La sierva de Iset la bella enjabonó largo rato la espalda de la reina antes de derramar sobre su esbelto cuerpo agua tibia perfumada. Utilizaba una sustancia rica en saponina, extraída de la corteza y de la carne del fruto del balanites, árbol precioso y generoso. Soñadora, la reina de Egipto se confió a su manicura y a su peluquera. Un servidor le acercó una copa de leche fresca.
Iset la bella se sentía más cómoda en Pi-Ramsés que en Tebas. Allí, en la orilla occidental, estaba la tumba de Nefertari, en el Valle de las Reinas, y su capilla del Ramesseum, donde Ramsés en persona solía celebrar el culto; aquí, en la capital cosmopolita creada por el faraón, la existencia era muy agitada y la gente pensaba menos en el pasado y en el más allá.
Iset se miró en un espejo de bronce pulido, en forma de disco y cuyo mango representaba una mujer desnuda, de largas piernas, con la cabeza coronada por una umbela de papiro.
Sí, era bella todavía; su piel era suave como una tela preciosa, su rostro había conservado una extraordinaria frescura, el amor brillaba en su mirada. Pero su belleza nunca igualaría la de Nefertari y agradecía a Ramsés que no le hubiera mentido afirmando que olvidaría, algún día, a su primera gran esposa real. Iset no estaba celosa de Nefertari; sino que, al contrario, la añoraba muchísimo. Iset la bella nunca había deseado su puesto; haberle dado dos hijos a Ramsés bastaba para su felicidad.
¡Qué distintos eran! El mayor, Kha, de treinta y siete años, titular de altas funciones religiosas, se pasaba la mayor parte del tiempo en las bibliotecas de los templos; a los veintisiete años, el menor, Merenptah, era tan atlético como su padre y demostraba una gran afición al mando. Tal vez uno de los dos debería reinar; pero el faraón podía elegir también, como sucesor, a uno de sus numerosos «hijos reales», la mayoría de los cuales eran brillantes administradores.
A Iset no le importaban el poder ni el porvenir. Saboreaba uno a uno los instantes del milagro que el destino le ofrecía. Vivir junto a Ramsés, participar a su lado en las ceremonias oficiales, verle reinar sobre las Dos Tierras… ¿Había existencia más maravillosa?
La sierva trenzó los cabellos de la reina, los perfumó con mirra, colocó luego una corta peluca a la que añadió una diadema de perlas y cornalina.
—Perdonadme la familiaridad… ¡Pero vuestra majestad está arrobadora!
Iset sonrió. Tenía que estar bella para Ramsés, con el fin de hacerle olvidar que su juventud había desaparecido.
Cuando iba a levantarse, él entró en la habitación. Ningún hombre podía compararse con él, ninguno poseía su inteligencia, su fuerza y su prestancia. Los dioses se lo habían dado todo y él devolvía la ofrenda a su país.
—¡Ramsés! No estoy vestida todavía.
—Tengo que hablarte de un asunto grave.
Iset la bella había temido aquella prueba. Nefertari sabía gobernar, ella no; verse asociada a la conducción del navío del Estado la aterrorizaba.
—Tu decisión será la acertada.
—Esto te afecta directamente, Iset.
—¿A mí? Puedo jurarte que no he intervenido en modo alguno, que…
—Está en causa tu propia persona, y la paz está en juego.
—¡Explícate, te lo ruego!
—Hattusil exige que me case con su hija.
—Una esposa diplomática… ¿por qué no?
—Exige mucho más: que se convierta en mi gran esposa real.
Iset la bella permaneció inmóvil unos instantes, luego sus ojos se llenaron de lágrimas. El milagro acababa de terminar. Era necesario que desapareciera y cediese su lugar a una joven y hermosa hitita, símbolo del cordial entendimiento entre Egipto y el Hatti. En la balanza, Iset la bella pesaba menos que una pluma.
—La decisión es tuya —declaró Ramsés—; ¿aceptas abandonar tus funciones y retirarte?
La reina esbozó una pobre sonrisa.
—Esa princesa hitita debe de ser muy joven…
—Poco importa su edad.
—Me has hecho muy feliz, Ramsés; tu voluntad es la de Egipto.
—¿Así pues, aceptas?
—Sería criminal poner obstáculos a la paz.
—¡Pues bien, yo no pienso ceder! El emperador del Hatti no va a dictar sus decisiones al faraón de Egipto. No somos un pueblo de bárbaros que trata a las mujeres como criaturas inferiores. ¿Qué señor de las Dos Tierras se atrevió a repudiar nunca a su esposa real, que participa del ser del faraón? ¡Y a mí, a Ramsés, un guerrero de Anatolia se atreve a pedirme que viole la ley de nuestros antepasados!
Ramsés tomó tiernamente las manos de Iset la bella.
—Has hablado en nombre de Egipto, como debía hacerlo una verdadera reina; ahora me toca actuar a mí.
La luz de poniente se filtró por una de las tres grandes ventanas con celosías de piedra que iluminaban el vasto despacho de Ramsés y cubrió de oro la estatua de Seti. Devuelta a la vida por la magia del escultor y la abertura ritual de la boca y los ojos, la efigie del monarca seguía transmitiendo un mensaje de rectitud que sólo su hijo captaba cuando la paz del anochecer se adornaba con el esplendor divino.
Blancos muros, una gran mesa en la que se había desplegado un mapa del Próximo Oriente, un sillón de respaldo recto para el faraón, sillas de paja para sus visitantes, una biblioteca con los libros consagrados a la protección del alma real y un armario para papiros: ese era el austero marco en el que Ramsés el Grande tomaba, solo, las decisiones que comprometían el porvenir de su país.
El monarca había consultado a los sabios de la Casa de Vida de Heliópolis, a los sumos sacerdotes puestos a la cabeza de los santuarios principales, a Ameni, al visir y a los ministros, luego se había encerrado en su despacho y había dialogado con el alma de su padre. Antaño, habría hablado con Nefertari y Tuya; Iset la bella conocía sus límites y no le era de gran ayuda. El peso de la soledad aumentaba; muy pronto tendría que poner a prueba a sus dos hijos, para saber si uno u otro sería apto para proseguir la obra iniciada desde el primer faraón.
Egipto era fuerte y frágil. Fuerte, porque la ley de Maat perduraba más allá de las pequeñeces humanas; frágil, porque el mundo cambiaba, concediendo una parte cada vez mayor a la tiranía, a la avidez y al egoísmo. Los faraones serían sin duda los primeros que lucharían para que reinase la diosa Maat, encarnación de la Regla universal, de la justicia, del amor que vinculaba entre sí los elementos y los componentes de la vida. Pues sabían que sin Maat, este mundo sería sólo un campo cerrado donde los bárbaros combatirían con armas cada vez más destructoras para incrementar sus privilegios y destruir cualquier vínculo con los dioses.
La tarea del faraón, cumplida en armonía con las potencias invisibles, consistía en defender el lugar privilegiado que ocupaba Maat y protegerlo del desorden, de la violencia, de la injusticia, de la mentira y del odio. Y lo que el emperador del Hatti exigía era contrario a Maat.
Un guardia introdujo a Acha, vestido con una túnica de lino y una camisa de manga larga, la finura de cuya ejecución era excepcional.
—No me gustaría trabajar en un lugar semejante —dijo a Ramsés—; realmente es demasiado austero.
—A mi padre no le gustaban las decoraciones recargadas, y a mí tampoco.
—Ser faraón no deja suficiente lugar a la fantasía; quienes te envidian son unos imbéciles o unos inconscientes. ¿Ha tomado su decisión tu majestad?
—Mis consultas han terminado.
—¿He conseguido convencerte?
—No, Acha.
El ministro de Asuntos Exteriores miró el mapa del Próximo Oriente.
—Me lo temía.
—Las exigencias de Hattusil son un insulto. Ceder a ellas supondría renegar de la institución faraónica.
Acha posó el índice en el territorio del Imperio hitita.
—Una negativa equivale a una declaración de guerra, majestad.
—¿Condenas mi decisión?
—Es la del faraón y la de Ramsés el Grande. Tu padre habría tomado la misma.
—¿Me tendías una trampa?
—Hacía mi trabajo de diplomático, en favor de la paz. ¿Sería acaso amigo de Ramsés si no le pusiera a prueba?
Los labios del rey esbozaron una sonrisa.
—¿Cuándo dará tu majestad la orden de movilización general?
—El jefe de mi diplomacia es muy pesimista.
—Tu respuesta oficial provocará el furor de Hattusil y no vacilará ni un momento en abrir las hostilidades.
—Te falta confianza en ti mismo, Acha.
—Soy realista.
—Si hay alguien que aún puede salvar la paz, ese eres tú.
—Dicho de otro modo, el faraón me ordena partir hacia Hattusa, precisar tu posición al emperador hitita y hacerle cambiar de decisión.
—Lees mis pensamientos.
—No hay posibilidad de éxito.
—Acha… ¿Acaso no has conseguido otras hazañas?
—He envejecido, majestad.
—¡Por lo tanto tienes experiencia! Limitarse a una controversia sobre esa boda imposible no bastará; es conveniente mostrarse más ofensivo.
El diplomático frunció el entrecejo; creía conocer bien a Ramsés pero, una vez más, el faraón le sorprendía.
—Firmamos un tratado de ayuda mutua con nuestro gran amigo Hattusil —prosiguió el rey—; le explicarás que temo un ataque libio en nuestra frontera occidental. Ahora bien, desde que se instauró la paz, nuestro armamento ha envejecido y carecemos de hierro. Solicitarás pues al emperador hitita que nos proporcione una importante cantidad. Gracias a el y de acuerdo con nuestros pactos, podremos defendernos contra el agresor.
Atónito, Acha se cruzó de brazos.
—¿Realmente es esta mi misión?
—Olvidaba un detalle: exijo que el hierro nos sea entregado cuanto antes.