Kha, el hijo de Ramsés e Iset la bella, se había negado a seguir la carrera del Ejército y la Administración. Aquellas tareas profanas no le seducían, mientras que sentía una verdadera pasión por los escritos de los sabios y los monumentos del Antiguo Imperio. Con el rostro anguloso y severo, el cráneo afeitado, los ojos de un azul oscuro, más bien delgado, los andares algo rígidos a causa de unas articulaciones que a veces le dolían, Kha era un investigador nato. Se había formado luchando contra Setaú y sus trucos mágicos y reinaba con firmeza sobre el clero del dios Ptah de Menfis. Desde hacía mucho tiempo, Kha había delegado el aspecto temporal de su cargo para dedicarse a las fuerzas oscuras que se manifestaban en el aire y en la piedra, en el agua y en la madera.
La Casa de Vida de Heliópolis conservaba «las almas de la luz», es decir, los archivos secretos que databan de la edad de oro, durante la cual los faraones habían edificado pirámides y los sabios redactado rituales. ¿Acaso no se habían penetrado, en aquella época bendita, los secretos de la vida y de la muerte? No contentos con haber explorado los misterios del universo, aquellos sabios los habían transcrito en jeroglíficos con el fin de transmitir su misión a las generaciones futuras.
Reconocido por todo el mundo como el mejor experto en la tradición, Kha había sido elegido como organizador de la primera fiesta-sed de Ramsés, que marcaba su trigésimo año de reinado. Tras tan largo período asumiendo el poder, la potencia mágica del faraón se consideraba agotada; así pues, había sido necesario reunir a su alrededor a todos los dioses y diosas, para que aquella comunidad sobrenatural le devolviera una nueva energía. Aunque algunos demonios habían intentado, en vano, oponerse a la regeneración de Ramsés.[1]
Kha no se limitaba a descifrar grimorios; le obsesionaban vastos proyectos, tan vastos que necesitaría el aval del faraón. Antes de exponer esos sueños a su padre, tenía que hacerlos poco a poco realidad. Por ello, desde el alba, recorría la cantera de la montaña roja, junto a Heliópolis, para encontrar bloques de cuarcita. En aquellos lugares, según el mito, los dioses habían terminado con los hombres rebelados contra la luz, y su sangre había impregnado para siempre la piedra.
Aunque no había recibido la formación de un cantero o un escultor, Kha comulgaba por instinto con el material en bruto; percibía la energía latente que recorría las venas de la piedra.
—¿Qué buscas, hijo mío?
Brotando de la luz del joven sol que, vencedor de las tinieblas, imponía su imperio al desierto, Ramsés contempló a Kha.
El primogénito del rey dejó de respirar. Kha no ignoraba que Nefertari había sacrificado su vida para salvarle de los maleficios de un mago negro, y a veces se preguntaba si Ramsés no sentiría cierto resentimiento contra él.
—Te equivocas, Kha. No tengo que hacerte reproche alguno.
—¡Descifras mis más secretos pensamientos!
—¿No deseabas verme?
—Creía que estabas en Tebas y hete aquí, en la Montaña roja.
—Un grave peligro amenaza Egipto, debo afrontarlo. Es indispensable meditar en este lugar.
—¿No estamos en paz con los hititas?
—Tal vez se trate sólo de una tregua.
—Evitarás la guerra o vencerás… De cualquier modo, sabrás proteger Egipto de la desgracia.
—¿No deseas ayudarme?
—La política… No, soy incapaz de ello. Y tu reinado durará mucho tiempo si respetas los ritos ancestrales. Precisamente quería hablar contigo de esta necesidad.
—¿Qué quieres proponerme?
—Es preciso empezar a preparar tu próxima fiesta de regeneración.
—¿Tres años después de la primera?
—En adelante, habrá que celebrar el rito a intervalos regulares y frecuentes. Ésa es la conclusión de mis investigaciones.
—Haz lo que creas necesario.
—No podías darme mayor alegría, padre mío; ni una sola divinidad faltará a tu próximo jubileo. El gozo se extenderá por las Dos Tierras, la diosa Nut sembrará en los cielos malaquita y turquesa.
—Tienes otro proyecto, Kha; ¿a qué templo destinas los bloques de cuarcita que estás buscando?
—Desde hace varios años me intereso por nuestros orígenes; entre nuestros primeros ritos, estaba la carrera de un toro llamado Apis, que encarnaba la capacidad del rey para cruzar todos los espacios. Conviene honrar más aún a ese extraordinario animal y concederle una sepultura digna de su poder… sin olvidar la restauración de viejos monumentos, como algunas pirámides que han sufrido las injurias del tiempo y del invasor hicso. ¿Me concedes equipos de constructores para realizar estos trabajos?
—Elige tú mismo al maestro de obras y a los talladores de piedras.
El severo rostro de Kha se iluminó.
—Este lugar es extraño —advirtió Ramsés—; la sangre de los rebeldes impregna estas piedras. Aquí, el eterno combate de la luz contra las tinieblas ha dejado huellas profundas. La Montaña roja es un poderoso lugar por el que es conveniente aventurarse con prudencia. No estás aquí por casualidad, Kha: ¿qué tesoro buscas?
El primogénito del rey se sentó en un bloque pardusco.
—El libro de Thot. El libro que contiene el secreto de los jeroglíficos. Está en alguna parte de la necrópolis de Saqqara; lo encontraré aunque mi búsqueda dure varios años.
A sus cincuenta y cuatro años, Tanit era una fenicia muy hermosa, cuyas formas abundantes atraían la mirada de hombres mucho más jóvenes; viuda de un rico comerciante, amigo del sirio Raia, había heredado una considerable fortuna que ella disfrutaba sin freno, organizando banquete tras banquete en su suntuosa mansión de Pi-Ramsés.
La fogosa fenicia se había consolado muy pronto de la muerte de un marido que le parecía vulgar y aburrido. Tras haber fingido tristeza durante unas semanas, Tanit se había arrojado en brazos de un magnífico nubio de evidentes atributos. Pero al igual que había sucedido con sus anteriores amantes, se había cansado de él; pese a su virilidad, se agotaban antes que ella. Y una amante tan ávida de placer como Tanit no podía perdonarles esa deplorable falta de resistencia.
Tanit podría haber regresado a Fenicia, pero cada vez le gustaba más Egipto. Gracias a la autoridad y a la influencia de Ramsés, la tierra de los faraones tenía un perfume paradisíaco. En ninguna otra parte una mujer podía vivir con tanta libertad como en Egipto.
Al caer la tarde llegaron los invitados. Ricos egipcios que negociaban con la dama Tanit, altos funcionarios fascinados por la fenicia, compatriotas que acechaban su fortuna, sin mencionar las caras nuevas que la dueña de la casa descubría divertida. ¿Había algo más excitante que sentir, posada en ella, la mirada de un hombre cargada de deseo? Tanit sabía mostrarse risueña unas veces, lejana otras, no dejando nunca adivinar como acabaría el encuentro con su interlocutor. Mantenía la iniciativa en cualquier circunstancia, y tomaba la decisión. El varón que intentara dominarla, no tenía posibilidad alguna de seducirla.
Como de costumbre, los manjares serían suculentos, especialmente el solomillo de liebre a la salsa de cerveza y acompañado por caviar de berenjena, y notables los vinos; gracias a sus relaciones con palacio, Tanit había obtenido incluso algunas jarras de vino tinto de Pi-Ramsés, que databan del año 21 de Ramsés, fecha del tratado de paz con los hititas. Y, como de costumbre, la fenicia pondría sus lascivos ojos en los más apuestos hombres, en busca de una futura presa.
—¿Cómo estáis, amiga mía?
—¡Raia! Es una alegría veros de nuevo. Estoy de maravilla.
—Si no temiera halagaros, diría que vuestra belleza no deja de aumentar.
—El clima me sienta bien. Y, además, el dolor de haber perdido a mi añorado esposo comienza a calmarse.
—Afortunadamente, esa es la ley de la naturaleza; una mujer como vos no está hecha para la soledad.
—Los hombres son mentirosos y brutales —dijo haciendo una mueca—; debo desconfiar de ellos.
—Hacéis bien siendo prudente, pero estoy convencido de que el destino os concederá de nuevo la felicidad.
—¿Y los negocios?
—Trabajo, mucho trabajo… Fabricar conservas de lujo exige una mano de obra muy cualificada, que reclama altos salarios. En cuanto a los jarros exóticos, que tanto aprecia la buena sociedad, se necesitan muchas negociaciones y viajes para importarlos. Los artesanos serios no son baratos. Y como mi reputación se basa en la calidad, debo invertir sin cesar; por eso nunca seré rico.
—La suerte os ha sonreído… Creo que vuestras preocupaciones han terminado.
—Me acusaron, falsamente, de excesivas simpatías por los hititas; de hecho, comercié con ellos sin preocuparme por la política. La instauración de la paz hizo olvidar las viejas querellas. Ahora, la colaboración con nuestros colegas extranjeros es alentada incluso. ¿No es ésta, acaso, la más hermosa victoria de Ramsés?
—El faraón es tan seductor… Lástima que sea inaccesible.
La paz, el tratado firmado por Ramsés y Hattusil, la pérdida del espíritu de conquista del Imperio hitita, el triunfante Egipto… Raia no soportaba ya las cobardías y las defecciones que habían causado el desastre. Había luchado para que la supremacía del ejército anatolio se extendiera por todo el Próximo Oriente, y no renunciaba a ese combate.
—¿Puedo presentaros a un amigo? —le preguntó a Tanit, quien se mostró intrigada enseguida.
—¿De quién se trata? —quiso saber.
—De un príncipe hitita que vive en Egipto. Ha oído hablar mucho de vos, pero es un hombre bastante tímido; he debido insistir para que aceptara asistir a este banquete, pues las mundanidades le asustan.
—Mostrádmelo.
—Está allí, junto al macizo de adelfas.
Colocada sobre un pilar, una lámpara iluminaba a Uri-Techup, apartado del grupo de invitados que intercambiaban banalidades. La vacilante luz revelaba la brutalidad de su rostro, la abundancia de sus largos cabellos, la virilidad de su torso cubierto de vello rojizo, la dureza de su musculatura de guerrero.
Tanit enmudeció de emoción. Jamás había contemplado un animal salvaje que desprendiera tan intensa sensualidad. El banquete dejó de existir, sólo tuvo ya una idea en la cabeza: hacer el amor cuanto antes con aquel semental.