Ramsés asistía al combate que libraban Serramanna y Merenptah. Provisto de una coraza articulada, un casco con cuernos coronado por un disco de bronce y un escudo redondo, el sardo daba grandes espadazos al escudo rectangular del hijo menor de Ramsés, obligado a retroceder. El faraón había pedido al jefe de su guardia que no tuviera consideraciones con su adversario; puesto que Merenptah quería demostrar su valor en el combate, no podía soñar con un adversario mejor.
A sus veintisiete años, Merenptah, «el amado del dios Ptah», era un apuesto atleta, valeroso, reflexivo, dotado de excelentes reflejos. Aunque el sardo superaba ya los cincuenta, no había perdido ni una pizca de fuerza y dinamismo; resistir era ya una hazaña.
Merenptah cedía terreno, volvía al ataque, paraba los golpes, se desplazaba lateralmente; poco a poco fatigaba a Serramanna.
De pronto, el gigante se inmovilizó y arrojó al suelo su larga espada de hoja triangular y su escudo.
—Basta ya de escaramuzas. Luchemos con las manos desnudas.
Merenptah dudó unos instantes, luego imitó al sardo. Ramsés recordó el enfrentamiento, a orillas del Mediterráneo, en el que había vencido al pirata Serramanna y lo había convertido en jefe de su guardia personal.
El hijo del rey se vio sorprendido por la embestida del coloso, con la cabeza baja; en la escuela militar, Merenptah no había aprendido a combatir como una fiera. Caído de espaldas en el polvo del cuartel, creyó ahogarse bajo el peso del antiguo pirata.
—La instrucción ha terminado —declaró Ramsés.
Ambos hombres se levantaron. Merenptah estaba furioso.
—¡Me ha cogido a traición!
—El enemigo siempre actúa así, hijo mío.
—Quiero reanudar el combate.
—Es inútil, ya he visto lo que quería ver. Puesto que has recibido una lección de provecho, te nombro general en jefe del ejército de Egipto.
Serramanna aprobó la decisión asintiendo con la cabeza.
—En menos de un mes —prosiguió Ramsés—, me entregarás un informe completo y detallado sobre el estado de las tropas y la calidad de su armamento.
Mientras Merenptah recuperaba el aliento, Ramsés se alejó en su carro, que conducía personalmente. ¿A quién confiaría el destino de Egipto: a Kha, el erudito, o a Merenptah, el guerrero? Si sus respectivas cualidades estuvieran reunidas en uno solo y mismo ser, la elección sería fácil. Y Nefertari no estaba ya allí para aconsejar al monarca. Por lo que a los numerosos «hijos reales» se refiere, no desprovistos de aptitudes, ninguno tenía una personalidad tan fuerte como la de los dos hijos de Iset la bella. Y Meritamón, la hija de Nefertari, había decidido vivir recluida en un templo.
Ramsés debía tener en cuenta la opinión que había formado Ameni aquella misma mañana: «Que tu majestad se regenere con los ritos para seguir reinando hasta el total agotamiento de su energía. Para el faraón jamás ha habido otro camino, y nunca habrá otro».
Raia salió de su almacén, cruzó el barrio de los talleres, pasó ante el edificio real y tomó la gran avenida que llevaba a los templos de Pi-Ramsés. Flanqueada de acacias y sicomoros que dispensaban una bienhechora sombra, era como la capital de Ramsés, majestuosa y tranquilizadora.
El mercader dejó a la izquierda el templo de Amón y a la derecha el templo de Ra; con pasos que querían ser tranquilos, se dirigió al templo de Ptah. Cerca del edificio, estuvo a punto de batirse en retirada; en el muro exterior estaban empotradas unas estelas en las que los escultores habían grabado orejas y ojos. ¿No escuchaba el dios las palabras más secretas y no veía las más ocultas intenciones?
«Superstición», pensó Raia, incómodo sin embargo; evitó la vuelta de ángulo del muro donde se había dispuesto una hornacina que albergaba una estatuilla de la diosa Maat. El pueblo podía contemplar así el secreto principal de la civilización faraónica, esa Regla inmutable, nacida más allá del tiempo y del espacio.
Raia se presentó ante la puerta de los artesanos; el guardián le conocía. Intercambiaron algunas frases anodinas sobre la belleza de la capital, el mercader se quejó de la avaricia de ciertos clientes, luego fue autorizado a entrar en la parte reservada a los orfebres. Especialista en jarros preciosos, Raia trataba a bastantes de ellos, y no dejó de preguntar por la familia de uno y por la salud de otro.
—Quisieras arrancarnos nuestros secretos —murmuró un viejo técnico que colocaba lingotes en un carro.
—He renunciado a ello —reconoció Raia—. Me conformo con veros trabajar.
—¿No vendrás aquí para descansar?
—Me gustaría adquirir una o dos piezas hermosas.
—¡Para revenderlas tres veces más caras!
—Es el comercio, amigo mío.
El anciano técnico volvió la espalda a Raia, acostumbrado a esos desplantes. Discreto, casi invisible, observó a los aprendices que llevaban lingotes a unos compañeros, que iban pesándolos controlados por escribas especializados. Luego el metal precioso era depositado en una vasija cerrada, puesta al fuego; un soplete atizaba la llama. Los sopladores tenían a menudo las mejillas hinchadas para no perder el ritmo. Otros técnicos vertían el metal fundido en receptáculos de formas diversas y confiaban el material a los orfebres, que lo trabajaban en un yunque, con martillos de piedra, para moldear collares, brazaletes, jarras, decoración para puertas de templo y estatuas. Los secretos del oficio se transmitían de maestro a discípulo, a lo largo de una iniciación que exigía numerosos años de aprendizaje.
—Magnífico —le dijo Raia a un orfebre que acababa de terminar un pectoral.
—Adornará la estatua de un dios —precisó el artesano.
El mercader se expresó en voz baja.
—¿Podemos hablar?
—Hay bastante ruido en el taller. Nadie nos oirá.
—Me han dicho que tus dos muchachos quieren casarse.
—Es posible.
—Si les ofreciera algunos muebles, ¿te satisfaría?
—¿Cuál es su precio?
—Una simple información.
—No cuentes conmigo para revelarte nuestros procedimientos de fabricación.
—¡No pido nada semejante!
—¿Qué quieres saber?
—Hay cierto número de sirios que se han instalado en Egipto y a quienes me agradaría ayudar a integrarse mejor; ¿no has contratado a uno o dos para tu taller?
—Uno, es cierto.
—¿Satisfecho de su suerte?
—Más o menos.
—Si aceptas decirme su nombre, hablaré con él.
—¿Es todo lo que deseas, Raia?
—Comienzo a envejecer, no tengo hijos, poseo algunos bienes y me gustaría favorecer a un compatriota.
—Egipto te ha enseñado a ser menos egoísta… Eso está bien. Durante el Juicio del alma, el gran dios aprecia la generosidad. Tu sirio es uno de los sopladores. El más gordo, con las orejas despegadas.
—Espero que mis regalos contribuyan a la felicidad de tus hijos.
Raia aguardó a que finalizara el trabajo para hablar con su compatriota. Tras dos fracasos con un carpintero y un albañil, satisfechos de su condición, el éxito fue total.
El soplador sirio, ex prisionero capturado junto a Kadesh, se negaba a admitir la derrota de los hititas y deseaba que se rompiera la paz. Agriado, rencoroso y revanchista, era el tipo de hombre que Uri-Techup y Raia necesitaban. Además, el obrero tenía algunos amigos que compartían su punto de vista.
A Raia no le costó convencerle de que trabajara para él y entrara en un grupo de residentes cuya misión sería atacar los intereses vitales de Egipto.
Uri-Techup mordió a su amante en el cuello y la penetró con violencia. Tanit suspiró de satisfacción. Por fin conocía la pasión, esa mezcla de brutalidad y deseo insatisfecho sin cesar.
—Más —suplicó.
El hitita gozaba sin miramientos del abundante cuerpo de la hermosa fenicia. En las fortalezas de Anatolia, Uri-Techup había aprendido a utilizar a las mujeres como merecían.
Por un instante, Tanit sintió cierto espanto; era la primera vez que no controlaba la situación. Aquel hombre bestial, de inagotable savia, era casi terrorífico. Nunca encontraría un amante igual, capaz de compartir sus más delirantes vicios.
En mitad de la noche, cedió.
—Basta… No puedo más.
—¿Ya?
—¡Eres un monstruo!
—Sólo has conocido chiquillos, hermosa mía; yo soy un hombre.
Ella se acurrucó junto a su vientre.
—Eres maravilloso… Me gustaría que el alba no llegara nunca.
—¿Qué importa?
—Pero… ¡Tendrás que marcharte! Nos veremos la próxima noche.
—Me quedo.
—¿Sabes lo que eso significa en Egipto?
—Cuando un hombre y una mujer viven bajo el mismo techo, a la vista de todo el mundo, están casados. Así pues, estamos casados.
Atónita, ella se apartó.
—Volveremos a vernos, pero…
Uri-Techup la obligó a tumbarse de espaldas y se tendió sobre ella.
—Vas a obedecerme, hembra; soy el hijo del difunto emperador del Hatti y heredero legítimo del imperio. Tú eres sólo una zorra fenicia que me dará placer y satisfará todas mis necesidades. ¿Eres consciente del honor que te concedo tomándote por esposa?
Tanit intentó protestar, pero Uri-Techup violó su intimidad con la rabia de un macho cabrío, y ella se vio arrastrada a un torbellino de delicias.
—Si me traicionas —murmuró el hitita con voz ronca—, te mato.