Hattusa[2], la capital del Imperio hitita, no había cambiado. Construida en la meseta de Anatolia central, expuesta a abrasadores estíos y gélidos inviernos, la ciudad fortificada se componía de una parte baja, cuyo monumento más notable era el templo del dios de la Tempestad y de la diosa del Sol, y de una parte alta, dominada por el austero palacio del emperador, deseoso de vigilar permanentemente los nueve kilómetros de murallas erizadas de torres y almenas.
No sin emoción, Acha contempló de nuevo Hattusa, pétrea encarnación del poderío militar hitita; ¿acaso no había estado a punto de perder ahí la vida, durante una misión de espionaje especialmente peligrosa que había precedido a la batalla de Kadesh?
El convoy del jefe de la diplomacia egipcia había tenido que atravesar áridas estepas y meterse en inhóspitos desfiladeros antes de llegar a la capital, rodeada de macizos montañosos cuya presencia era un considerable estorbo para un agresor eventual. Hattusa parecía una fortaleza inexpugnable, edificada sobre pitones rocosos, a costa de increíbles proezas técnicas. ¡Qué lejos estaba de Egipto y de sus ciudades abiertas, cálidas y acogedoras!
Cinco puertas fortificadas daban acceso al interior de Hattusa, dos practicadas en las murallas de la ciudad baja, tres en las de la ciudad alta. La escolta hitita que acompañaba la embajada egipcia desde hacía un centenar de kilómetros la condujo al punto de acceso más elevado, la puerta de las Esfinges.
Antes de cruzarla, Acha celebró el rito hitita. Partió tres panes, derramó vino sobre la piedra y pronunció la fórmula obligatoria: «¡Qué esta roca sea eterna!». El egipcio advirtió la presencia de recipientes llenos de aceite y de miel, destinados a impedir que los demonios propalaran sus miasmas por la ciudad. El emperador Hattusil no había modificado las tradiciones.
Esta vez, las fatigas del viaje habían hecho sufrir a Acha. De joven, detestaba quedarse quieto, amaba el peligro y no vacilaba en correr riesgos. Al llegar la madurez, salir de Egipto le resultaba una cruz. Aquella estancia en el extranjero le privaba de un placer irremplazable: ver gobernar a Ramsés. Respetando la regla de Maat, el faraón sabía que «escuchar es mejor que cualquier cosa», de acuerdo con la máxima del sabio Ptah-hotep, el autor preferido de Nefertari; permitía que sus ministros se expresaran largo rato, atento a cada tono, a cada actitud. De pronto, con la rapidez del cocodrilo Sobek ascendiendo desde las profundidades de las aguas para hacer que el sol renaciera, Ramsés decidía. Una sencilla frase, luminosa, evidente, definitiva. Manejaba el gobernalle con incomparable destreza, pues era por sí solo el navío del Estado y su piloto. Los dioses que le habían elegido no se habían equivocado; y los hombres habían hecho bien obedeciéndole.
Dos oficiales, con casco, coraza y botas, condujeron a Acha hacia la sala de audiencias del emperador Hattusil. El palacio se levantaba sobre un imponente saliente rocoso, formado por tres picos; en las almenas de las altas torres velaban continuamente soldados de élite. El dueño del país estaba a cubierto de cualquier agresión exterior; por ello los que aspiraban al poder supremo a menudo habían preferido el veneno a un ataque al palacio, sin posibilidad alguna de tener éxito.
Hattusil habría recurrido a él para acabar con Uri-Techup si Acha, cumpliendo su misión con rara destreza, no hubiera logrado favorecer la fuga del general en jefe, responsable de la muerte de su padre, el emperador Muwattali. Uri-Techup, refugiado en Egipto, había proporcionado a Ramsés útiles informaciones sobre el ejército hitita.
Una sola entrada permitía el acceso a «la gran fortaleza», de acuerdo con la apelación del pueblo, que la contemplaba con espanto; cuando la pesada puerta de bronce se cerró a sus espaldas, Acha tuvo la impresión de estar prisionero. El mensaje que debía entregar a Hattusil no le incitaba al optimismo.
Signo alentador, el emperador no le hizo esperar ni un minuto; Acha fue conducido hasta una sala gélida, con pesados pilares y cuyos muros estaban adornados con trofeos militares.
Pequeño, enclenque, con los cabellos sujetos por una cinta, el cuello adornado por un collar de plata y con un brazalete de hierro en el codo izquierdo, Hattusil vestía su habitual túnica larga, roja y negra. Un observador superficial habría pensado que era bastante insignificante, inofensivo incluso; pero eso habría supuesto ignorar el carácter obstinado y la capacidad de estratega del sacerdote de la diosa del Sol que, tras un largo conflicto, había terminado prevaleciendo sobre el temible Uri-Techup. Durante aquella implacable lucha, había recibido la ayuda de su esposa, la hermosa Putuhepa, cuya inteligencia era temida tanto por la casta de los militares como por la de los mercaderes.
Acha se inclinó ante los soberanos, sentados en macizos tronos desprovistos de elegancia.
—Que todas las divinidades de Egipto y del Hatti sean favorables a vuestras majestades, y que su reinado sea duradero como el cielo.
—Acha, te conocemos desde hace bastante tiempo como para dispensarte fórmulas de cortesía; ven a sentarte junto a nosotros. ¿Cómo se encuentra mi hermano Ramsés?
—Muy bien, majestad. ¿Puedo confesar a la emperatriz que su belleza ilumina este palacio?
Putuhepa sonrió.
—El halago sigue siendo una de las armas del jefe de la diplomacia egipcia.
—Estamos en paz, ya no necesito halagaros; mi declaración es, sin duda, irrespetuosa, pero sincera.
La emperatriz se ruborizó.
—Si siguen gustándote las mujeres hermosas —concluyó el emperador—, tendré que desconfiar.
—No me ha abandonado mi pronunciada afición, y no estoy dotado para la fidelidad.
—Sin embargo, salvaste a Ramsés de las trampas que el Hatti le tendía y desmantelaste nuestra red de espionaje.
—No exageremos, majestad; apliqué el plan del faraón y el destino me fue favorable.
—¡Lo pasado pasado está! Hoy tenemos que construir el porvenir.
—Ésa es la opinión de Ramsés: para él lo más importante en estos momentos es el fortalecimiento de la paz con el Hatti. De ella depende la felicidad de nuestros dos pueblos.
—Nos satisface oír estas palabras —intervino Putuhepa.
—Permitidme que insista en la voluntad del faraón —prosiguió Acha—; para Ramsés, el tiempo de los conflictos ha terminado y nada debe volver a encenderlos.
Hattusil se ensombreció.
—¿Qué oculta esta insistencia?
—Nada, majestad. Vuestro hermano Ramsés quiere que conozcáis sus pensamientos más íntimos.
—Le agradecerás la confianza que me concede y le dirás que estamos en perfecta armonía.
—Nuestros pueblos y sus aliados se alegrarán de ello. Sin embargo…
El jefe de la diplomacia egipcia posó el mentón en sus manos unidas, a la altura del pecho, en actitud meditativa.
—¿Qué ocurre, Acha?
—Egipto es un país rico, majestad; ¿dejará algún día de ser objeto de la codicia?
—¿Quién lo amenaza? —preguntó la emperatriz.
—En Libia ha renacido la agitación.
—¿No es el faraón capaz de aplastar la rebelión?
—Ramsés desearía actuar deprisa y utilizar un armamento eficaz.
La mirada inquisitiva de Hattusil escrutó a Acha.
—¿Resulta insuficiente el suyo?
—El faraón desea que su hermano, el emperador del Hatti le haga llegar gran cantidad de hierro para poder fabricar armas ofensivas y aniquilar la amenaza libia cuanto antes.
Un largo silencio sucedió a la demanda del jefe de la diplomacia egipcia. Luego, Hattusil se levantó, nervioso, y recorrió la sala de audiencias.
—¡Mi hermano me exige una verdadera fortuna! No tengo hierro; ¡y si lo tuviera lo guardaría para mi propio ejército! ¿Intenta el faraón, que es tan rico, empobrecer y arruinar el Hatti? Mis reservas están vacías y no es un buen momento para fabricar hierro.
Acha permaneció impasible.
—Comprendo.
—Que mi hermano Ramsés se libre de los libios con sus armas habituales; más tarde, si sigue necesitando hierro, le mandaré una cantidad razonable. Dile que esta petición me sorprende.
—Se lo comunicaré, majestad.
Hattusil volvió a sentarse.
—Vayamos a lo esencial: ¿cuándo debe salir mi hija del Hatti para convertirse en la gran esposa real del Ramsés?
—Bueno… la fecha no se ha fijado todavía.
—¿No has venido para anunciármela?
—Una decisión tan importante exige reflexión, y…
—Basta de diplomacia —intervino la emperatriz—. ¿Acepta o no Ramsés repudiar a Iset la bella y ascender a nuestra hija al rango de reina de Egipto?
—La situación es delicada, majestad. La justicia egipcia no admite el repudio.
—¿Acaso una mujer dictará la ley? —preguntó con sequedad Hattusil—. Me importa un comino la tal Iset y sus deseos; Ramsés sólo se casó con ella para sustituir a Nefertari, una verdadera reina cuyo papel fue determinante en la construcción de la paz. Iset no cuenta. Para sellar definitivamente nuestra alianza, Ramsés debe casarse con una hitita.
—Vuestra hija podría convertirse en esposa secundaria y…
—Será reina de Egipto o…
Hattusil se interrumpió, como si las palabras que iba a pronunciar le asustaran.
—¿Por qué se empeña Ramsés en rechazar nuestra proposición? —preguntó la emperatriz en un tono conciliador.
—Porque un faraón no repudia a una gran esposa real. Contradice la ley de Maat.
—¿Es una posición definitiva?
—Eso temo, majestad.
—¿Es consciente Ramsés de las consecuencias de su intransigencia?
—A Ramsés sólo le preocupa una cosa: actuar rectamente.
Hattusil se levantó.
—La entrevista ha terminado. Dile esto a mi hermano el faraón: o fija cuanto antes una fecha para su boda con mi hija o será la guerra.