A Ameni le dolía la espalda, pero nunca tenía tiempo para que le dieran un masaje. Como si su carga de trabajo no fuera aún suficiente, tenía que echar una mano a Kha en la preparación de la segunda fiesta de regeneración del rey. Alegando su excelente estado de salud, Ramsés deseaba aplazar el acontecimiento; pero su hijo mayor invocaba la autoridad de los textos tradicionales.
A Ameni le gustaba el rigor de Kha y hablaba gustosamente con el de literatura; pero las preocupaciones cotidianas abrumaban en exceso al secretario particular y portasandalias oficial del faraón como para que saborease los placeres de una hermosa prosa.
Al finalizar un gran consejo durante el cual Ramsés había lanzado un vasto programa de plantación de árboles en las provincias del Sur y sermoneado al responsable de la reparación de diques, que se retrasaba con respecto al calendario previsto, Ameni paseaba con el rey por el jardín de palacio.
—¿Tiene tu majestad noticias de Acha?
—Llegó bien a Hattusa.
—Convencer a Hattusil de que renuncie no será fácil.
—¿No ha realizado Acha numerosas hazañas?
—Esta vez, su margen de maniobra es bastante escaso.
—¿Cuáles son esas informaciones demasiado confidenciales para que sean oídas por los miembros del gran consejo?
—En primer lugar, Moisés; luego, un incidente.
—¿Moisés?
—Está en mala posición con sus hebreos. Todo el mundo los teme, se ven obligados a combatir codo con codo para sobrevivir. Si interviniéramos, el problema quedaría resuelto enseguida. Pero se trata de Moisés, nuestro amigo de la infancia, y sé que dejarás que el destino actúe.
—Y si conoces la respuesta, ¿por qué me haces la pregunta?
—La policía del desierto sigue vigilando; si los hebreos quisieran regresar a Egipto, ¿qué decidirías?
—Cuando regresen, ni Moisés ni yo mismo estaremos ya en este mundo. ¿Y el incidente?
—La carga de olíbano que aguardábamos no llegará.
—¿Por qué razón, Ameni?
—He recibido un largo informe del mercader fenicio que trata con los productores: una violenta tormenta de granizo cayó sobre los árboles, que sufrían ya una enfermedad. Este año no habrá cosecha.
—¿Ha sucedido alguna vez una catástrofe semejante?
—He consultado los archivos y puedo responderte afirmativamente. Por fortuna, el fenómeno es raro.
—¿Son suficientes nuestras reservas?
—No se impondrá restricción alguna a los templos. He dado la orden a los mercaderes fenicios de que nos entreguen lo antes posible la próxima cosecha, para que podamos alimentar nuestras reservas.
Raia se sentía jubiloso. Él, tan sobrio por lo general, se había permitido beber, una tras otra, dos copas de cerveza fuerte; la cabeza le daba vueltas, ¿pero cómo no embriagarse ante el encadenamiento de pequeños éxitos que conducían hacia la victoria final?
El contacto con sus compatriotas sirios había superado cualquier esperanza. La llama encendida por Raia había reavivado las desfallecientes energías de los vencidos, los celosos y los envidiosos; a los sirios se les añadían algunos hititas, decepcionados por la política de Hattusil, a quien consideraban incapaz de intentar de nuevo la conquista de Egipto. Cuando unos y otros se habían entrevistado, en gran secreto, con Uri-Techup en uno de los almacenes de Raia, el entusiasmo había sido general. Con un jefe de aquella envergadura, el poder estaría algún día a su alcance.
Y había también nuevas alegrías que Raia comunicaría a Uri-Techup, cuando éste dejara de admirar a las tres nubias desnudas que danzaban en honor de los invitados de la nueva pareja de moda en Pi-Ramsés, el príncipe hitita y la dama Tanit.
La dama fenicia vivía, al mismo tiempo, un paraíso y un infierno. El paraíso, porque su amante la colmaba a cualquier hora del día y de la noche, con un ardor inagotable y una violencia que la hacía delirar de placer; el infierno, porque temía ser golpeada por aquel monstruo de imprevisibles reacciones. Ella, que había sabido dirigir su existencia a su guisa, se había convertido en una esclava, consentidora y angustiada a la vez.
El centenar de invitados de Tanit y de Uri-Techup sólo tenían ojos para las tres jóvenes danzarinas. Sus pechos, redondos y firmes, no se agitaban y sus piernas, largas y delgadas excitaban a los más hastiados. Pero aquellas deliciosas artistas eran intocables; terminada su actuación, desaparecerían sin hablar con nadie. Y sería necesario aguardar su próxima aparición, durante un banquete tan suntuoso como éste, para apreciar de nuevo un espectáculo de semejante calidad.
Uri-Techup se apartó de su esposa, que discutía con dos hombres de negocios dispuestos a firmar cualquier contrato para no perderse ni una pizca de la coreografía. El hitita se apoderó de un racimo de uva y se sentó en unos almohadones, junto a una columna en la que se habían pintado unos pámpanos. Al otro lado se encontraba Raia. Sin mirarse, ambos hombres podían hablar en voz baja, mientras la orquesta tocaba.
—¿Qué es eso tan urgente, Raia?
—He hablado con un viejo cortesano al que le hago un buen precio por mis más hermosos jarrones; el palacio está conmovido a causa de un rumor. Intento obtener confirmación desde hace dos días. El asunto me parece serio.
—¿De qué se trata?
—Para consolidar la paz, el emperador Hattusil exige que su hija se case con Ramsés.
—Una nueva boda diplomática… ¿Qué importa?
—No, no… Hattusil quiere que se convierta en la gran esposa real.
—¡Una hitita en el trono de Egipto!
—Exactamente.
—¡Impensable!
—Al parecer, Ramsés se ha negado a repudiar a Iset la bella y ceder al ultimátum de Hattusil.
—Dicho de otro modo…
—Eso es, señor: ¡una esperanza de guerra!
—Eso trastorna nuestros planes.
—Es pronto para afirmarlo; a mi entender, es preferible no modificar nada hasta que estemos absolutamente seguros. Al parecer, Acha se encuentra en Hattusa para negociar con el emperador; todavía tengo muchos amigos allí y pronto estaremos informados del giro que tomen los acontecimientos. Y eso no es todo… Me gustaría que conocierais a un personaje interesante.
—¿Dónde está?
—Oculto en el jardín. Podríamos…
—Llévalo a mi habitación y espérame. Pasa por detrás de la viña y entra en la casa por la lavandería. En cuanto el banquete haya terminado, me reuniré con vosotros.
Cuando el último invitado se hubo marchado, Tanit se arrojó al cuello de Uri-Techup. Ardía en ella un fuego que sólo su amante sabría extinguir. Con mano casi tierna, él la arrastró hacia su alcoba, un nido de amor lleno de muebles lujosos, artísticos ramos e incensarios. Antes de cruzar el umbral, la fenicia se arrancó la túnica.
Uri-Techup la empujó al interior de la habitación.
Tanit creyó que era un juego nuevo, pero se inmovilizó al descubrir a Raia, el mercader sirio, en compañía de un hombre extraño, de rostro cuadrado, cabellos ondulados y ojos negros en los que brillaba la crueldad y la locura.
—¿Quién… quién sois? —preguntó.
—Son unos amigos —respondió Uri-Techup.
Aterrorizada, Tanit se apoderó de una sabana de lino y ocultó sus generosas formas. Raia no comprendía por qué el hitita metía a la fenicia en la entrevista. El hombre de los ojos crueles había permanecido inmóvil.
—Quiero que Tanit oiga todo lo que aquí va a decirse —declaró Uri-Techup—, y que se convierta en nuestra cómplice y aliada. En adelante, su fortuna servirá nuestra causa. A la menor jugarreta por su parte, la suprimiremos, ¿estamos de acuerdo?
El desconocido asintió con la cabeza, Raia le imitó.
—Ya ves, querida mía, no tienes posibilidad alguna de escapar de uno de nosotros tres o de quienes nos obedecen. ¿Me he explicado bien?
—Sí… ¡Oh, sí!
—¿Tenemos tu apoyo incondicional?
—Te doy mi palabra, Uri-Techup.
—No lo lamentarás.
Con la mano derecha, el hitita rozó los pechos de su esposa. Aquel simple gesto hizo desaparecer el pánico que se había apoderado de Tanit.
El hitita se volvió hacia Raia.
—Preséntame a tu invitado.
Tranquilizado, el mercader sirio se expresó con lentitud.
—Hemos tenido suerte, mucha suerte… Nuestra red de espionaje estaba dirigida por un mago libio llamado Ofir. A pesar de sus poderes excepcionales y de los golpes que propinó a la familia real, fue detenido y ejecutado. Una grave pérdida para nuestro clan. Pero alguien ha decidido vengar a Ofir: su hermano, Malfi.
Uri-Techup examinó al libio de los pies a la cabeza.
—Loable proyecto… ¿Pero de qué medios dispone?
—Malfi es el jefe de la tribu mejor armada de Libia. Combatir a Egipto es la única razón de su vida.
—¿Aceptará obedecerme sin discutir?
—Se pondrá a vuestras órdenes, a condición de que destruyáis a Ramsés y su imperio.
—Trato hecho. Servirás de intermediario entre nuestro aliado libio y yo. Que sus hombres se entrenen y estén dispuestos a actuar.
—Malfi sabrá mostrarse paciente, señor; hace muchos años que Libia espera lavar con sangre las afrentas infligidas por el faraón.
—Que aguarden mis instrucciones.
El libio desapareció sin haber dicho una palabra.