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El jefe del convoy vacilaba. No sabía si seguir por la costa, pasando por Beirut, para dirigirse hacia el sur, atravesar Canaán y llegar a Silé, o tomar la pista que bordea el Ante-Líbano y el monte Hermón, dejando Damasco al este.

Fenicia no carecía de encanto: bosques de encinas y cedros, nogales de fresca sombra, higueras de deliciosos frutos, acogedoras aldeas donde era agradable permanecer unos días.

Pero era preciso entregar enseguida olíbano en Pi-Ramsés, aquel olíbano cosechado en la península arábiga a costa de penosos esfuerzos.

A aquel incienso blanco que los egipcios denominaban sonter, «el que diviniza», se le añadía la rojiza mirra, no menos preciosa. Los templos necesitaban esa rara sustancia para celebrar los ritos; en los santuarios se exhalaban sus perfumes, que ascendían hasta el cielo y encantaban a los dioses. Embalsamadores y médicos la utilizaban también.

El árbol del incienso de Arabia, de pequeñas hojas de un verde oscuro, medía de cinco a ocho metros de altura; en agosto y septiembre se abrían sus flores doradas de corazón púrpura mientras, bajo la corteza, brotaban gotitas de resina blanca. Un experto capaz de rascar la corteza obtenía tres cosechas anuales recitando la vieja fórmula mágica: «Sé feliz conmigo, árbol del incienso, el faraón te hará crecer».

Los transportistas llevaban también cobre de Asia, estaño y vidrio, pero aquellos materiales, buscados y fáciles de vender, no tenían el valor del olíbano. Una vez efectuada la entrega, el patrón descansaría en su hermosa mansión del Delta.

Con la frente desnuda, dilatado el vientre, el proveedor de olíbano era un buen comensal, pero no bromeaba con el trabajo. Verificaba personalmente el estado de los carros y la salud de los asnos; por lo que a sus empleados se refiere, estaban correctamente alimentados y gozaban de largas paradas, pero no estaban autorizados a gemir, so pena de perder el trabajo.

El jefe del convoy optó por la pequeña ruta montañosa, más difícil pero menos larga que el camino costero; la sombra sería allí generosa y los animales disfrutarían de un relativo frescor.

Los asnos avanzaban a buen paso, los veinte miembros del convoy canturreaban, el viento facilitaba la marcha.

—Patrón…

—¿Qué pasa?

—Tengo la impresión de que nos siguen.

El jefe del convoy se encogió de hombros.

—¿Cuándo olvidarás tu pasado de mercenario? Ahora reina la paz y viajamos seguros.

—No lo niego, pero de todos modos nos siguen. Es extraño.

—¡No somos los únicos mercaderes!

—Si son vagabundos, que no cuenten conmigo para darles mi ración.

—Deja de preocuparte y vigila tus asnos.

La cabeza del convoy se inmovilizó de pronto.

Furioso, el jefe remontó la columna y comprobó que un montón de ramas impedía avanzar a los asnos.

—¡Despejad todo eso!

Cuando los hombres de delante comenzaban la tarea, una nube de flechas los derribó. Atónitos, sus colegas intentaron huir, pero no lograron escapar de sus agresores. El ex mercenario blandió un puñal, escaló la rocosa pendiente y se arrojó sobre uno de los arqueros. Pero un atleta de cabellos largos le abrió el cráneo con el filo de un hacha de mango corto.

El drama no había durado más que unos minutos. Sólo el jefe del convoy había sido respetado. Tembloroso, incapaz de huir, vio acercarse al asesino de amplio torso cubierto de vello rojizo.

—Déjame vivir… ¡Te convertiré en un hombre rico!

Uri-Techup soltó una carcajada y hundió su espada en el vientre del infeliz. El hitita detestaba a los mercaderes.

Sus acólitos fenicios recuperaron sus flechas y se pusieron en camino. Los asnos obedecieron las órdenes de sus nuevos dueños.

El sirio Raia temía la violencia de Uri-Techup, pero no había encontrado mejor aliado para defender la causa de las facciones que rechazaban la paz y deseaban derribar a Ramsés a toda costa. Durante aquella tregua, Raia se enriquecía; sin embargo estaba convencido de que la guerra estallaría de nuevo y los hititas se lanzarían al asalto de Egipto. El antiguo general en jefe Uri-Techup sería elegido en plebiscito por sus tropas y les insuflaría el gusto por la victoria. Haberle ayudado a salir del abismo le valdría a Raia, en un porvenir más o menos lejano, una posición privilegiada.

Cuando el hitita apareció en su almacén, Raia no pudo contener un imperceptible movimiento de retroceso. Tenía la sensación de que aquel ser cruel, gélido e hirviente a la vez podía cortarle el cuello por el simple placer de matar.

—¡Ya estáis de regreso!

—¿No estás contento de volver a verme, Raia?

—Al contrario, príncipe. Pero vuestra tarea no era sencilla y…

—La he simplificado.

La fina barba del mercader sirio tembló. Había solicitado a Uri-Techup que se pusiera en contacto con los fenicios y les comprara el cargamento de olíbano procedente de la península arábiga. Las negociaciones podían ser largas, pero Raia había dado a Uri-Techup bastantes placas de estaño para convencer al jefe del convoy de que cediera su carga. El sirio había añadido también una placa de plata, de contrabando, raras vasijas y hermosas piezas de paño.

—Simplificado… ¿De qué modo?

—Los mercaderes parlotean; yo actúo.

—De modo que habéis conseguido fácilmente que el jefe del convoy os vendiera el olíbano.

Uri-Techup sonrió con malicia.

—Muy fácilmente.

—Y sin embargo, es duro regateando.

—Nadie discute con mi espada.

—¿No habréis…?

—Contraté mercenarios y hemos eliminado a los hombres del convoy, incluido su jefe.

—¿Pero por qué…?

—No me gusta parlamentar y, después de todo, tengo el olíbano. ¿No es eso lo esencial?

—¡Habrá una investigación!

—Arrojamos los cuerpos al fondo de un barranco.

Raia se preguntó si no debería haber llevado la tranquila existencia de un mercader; pero era demasiado tarde para retroceder. A la menor reticencia, Uri-Techup no vacilaría en librarse de él.

—¿Y ahora?

—Debemos destruir el olíbano —estimó Raia.

—¿No vale una fortuna el cargamento?

—Sí, pero el comprador, fuera cual fuese, nos traicionaría; este olíbano estaba destinado a los templos.

—Necesito armas, caballos y mercenarios.

—¡No corráis el riesgo de venderlo!

—¡Los consejos de los mercaderes son siempre detestables! Tú lo venderás por mí, en pequeñas cantidades, a negociantes que salgan hacia Grecia y Chipre. Y comenzaremos a formar redes de fieles decididos a arruinar este maldito país.

El plan de Uri-Techup no era irrazonable. Gracias a intermediarios fenicios, Raia se desharía del olíbano sin excesivos riesgos. Absolutamente hostil a Egipto, Fenicia albergaba a muchos decepcionados por la política de Hattusil.

—Necesito respetabilidad —prosiguió el hitita—; Serramanna no dejará de acosarme, salvo si parezco ocioso y decidido a gozar de los placeres de la vida.

Raia reflexionó.

—Lo que necesitáis es casaros con una viuda acomodada y honorable que esté falta de amor.

—¿Tienes alguna a mano?

Raia se rascó la barbita.

—Mi clientela es vasta… Se me ocurren dos o tres candidatas. La semana próxima organizaré un banquete y os presentaré.

—¿Cuándo saldrá de la península arábiga el próximo cargamento de olíbano?

—Todavía no lo sé, pero tenemos tiempo. Mi red de informadores no dejará de avisarnos… aunque una nueva acción violenta podría provocar la reacción del ejército egipcio.

—No quedará rastro alguno de violencia y las autoridades egipcias se sentirán perplejas. Habremos echado mano a la cosecha de todo el año. ¿Por qué estás tan convencido de que la falta de olíbano hará vacilar a Ramsés?

—Para Egipto, el ajustado cumplimiento de los ritos es esencial; cuando no se celebran de acuerdo con las reglas establecidas desde el tiempo de los antepasados, el equilibrio del país está en peligro. En cuanto los sacerdotes adviertan que carecen de olíbano y mirra, se rebelarán contra Ramsés. ¿Y qué podrá hacer salvo comprobar su imprevisión? Será acusado de despreciar a los dioses, descontentará al clero y al pueblo. Si conseguimos propagar algunas noticias falsas que contribuyan a la confusión y privar a Ramsés de uno o dos apoyos importantes, estallarán graves disturbios en las principales ciudades.

Uri-Techup imaginó un Egipto pasado a fuego y sangre, entregado a los desvalijadores, con las coronas del faraón pisoteadas por el ejército hitita y la mirada de Ramsés llena de terror.

El odio deformó el rostro de Uri-Techup hasta el punto de que el mercader sirio se asustó; durante unos instantes, el hitita entró en el reino de las tinieblas, perdiendo contacto con el mundo de los hombres.

—Quiero golpear enseguida y con fuerza, Raia.

—La paciencia es indispensable, señor; Ramsés es un temible adversario. La precipitación nos llevaría al fracaso.

—He oído hablar de sus protecciones mágicas… Pero se debilitan con la edad, y Nefertari ya no está ahí para ayudar al maldito monarca.

—Nuestra red de espionaje había conseguido manipular al hermano de Ramsés y al ministro Meba —recordó Raia—; ellos murieron, pero he conservado preciosos contactos con la Alta Administración. Los funcionarios son a veces parlanchines; uno de ellos me dijo que las relaciones diplomáticas entre el Hatti y Egipto podrían degradarse.

—¡Es una noticia formidable! ¿Cuál es la causa de la discordia?

—El secreto está todavía muy bien guardado, pero sabré algo más.

—La suerte está cambiando, Raia. ¿Y crees que soy menos temible que Ramsés?