16

Una lluvia glacial caía sobre Hattusa; el convoy del jefe de la diplomacia egipcia estaba listo para partir. Elegante y refinada con su larga túnica a franjas, indiferente al frío, la emperatriz fue a saludar a Acha.

—El emperador está en la cama —reveló.

—Nada grave, espero.

—Un poco de fiebre que desaparecerá enseguida.

—Deseadle una rápida recuperación, majestad.

—El fracaso de la negociación me ha dejado desolada —reconoció Putuhepa.

—A mí también, majestad.

—¿Y si Ramsés acabara cediendo?

—No nos hagamos ilusiones.

—Nunca os había visto tan pesimista, Acha.

—Sólo nos quedan dos esperanzas: un milagro y… vos misma. ¿No podríais atenuar la intransigencia de vuestro esposo?

—Hasta el momento, he fracasado… Pero proseguiré.

—Majestad, querría deciros… No, no tiene importancia.

—Os escucho.

—Realmente no tiene importancia.

¿Cómo podía Acha confesar a la emperatriz del Hatti que, de entre todas las mujeres que había conocido, ella era la única con la que se hubiera casado de buena gana? Habría sido de un mal gusto imperdonable.

Acha miró a Putuhepa con intensidad, como si quisiera grabar en su interior el recuerdo de un rostro inaccesible. Luego se inclinó.

—No os marchéis triste, Acha; haré lo que pueda para evitar lo peor.

—Yo también, majestad.

Cuando el convoy se puso en marcha hacia el sur, Acha no se volvió.

Setaú se sentía maravillosamente. Salió de la alcoba sin despertar a Loto, cuyo cuerpo desnudo, tan conmovedor, no dejaba de suscitar su deseo. Vaciló unos instantes, luego se dirigió a su laboratorio. El veneno de la víbora cornuda, recogido la noche anterior, debía ser tratado aquel día; su trabajo de administrador de una provincia nubia no había hecho olvidar al encantador de serpientes las reglas del oficio.

Una joven sierva que llevaba una bandeja con fruta se quedó petrificada. Asustada por el brutal aspecto de Setaú, no se atrevió a huir; ¿no era aquel hombre el mago que empuñaba las serpientes venenosas sin temor a que le mordieran?

—Tengo hambre, pequeña; vete a buscar pescado seco, leche y pan fresco.

Temblando, la sierva obedeció. Setaú salió al jardín y se tendió en la hierba para impregnarse mejor del sabor de la tierra. Comió con apetito y, luego, tarareando un estribillo reservado a oídos avisados, regresó al ala del palacio destinada a las experimentaciones.

Le faltaba su ropa habitual, su túnica de piel de antílope, saturada de antídotos contra las mordeduras de las serpientes. Aquellos productos tenían que ser utilizados con cuidado, pues el remedio podía resultar peor que la enfermedad. Gracias a aquella farmacia ambulante, Setaú era capaz de combatir numerosas enfermedades.

Antes de tomar a Loto en sus brazos, había dejado su túnica en una silla baja. No, se equivocaba… había sido en la otra habitación. Setaú registró la antecámara, una pequeña sala columnada, la sala de aseo, los lugares excusados.

En balde.

Sólo le quedaba buscar en la alcoba. Sí, claro… Allí había dejado su preciosa túnica.

Loto despertó; Setaú la besó con ternura en los pechos.

—Dime, querida… ¿dónde has puesto mi túnica?

—Nunca la toco.

Nervioso, Setaú registró la habitación, sin resultado.

—Ha desaparecido —concluyó.

Serramanna esperaba que, esta vez, Ramsés le llevara consigo para enfrentarse con los hititas. Desde hacía muchos años, el antiguo pirata sentía deseos de rebanar el gaznate a los bárbaros de Anatolia y cortar las manos de los vencidos, para contarlos. Cuando el rey libró la batalla de Kadesh, el gigante sardo había recibido la orden de permanecer en Pi-Ramsés y encargarse de la seguridad de la familia real; desde entonces, había formado hombres capaces de asumir esa tarea y hoy sólo soñaba con destripar al enemigo.

La irrupción de Setaú en el cuartel donde se entrenaba el sardo no dejó de sorprenderle; los dos hombres no siempre se habían llevado bien, pero habían aprendido a apreciarse y se sabían unidos por un punto común: la fidelidad a Ramsés.

El antiguo pirata dejó de golpear el muñeco de madera que destrozaba a puñetazos.

—¿Algún problema, Setaú?

—Me han robado mi bien más precioso: mi túnica medicinal.

—¿Sospechas de alguien?

—Un médico celoso, por fuerza; ¡y ni siquiera sabrá utilizarla!

—¿Puedes ser más concreto?

—Lamentablemente, no.

—Alguien ha querido hacerte una jugarreta, porque desempeñas un papel demasiado importante en Nubia. En la corte no te aprecian mucho.

—Hay que registrar el palacio, las mansiones de los nobles, los talleres, las…

—¡Calma, calma, Setaú! Voy a asignar dos hombres al caso, pero estamos en período de movilización general y tu túnica no puede ser prioritaria.

—¿Sabes a cuánta gente ha salvado ya?

—Soy consciente de ello, pero será mejor que te procures otra.

—Decirlo es fácil. Me había acostumbrado a ésta.

—¡Vamos, Setaú! No me vengas con historias y vayamos a tomar una copa. Luego iremos juntos a casa del mejor curtidor de la ciudad. Después de todo, hay que cambiar de piel un día u otro.

—Quiero conocer al autor del robo.

Ramsés leyó el último informe de Merenptah, claro y conciso. Su hijo menor daba pruebas de gran lucidez. Cuando Acha regresara del Hatti, el faraón iniciaría las últimas negociaciones con Hattusil. Pero el emperador no se engañaría y, como el rey de Egipto, aprovecharía ese período para preparar su ejército para el combate.

Las tropas de élite egipcias estaban en mejores condiciones de lo que Ramsés había supuesto; sería fácil enrolar mercenarios aguerridos y acelerar la preparación de los jóvenes reclutas. En cuanto al armamento, pronto estaría al completo gracias a la intensiva producción de los armeros. Los oficiales nombrados por Merenptah, con el aval de Ramsés, encuadrarían a unos soldados capaces de enfrentarse victoriosamente con los hititas.

Cuando Ramsés se pusiera a la cabeza de su ejército para dirigirse al norte, la seguridad del triunfo inflamaría el corazón de sus regimientos.

Hattusil hacía mal renunciando a la paz; Egipto no sólo lucharía con ardor por su supervivencia, sino que tomaría la iniciativa para sorprender a los guerreros de Anatolia. Esta vez, Ramsés conquistaría la fortaleza de Kadesh.

Sin embargo, una insólita ansiedad oprimía el corazón del rey, como si dudara de la conducta que debía seguir; puesto que Nefertari no estaba ya a su lado para iluminar el camino, el monarca debía consultar a una divinidad.

Ramsés ordenó a Serramanna que preparara una embarcación rápida para dirigirse a Hermópolis[4], en el Medio Egipto. Mientras el soberano cruzaba la pasarela, Iset la bella le dirigió una súplica.

—¿Puedo ir contigo?

—No, necesito estar solo.

—¿Tienes noticias de Acha?

—Pronto estará de regreso.

—Ya conoces mis sentimientos, majestad; dame una orden y obedeceré. La felicidad de Egipto cuenta más que la mía.

—Te lo agradezco, Iset; pero esta felicidad desaparecería si Egipto doblara el espinazo ante la injusticia.

La vela blanca se alejó hacia el sur.

Al borde del desierto, cerca de la necrópolis donde habían sido inhumados los grandes sacerdotes del dios Thot, crecía una inmensa palmera duma, mucho más alta que sus semejantes. Según la leyenda, Thot, el corazón de la luz divina y el señor de la lengua sagrada, se aparecía aquí a los fieles que habían preservado su boca de palabras inútiles. Ramsés sabía que el dios de los escribas era un fresco manantial para el silencioso, manantial que permanecía seco para el charlatán. El rey meditó un día y una noche al pie de la palmera duma, para apaciguar el tumultuoso flujo de sus pensamientos.

Al alba, un potente grito saludó el nacimiento del sol.

A menos de tres metros de Ramsés se hallaba un mono colosal, un quinocéfalo de agresivas mandíbulas. El faraón aguantó su mirada.

—Ábreme el camino, Thot, tú que conoces los misterios del cielo y de la tierra. Revelaste la Regla a los dioses y los hombres, modelaste las palabras de poder. Hazme seguir el justo camino, el que sea útil a Egipto.

El quinocéfalo se irguió sobre sus patas traseras. Más alto que Ramsés, levantó sus patas delanteras al sol, en signo de adoración. El rey imitó su gesto, él, cuyos ojos soportaban la luz sin ser abrasado.

La voz de Thot brotó del cielo, de la palmera duma y de la garganta del babuino; el faraón la recogió en su corazón.