Un viento gélido soplaba en la altiplanicie de Anatolia; en Hattusa, el otoño se parecía a veces al invierno. Acha no podía quejarse de la hospitalidad de Hattusil; la comida era aceptable, aunque rústica, y las dos jóvenes hititas encargadas de distraerle cumplían su tarea con celo y convicción.
Pero añoraba Egipto. Egipto, y a Ramsés. Acha deseaba envejecer a la sombra del monarca al que había servido durante toda su vida y por el que había aceptado, con oculto entusiasmo, afrontar los peores peligros. El verdadero poder, que fascinaba al adolescente Acha durante sus estudios en Menfis, lo detentaba Ramsés, y no Moisés, como había creído durante un corto período. Moisés luchaba por la aplicación de una verdad revelada y definitiva, Ramsés erigía día tras día la verdad de una civilización y de un pueblo, porque hacía ofrenda de sus actos a Maat, a lo invisible y al principio de vida. Como sus predecesores, Ramsés sabía que lo inmóvil corría hacia la muerte; se parecía pues a un músico capaz de tocar varios instrumentos y crear sin cesar nuevas melodías con las mismas notas de eternidad. Ramsés no había hecho del poderío legado por los dioses un poder sobre los hombres, sino un deber de rectitud; y esta fidelidad a Maat no permitía a un faraón de Egipto convertirse en un tirano. Su función no consistía en someter a los hombres sino en liberarlos de sí mismos. Ver a Ramsés reinando era contemplar a un tallador de piedra cuando moldeaba el rostro de una divinidad.
Vestido con un manto de lana roja y negra, parecido al que había llevado su difunto hermano, Hattusil entró en los aposentos que le habían asignado al jefe de la diplomacia egipcia.
—¿Estás satisfecho de mi acogida, Acha?
—Con mucho menos lo estaría, majestad.
—¿No te afecta este frío precoz?
—Mentiría si afirmase lo contrario; hace tan buen tiempo en las orillas del Nilo ahora.
—Cada país tiene sus ventajas… ¿No te gusta ya el Hatti?
—Cuanto más envejezco, majestad, más casero me vuelvo.
—Tengo una buena noticia: mi reflexión ha terminado. Mañana mismo podrás ponerte en camino hacia Egipto. Pero también tengo que comunicarte una mala noticia: no transigiré y mis exigencias no han variado. Mi hija debe convertirse en la gran esposa real de Ramsés.
—¿Y si el faraón persiste en su negativa?
Hattusil volvió la espalda al egipcio.
—Ayer convoqué a mis generales y les ordené que prepararan nuestras tropas para el combate. Puesto que mi hermano el faraón me pidió hierro, he hecho fabricar para él un arma única.
El emperador se volvió y sacó del bolsillo interior de su manto una daga de hierro que entregó a Acha.
—Una maravilla, ¿no es cierto? A pesar de ser tan ligera y manejable, es capaz de traspasar cualquier escudo. He mostrado la daga a mis generales y les he prometido que yo mismo la recuperaría del cadáver de mi hermano Ramsés si rechaza mis condiciones.
El sol se ponía sobre el templo de Set, el edificio más extraño de Pi-Ramsés. El santuario donde residía el señor de las perturbaciones cósmicas había sido erigido en el emplazamiento de la capital de los hicsos, aquellos odiados ocupantes a los que habían expulsado los primeros reyes de la decimoctava dinastía. Ramsés había transformado aquel lugar nefasto en polo de energía positiva; se había enfrentado a Set y se había apropiado de su poder.
Aquí, en un dominio prohibido donde sólo el hijo de Seti osaba penetrar, el faraón obtenía la fuerza necesaria para librar el próximo combate.
Cuando Ramsés salió del templo, Merenptah, su hijo menor, se acercó a él.
—He realizado mi tarea, padre.
—Has trabajado deprisa…
—Ningún cuartel de Pi-Ramsés y de Menfis ha escapado a mis investigaciones.
—¿No concedes crédito alguno a los informes de los oficiales superiores?
—Bueno…
—Habla con franqueza.
—Ninguno, majestad.
—¿Por qué razón, Merenptah?
—Los he observado. Son gente acomodada, confían tanto en la paz que has instaurado que olvidan realizar maniobras serias. Seguro de su fuerza, orgulloso de sus victorias pasadas, nuestro ejército se adormece.
—¿Cuál es el estado de nuestro armamento?
—La cantidad es suficiente, pero la calidad a menudo es dudosa. Los herreros trabajan despacio desde hace muchos años, numerosos carros necesitan profundas revisiones.
—Encárgate de eso.
—Puedo herir susceptibilidades.
—Cuando la suerte de Egipto está en juego, carece de importancia. Compórtate como un verdadero general en jefe. Jubila a los oficiales incapaces, nombra a hombres seguros para los puestos de responsabilidad, devuelve a nuestro ejército el armamento que necesita. No comparezcas ante mí hasta haber cumplido tu misión.
Merenptah se inclinó ante el faraón y regresó al cuartel general.
Un padre debería hablar de otro modo a su hijo: pero Ramsés era el señor de las Dos Tierras y Merenptah, su posible sucesor.
Iset la bella había perdido el sueño; sin embargo, conocía la felicidad: ver a Ramsés cada día, hacerse confidencias con él, estar a su lado en los rituales y las ceremonias oficiales… Y sus dos hijos, Kha y Merenptah, hacían una brillante carrera.
Pero Iset la bella estaba cada vez más triste y más sola, como si aquel exceso de felicidad la corroyese y la privara de sus fuerzas. Había averiguado la causa de sus noches en blanco: Nefertari había sido artesana de la paz, mientras que ella, Iset, se convertía en sinónimo de conflicto. Al igual que Helena había sido el origen de la terrible guerra de Troya, Iset seria, ante los ojos del pueblo, la que iba a provocar un nuevo enfrentamiento entre Egipto y el Hatti.
Bajo el impulso de Merenptah, cuya autoridad no discutían los oficiales superiores, Pi-Ramsés sufría un acceso de fiebre militar. El entrenamiento intensivo y la producción de armas se había reanudado.
—¿Cuándo podré maquillaros, majestad? —preguntó la peluquera de la reina.
—¿Se ha levantado el rey?
—¡Hace ya mucho rato!
—¿Almorzamos juntos?
—Ha avisado a vuestro mayordomo de que trabajaría durante todo el día con el visir y los jefes de las fortalezas de Canaán, llamados urgentemente a Pi-Ramsés.
—Haz que preparen mi silla de manos.
—¡Majestad! Apenas estáis peinada, no os he puesto la peluca, no os he maquillado…
—Apresúrate.
Iset la bella era un peso muy leve para los doce robustos mocetones que llevaban a la reina del palacio al despacho de Ameni. Como la gran esposa real les había pedido que se apresuraran, gozarían de una prima y un descanso suplementario.
La reina penetró en una verdadera colmena. La veintena de escribas que componían el restringido equipo de Ameni trataba un considerable número de asuntos y no tenía ni un segundo que consagrar a la cháchara. Era preciso leer, resumir para el secretario particular del rey, seleccionar y archivar, sin retrasarse en absoluto.
Iset cruzó la sala de las columnas; algunos funcionarios ni siquiera levantaron los ojos. Cuando penetró en el despacho de Ameni, éste masticaba una rebanada de pan untada con grasa de oca y redactaba una carta en la que regañaba a un supervisor de los graneros.
Sorprendido, el portasandalias de Ramsés se levantó.
—Majestad…
—Sentaos, Ameni. Tengo que hablaros.
La reina cerró la puerta de madera del despacho y corrió el cerrojo. El escriba se sentía incómodo; había admirado a Nefertari tanto como detestaba a Iset, con la que había chocado ya. Contra su costumbre, su aspecto no la favorecía: su mirada apagada y su rostro cansado no podían embellecerse con ningún artificio de maquillaje.
—Vuestra ayuda me es indispensable, Ameni.
—Majestad, no veo…
—Dejad de haceros el astuto conmigo. No ignoro que la corte se sentiría aliviada si el faraón me repudiase.
—¡Majestad!
—Así es, y nada puedo hacer para cambiarlo. Decidme vos, que lo sabéis todo, que piensa el pueblo.
—Es bastante delicado…
—Quiero conocer la verdad…
—Sois la gran esposa real, ninguna crítica debe alcanzaros.
—La verdad, Ameni.
El escriba bajó los ojos, como si se concentrara en su papiro.
—Hay que comprender al pueblo, majestad; está acostumbrado a la paz.
—El pueblo amaba a Nefertari pero a mí no me aprecia mucho: esa es la verdad que queréis ocultarme.
—Son las circunstancias, majestad.
—Hablad con Ramsés, decidle que soy consciente de la gravedad de la situación y que estoy dispuesta a sacrificarme para evitar un conflicto.
—Ramsés ha tomado ya su decisión.
—Insistid ante él, Ameni, os lo ruego.
El secretario particular del rey se quedó convencido de la sinceridad de Iset la bella. Por primera vez le pareció digna de ser reina de Egipto.