: no hay que hacer concesión alguna cuando los valores fundamentales de nuestra civilización están en juego.

—¡He aquí un lenguaje poco diplomático!

—La edad de la jubilación se aproxima. Me había prometido dimitir cuando los viajes me parecieran agotadores y aburridos; ese día ya ha llegado.

—El rey no querrá separarse de vos.

—Soy tan testarudo como él e intentaré tener éxito en esa negociación; encontrarme un sucesor será más fácil de lo que imagina. Los «hijos reales» no son todos simples cortesanos, algunos están considerados incluso excelentes servidores de Egipto. En mi oficio, cuando la curiosidad se apaga, hay que saber detenerse. El mundo exterior no me interesa ya, ahora sólo deseo sentarme a la sombra de las palmeras y ver correr el Nilo.

—¿No será un simple momento de cansancio? —preguntó el veterano.

—En absoluto. Mi decisión es irrevocable.

—Para mí también será el último viaje. ¡Tranquilidad por fin!

—¿Dónde vivís?

—En una aldea, cerca de Karnak; mi madre es muy mayor ya, seré feliz ayudándole a tener una vejez tranquila.

—¿Estáis casado?

—No he tenido tiempo.

—Yo tampoco —dijo Acha, soñador.

—Todavía sois joven.

—Prefiero aguardar a que la edad apague mi pasión por las mujeres; hasta entonces, asumiré valerosamente esta debilidad. Esperemos que el tribunal del gran dios me lo perdone.

El veterano encendió una hoguera con sílex y leña seca.

—Tenemos excelente carne seca y un vino aceptable.

—Me limitaré a una copa de vino.

—¿Perdéis el apetito?

—Cierto número de apetitos me han abandonado ya. Tal vez sea el comienzo de la sabiduría.

La lluvia había cesado por fin.

—Podríamos ponernos en marcha.

—Hombres y animales están cansados —objetó el veterano—; cuando hayan descansado, avanzarán más deprisa.

—Voy a dormir un poco —afirmó Acha, consciente de que no conseguiría conciliar el sueño.

El convoy atravesó un encinar que dominaba una abrupta pendiente sembrada de agrietados bloques. Por el estrecho sendero sólo se podía avanzar en fila india. El cambiante cielo estaba cubierto de cohortes de nubes.

Una extraña sensación obsesionaba a Acha. Intentaba en vano apartarla, soñando con las riberas del Nilo, con el sombreado jardín de la mansión de Pi-Ramsés donde viviría apacibles días, con los perros, los monos y los gatos, a los que, por fin, podría dedicarles su tiempo.

Su mano diestra se posó en la daga de hierro que le había entregado Hattusil para sembrar la inquietud en el espíritu de Ramsés. Inquietar a Ramsés… ¡Qué poco conocía Hattusil al faraón! Nunca cedería a la amenaza. Acha sintió deseos de arrojar el arma al arroyo que corría por debajo, pero sabía que esa daga no iba a iniciar las hostilidades.

Durante algún tiempo, Acha había pensado que sería bueno unificar las costumbres y abolir las diferencias entre pueblos; sin embargo, ahora estaba convencido de lo contrario. De la uniformidad nacerían monstruos, Estados sin genio alguno, sometidos a poderes tentaculares, y aprovechados que defenderían la causa del hombre para ahogarle mejor y hacerle pasar por el aro.

Sólo alguien como Ramsés era capaz de apartar a la humanidad de su natural tendencia, la estupidez y la pereza, y conducirla hacia los dioses. Y si la vida no ofrecía ya un solo Ramsés a la especie humana, ésta desaparecería en el caos y la sangre de los combates fratricidas.

¡Qué bueno era confiar en Ramsés para las decisiones vitales! El faraón, en cambio, no tenía más guía que lo invisible y el más allá. Sólo frente a lo divino, en el naos del templo, lo estaba también frente a su pueblo, al que debía servir sin pensar en su propia gloria. Y, desde hacía milenios, la institución faraónica había superado los obstáculos y atravesado las crisis porque no era sólo de este mundo.

Cuando hubiera abandonado su equipaje de ministro itinerante, Acha reuniría los antiguos textos sobre la doble naturaleza del faraón, celeste y terrenal, y ofrecería la colección a Ramsés. Hablarían de ellos durante dulces veladas, bajo un emparrado o a orillas de un estanque cubierto de lotos.

Acha había tenido suerte, mucha suerte. Ser amigo de Ramsés el Grande, haberle ayudado a desactivar las conjuras y rechazar el peligro hitita… ¿Podía desear algo más exaltante? Cien veces había perdido Acha la esperanza en el futuro, a causa de la bajeza, la traición y la mediocridad; pero cien veces la presencia de Ramsés había hecho brillar de nuevo el sol.

Un árbol muerto, de gran tamaño, ancho tronco y visibles raíces, parecía, sin embargo, indestructible.

Acha sonrió. ¿No era ese árbol muerto fuente de vida? Los pájaros se encontraban en el refugio, los insectos se alimentaban de él. Simbolizaba, por sí solo, el misterio de las relaciones invisibles entre los seres vivos. ¿Qué eran los faraones sino árboles inmensos que llegaban al cielo, que ofrecían alimento y protección a todo un pueblo? Ramsés no moriría nunca porque su función le había obligado a cruzar, en vida, las puertas del más allá; y sólo el conocimiento de lo sobrenatural permitía a un monarca orientar correctamente lo cotidiano.

Acha no había frecuentado en exceso los templos, pero había tratado a Ramsés y, por osmosis, se había iniciado en ciertos secretos cuyo guardián y depositario era el faraón. Tal vez el ministro de Ramsés se cansaba ya de su apacible retiro, antes incluso de haberlo vivido; ¿no sería más exaltante abandonar el mundo exterior y adoptar la existencia de los reclusos, para conocer otra aventura, la del espíritu?

El sendero se hacía empinado, el caballo de Acha sufría. Un collado más y comenzaría el descenso hacia Canaán y el camino hacia la frontera noreste del delta de Egipto. Durante mucho tiempo, Acha se había negado a creer que le satisfaría una vida sencilla, en la tierra donde había nacido, al abrigo de tumultos y pasiones. La mañana de la partida, mirándose a un espejo, había visto su primera cana; la nieve de las montañas de Anatolia se había adelantado. Una señal sin ambigüedad, la victoria de la vejez que tanto había temido.

Sólo él sabía que su organismo estaba desgastado a causa de los excesivos viajes, riesgos y peligros que había corrido; Neferet, la médico en jefe del reino, conseguiría aliviar algunos males y retrasar la degradación, pero Acha no disponía, como Ramsés, de una energía renovada por los ritos. El diplomático había ido más allá de sus fuerzas, su tiempo de vida estaba casi agotado.

De pronto se oyó el terrorífico grito de un hombre herido de muerte. Acha detuvo su caballo y se volvió. Desde la retaguardia llegaron otros gritos. Abajo se combatía y volaban algunas flechas, disparadas desde la copa de las encinas. Un grupo de libios e hititas armados de cortas espadas y lanzas surgieron de ambos lados del camino.

La mitad de los soldados egipcios fue exterminada en pocos minutos; los supervivientes consiguieron terminar con algunos agresores, muy superiores en número.

—¡Huid! —recomendó el veterano a Acha—. ¡Galopad en línea recta!

Acha no vaciló. Blandiendo la daga de hierro, se arrojó sobre un arquero libio, reconocible por las dos plumas clavadas en sus cabellos, ceñidos por una cinta negra y verde. Con un amplio gesto, el egipcio le cortó la garganta.

—Cuidado, cuid…

La advertencia del veterano se perdió en un estertor. La pesada espada, manejada por un demonio de largos cabellos y pecho cubierto de vello rojizo, acababa de partirle el cráneo.

En el mismo instante, una flecha alcanzó a Acha en la espalda. Sin aliento, el jefe de la diplomacia egipcia se derrumbó en el húmedo suelo.

Había cesado toda resistencia.

El demonio se acercó al herido.

—Uri-Techup…

—¡Eso es, Acha, yo soy el vencedor! Por fin me vengo de ti, diplomático maldito que contribuiste a mi decadencia. Pero tú no eras más que un obstáculo en mi camino. Ahora le llega el turno a Ramsés. Ramsés creerá que el autor de la agresión es el cobarde Hattusil. ¿Qué te parece mi plan?

—Que… el cobarde… eres tú.

Uri-Techup se apoderó de la daga de hierro y la clavó en el pecho de Acha. El pillaje había comenzado ya; si el hitita no intervenía, los libios se matarían mutuamente.

Acha ya no tenía fuerzas para escribir con su sangre el nombre de Uri-Techup. Con el índice, recurriendo a lo más hondo de su agonizante energía, trazó un solo jeroglífico en su túnica, a la altura del corazón, y se encogió definitivamente.

Ramsés comprendería aquel jeroglífico.