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Aunque el sol se había levantado desde hacía mucho tiempo, el palacio de Pi-Ramsés seguía sumido en un profundo silencio. Ciertamente, todos se entregaban a sus ocupaciones, pero evitando el menor ruido; desde los cocineros hasta las camareras, los empleados se movían como sombras.

La cólera de Ramsés había llenado de terror a todo el personal. Los viejos servidores, que conocían al monarca desde su juventud, nunca le habían visto en aquel estado; el poder de Set se había manifestado con la violencia de una tormenta que dejaba atónitas a sus víctimas.

A Ramsés le dolían las muelas.

Por primera vez, a sus cincuenta y cinco años, se sentía afectado por un sufrimiento físico. Enfurecido por la mediocridad de los cuidados que prodigaban los dentistas de palacio, les había ordenado que desaparecieran de su vista. Salvo Ameni, nadie sabía que otro motivo alimentaba el enfado del faraón: Hattusil retenía a Acha en la capital hitita, con el pretexto de proseguir las negociaciones. ¿No se trataba, más bien, de tomarle como rehén?

Las esperanzas de la corte ya sólo descansaban en una persona: el médico en jefe del reino. Si no conseguía aliviar al monarca, su humor podía alterarse más aún.

Pese al dolor, Ramsés seguía trabajando con el único ser capaz de soportarle en semejantes momentos: el propio Ameni, que siempre se mostraba igual de gruñón y que detestaba también las zalemas de los cortesanos. Cuando se trabajaba, no era necesario ser amable; y que el rey fuera desagradable no impedía tratar los asuntos urgentes.

—Hattusil se burla de Egipto —afirmó el faraón.

—Tal vez busca una puerta de salida —sugirió Ameni—. Tu negativa es una ofensa intolerable, pero será el emperador del Hatti quien tome la decisión de iniciar un nuevo conflicto.

—¡El viejo zorro me echará encima la responsabilidad!

—Acha ha jugado bien la partida; estoy convencido de que Hattusil está perplejo.

—¡Te equivocas! Es un revanchista.

—En cuanto Acha consiga hacerte llegar un mensaje, sabremos la verdad. Gracias al código que utiliza, averiguarás si negocia con plena libertad o si está prisionero.

—Le retienen contra su voluntad, es evidente.

Llamaron con discreción a la puerta.

—No quiero ver a nadie —decretó el rey.

—Tal vez sea el médico en jefe —objetó Ameni yendo a abrir.

En el umbral, el gran chambelán se moría de miedo ante la idea de molestar al monarca.

—Ha llegado el médico en jefe —murmuró—; ¿acepta su majestad recibirle?

El gran chambelán y Ameni se apartaron para dejar pasar a una joven hermosa como una aurora de primavera, como un loto que florece, como una ola cabrilleando en mitad del Nilo. Con los cabellos casi rubios, un rostro muy puro de tiernas líneas, tenía una mirada directa y ojos de un azul de estío. En su esbelto cuello lucía un collar de lapislázuli; en sus muñecas y tobillos, brazaletes de coralina. Su túnica de lino permitía adivinar unos pechos firmes y altos, unas caderas sin grasa, perfectamente modeladas, y unas piernas largas y finas. Neferet, «la bella, la perfecta, la cumplida»… ¿De qué otro modo podía llamarse? Incluso Ameni, que no había tenido tiempo para interesarse por las mujeres, criaturas volubles e incapaces de concentrarse durante horas sobre un papiro técnico, tuvo que admitir que ésta podría haber rivalizado en belleza con Nefertari.

—Llegáis muy tarde —se lamentó Ramsés.

—Lo siento, majestad; estaba en provincias, practicando una intervención quirúrgica que espero que haya salvado la vida a una niña.

—¡Vuestros colegas son imbéciles e incapaces!

—La medicina es, a la vez, un arte y una ciencia; tal vez les haya faltado destreza.

—Afortunadamente, el anciano doctor Pariamakhu está jubilado; todos aquellos a quienes ya no cuida tienen posibilidades de salvarse.

—Pero vos sufrís.

—¡No tengo tiempo para sufrir, Neferet! Curadme enseguida.

Ameni enrolló el papiro contable que acababa de presentar a Ramsés, saludó a Neferet y volvió a su despacho. El portasandalias del faraón no soportaba los gritos de dolor ni la visión de la sangre.

—¿Consiente vuestra majestad en abrir la boca?

Neferet examinó al ilustre paciente. Antes de acceder al envidiado grado de médico generalista, había estudiado y practicado numerosas especialidades, desde la odontología a la cirugía, pasando por la oftalmología.

—Un dentista competente os aliviará, majestad.

—Seréis vos y nadie más.

—Puedo proponeros un especialista…

—Vos, y ahora mismo. Vuestro puesto está en juego.

—Venid conmigo, majestad.

El centro de cuidados de palacio era soleado y ventilado; en los blancos muros había representaciones de plantas medicinales. El rey se había instalado en un confortable sillón, con la cabeza echada hacia atrás; su nuca descansaba en un almohadón.

—Como anestesia local utilizaré uno de los productos fabricados por Setaú; no sentiréis nada —explicó Neferet.

—¿Cuál es la naturaleza del mal?

—Una caries con complicaciones infecciosas que han producido un absceso que voy a drenar. No será necesario extraer la muela, realizaré una obturación con una mezcla de resina y de sustancias minerales. Para la otra muela enferma, pulverizaré un remedio específico que «cebará el mal», como decimos en nuestra jerga: ocre medicinal, miel, polvo de cuarcita, fruto cortado del sicomoro, harina de habas, comino, coloquíntida, brionia, goma de acacia y «sudor» del sauzgatillo son los ingredientes utilizados.

—¿Cómo los habéis elegido?

—Dispongo de tratados de medicina escritos por los sabios de tiempos antiguos, majestad, y compruebo la composición con mi instrumento favorito.

Entre el pulgar y el índice, Neferet sujetaba un hilo de lino en cuyo extremo oscilaba un pequeño fragmento de granito tallado en rombo; comenzaba a girar muy deprisa sobre el remedio apropiado.

—Practicáis la radiestesia, como mi padre.

—Y como vos, majestad; ¿no encontrasteis acaso agua en el desierto? Eso no es todo: tras esta pequeña operación, tendréis que cuidar vuestras encías masticando cada día una pasta a base de brionia, enebro, absenta, fruto del sicomoro, incienso y ocre medicinal. En caso de que sintáis dolor, beberéis una decocción de corteza de sauce[3]; es un analgésico muy eficaz.

—¿Hay otra mala noticia?

—El examen de vuestro pulso y vuestros ojos demuestra que estáis dotado de una excepcional energía que os permitirá sofocar, en cuanto aparezcan, muchas enfermedades; pero en vuestra vejez sufriréis reumatismo… Y tendréis que aceptarlo.

—¡Espero morir antes de esta decadencia!

—Encarnáis la paz y la felicidad, majestad; Egipto desea que lleguéis a edad muy avanzada. Cuidaros es un deber imperioso. ¿No son ciento diez años la edad de los sabios? Ptah-hotep aguardó a haberlos alcanzado antes de redactar sus Máximas.

Ramsés sonrió.

—Mirándoos y escuchándoos, el dolor desaparece.

—Es el efecto de la anestesia, majestad.

—¿Os satisface mi política de sanidad?

—Pronto redactaré mi informe anual. En su conjunto, la situación es satisfactoria, pero nunca debemos cesar de desarrollar la higiene pública y privada. Gracias a ella, Egipto permanece al margen de epidemias. Vuestro director de la Doble Casa del Oro y la Plata no debe regatear en la compra de productos caros y raros que entran en la composición de los remedios. Acabo de saber que no recibiremos la habitual entrega de olíbano; y no puedo prescindir de él.

—No os preocupéis, nuestras reservas son abundantes.

—¿Estamos dispuestos, majestad?

En Kadesh, frente a miles de hititas desenfrenados, Ramsés no había temblado. Pero cuando vio que se aproximaban a su boca los instrumentos del dentista, cerró los ojos.

El carro de Ramsés corría tan velozmente que a Serramanna le costaba seguirle. Desde que Neferet le había proporcionado unos cuidados de notable eficacia, el dinamismo del monarca había aumentado. Sólo Ameni, a pesar de sus dolores dorsales, conseguía adoptar el ritmo de trabajo del soberano.

Una carta cifrada de Acha había tranquilizado a Ramsés; el jefe de su diplomacia no estaba prisionero, pero seguía en Hattusa entregado a unas negociaciones de duración indeterminada. Como Ameni había supuesto, el emperador hitita temía lanzarse a una aventura guerrera de incierto final.

Mientras la crecida iba retirándose del Bajo Egipto, al final de un mes de septiembre cuya dulce calidez era un bálsamo para el cuerpo, el carro del rey corría a lo largo de un canal que abastecía algunas aldeas. Nadie, ni siquiera Ameni, conocía la naturaleza de la urgente misión que Ramsés consideraba oportuno realizar personalmente.

Desde la muerte de Chenar, el hermano mayor del rey, y de sus cómplices, era más fácil velar por la seguridad de Ramsés. Pero la libertad de maniobra de Uri-Techup preocupaba al gigante sardo, que deploraba la intrepidez del monarca, apenas atenuada por la edad.

Ramsés se detuvo al pie de un árbol que crecía junto al canal. Sus hojas lanceoladas eran encantadoras.

—¡Ven a ver, Serramanna! Según los archivos de la Casa de Vida, este es el sauce más viejo de Egipto. De su corteza se extrae una sustancia antiinflamatoria que me ha aliviado. Por eso he venido a agradecérselo. Y haré algo más: plantaré con mis propias manos ramas de sauce en Pi-Ramsés, junto a los estanques, y ordenaré que se actúe del mismo modo en todo el país. Los dioses y la naturaleza nos lo han dado todo: sepamos hacer fructificar sus tesoros.

«Ninguna otra tierra —pensó el antiguo pirata— podría haber engendrado un rey como éste.»