El embajador del Hatti, enteco hombrecillo de unos sesenta años, se presentó ante la puerta del Ministerio de Asuntos Exteriores. De acuerdo con la costumbre, depositó un ramo de crisantemos y lises en el altar de piedra, a los pies de una estatua de babuino, encarnación de Thot, dios de los escribas, de la lengua sagrada y del conocimiento. Luego se dirigió a un oficial armado con una lanza.
—El ministro me aguarda —declaró en tono seco.
—Voy a avisarle.
Vestido con una túnica roja y azul a franjas, con los cabellos negros abrillantados por una goma aromática y el rostro ensombrecido por una estrecha barba, el embajador aguardó caminando de un lado a otro.
Sonriente, Acha fue a su encuentro.
—Espero no haberos hecho aguardar demasiado. Vayamos al jardín, querido amigo, allí estaremos tranquilos.
Alrededor de un estanque cubierto de lotos azules, las palmeras y los azufaifos dispensaban una sombra agradable. Un criado depositó en una mesilla copas de alabastro llenas de cerveza fresca y una cesta de higos, y desapareció.
—No temáis —dijo Acha—, nadie puede oírnos.
El embajador hitita vaciló antes de sentarse en una silla plegable de madera, provista de un almohadón de lino verde.
—¿Qué teméis?
—A vos, Acha.
El jefe de la diplomacia egipcia no perdió su sonrisa.
—Realicé misiones de espionaje, es cierto, pero esa época ya ha terminado. Ahora me he convertido en un personaje oficial, que aprecia su respetabilidad y no tiene el menor deseo de lanzarse a tortuosas empresas.
—¿Por qué voy a creeros?
—Porque, como vos, tengo un solo objetivo: fortalecer la paz entre nuestros pueblos.
—¿Respondió el faraón a la última carta del emperador Hattusil?
—Naturalmente. Ramsés le dio excelentes noticias de la reina Iset y de sus caballos, y se felicitó por el perfecto respeto del tratado que une para siempre Egipto y el Hatti.
El rostro del embajador se ensombreció.
—A nuestro modo de ver, es del todo insuficiente.
—¿Qué esperabais?
—Al emperador Hattusil le ha sorprendido el tono de las últimas cartas del faraón; tiene la sensación de que Ramsés le considera un súbdito y no un igual.
La agresividad del diplomático apenas se disimulaba.
—¿Ha tomado ese descontento proporciones alarmantes? —interrogó Acha.
—Eso temo.
—¿Tan pequeña diferencia puede poner en cuestión nuestras alianzas?
—Los hititas son orgullosos. Quien hiera su orgullo provocará su venganza.
—¿No es aberrante magnificar un pequeño incidente?
—Para nosotros es de suma importancia.
—Temo comprenderos… ¿No será esta posición materia de negociaciones?
—No lo es.
Acha temía esa eventualidad. En Kadesh, Ramsés había derrotado a la coalición dirigida por Hattusil; su rencor no había desaparecido, buscaba cualquier pretexto para reafirmar su supremacía.
—¿Llegaríais hasta…?
—Hasta denunciar el tratado —precisó el embajador hitita.
Acha decidió utilizar su arma secreta.
—¿Os devolvería este texto a sentimientos más conciliadores?
El egipcio entregó al hitita una carta redactada por Ramsés. Intrigado, el diplomático leyó en voz alta la misiva:
Que tu salud sea buena, Hattusil, hermano mío, así como la de tu esposa, tu familia, tus caballos y tus provincias. Acabo de examinar tus reproches: creo que te he tratado como a uno de mis súbditos y eso me aflige. Puedes estar seguro de que te concedo las consideraciones debidas a tu rango; ¿quién sino tu es el emperador de los hititas? Te garantizo que te considero un hermano.
El embajador pareció sorprendido.
—¿Es Ramsés el autor de esta carta?
—No lo dudéis.
—¿Reconoce su error el faraón de Egipto?
—Ramsés desea la paz. Y tengo que anunciaros una decisión importante: la apertura, en Pi-Ramsés, de un palacio de los países extranjeros donde vos mismo y los demás diplomáticos gozaréis de una administración permanente y un personal cualificado. La capital egipcia será así centro de un diálogo constante con sus aliados y vasallos.
—Notable —concedió el hitita.
—¿Quiere eso decir que vuestras belicosas intenciones se esfumarán rápidamente?
—Me temo que no.
Esta vez, Acha se sintió realmente inquieto.
—¿Debo concluir que nada atenuará la susceptibilidad del emperador?
—En lo esencial, Hattusil también desea consolidar la paz, pero pone una condición.
El embajador hitita reveló las verdaderas intenciones del emperador. Acha ya no tenía ganas de sonreír.
Como todas las mañanas, unos ritualistas celebraban el culto del ka de Seti en su magnífico templo de Gurnah, en la orilla occidental de Tebas. El responsable de la necrópolis se disponía a depositar en un altar una ofrenda de uva, higos y madera de enebro cuando uno de sus subordinados le murmuró unas palabras al oído.
—¿El faraón aquí? ¡Pero no me han avisado!
El sacerdote se volvió y descubrió la alta estatura del monarca, vestido con una túnica de lino blanco. El poder y el magnetismo de Ramsés bastaban para distinguirle de los demás celebrantes.
El faraón tomó la bandeja de las ofrendas y penetró en la capilla donde vivía el alma de su padre. En aquel templo Seti había anunciado la coronación de su hijo menor, concluyendo así la iniciación a la que lo había sometido, con amor y rigor, desde la adolescencia. Las dos coronas, «las grandes de magia», habían sido sólidamente sujetas a la cabeza del Hijo de la Luz, cuyo destino se había convertido en el de Egipto.
Suceder a Seti parecía imposible. Pero la verdadera libertad de Ramsés había consistido en no elegir, en acatar la Regla y satisfacer a los dioses, de modo que los hombres fueran felices.
Hoy, Seti, Tuya y Nefertari recorrían los hermosos caminos de la eternidad y bogaban en barcas celestiales; en la tierra, sus templos y sus tumbas inmortalizaban su nombre. Hacia su ka se volvían los humanos cuando sentían el deseo de penetrar en los misterios del otro mundo.
Una vez finalizado el rito, Ramsés se dirigió hacia el jardín del templo, dominado por un sicomoro en el que anidaban garzas reales.
La suave y grave melodía del oboe le encantó. Una música lenta, tristes inflexiones iluminadas por una sonrisa, como si la esperanza lograra siempre disipar la aflicción.
Sentada en un murete, al abrigo del follaje, la intérprete tocaba con los ojos cerrados. Con los cabellos negros y brillantes, los rasgos del rostro puros y regulares como los de una diosa, Meritamón, de treinta y tres años de edad, estaba en el apogeo de su belleza.
A Ramsés se le puso el corazón en un puño. Meritamón se parecía tanto a su madre, Nefertari, que casi era su sosias. Dotada para la música, había elegido, desde muy joven, entrar en el templo y vivir una existencia recluida al servicio de la divinidad. Ése había sido el sueño de Nefertari, que Ramsés había roto al pedirle que fuera su gran esposa real. Meritamón podría haber ocupado el primer lugar entre las intérpretes sagradas del templo de Karnak, pero prefería residir aquí, junto al alma de Seti.
Las últimas notas emprendieron el vuelo hacia el sol; la intérprete dejó su oboe en el murete y abrió los ojos.
—¡Padre! ¿Hace mucho que estás aquí?
Ramsés se acercó a su hija y la abrazó largo rato.
—Te añoro, Meritamón.
—El faraón es el esposo de Egipto, su hijo es el pueblo entero. ¿Cómo es posible que tú, que tienes más de cien hijos e hijas, te acuerdes todavía de mí?
Él se apartó y la admiró.
—Los «hijos reales»… Se trata sólo de títulos honoríficos. Tú eres la hija de Nefertari, mi único amor.
—Ahora tu esposa es Iset la bella.
—¿Me lo reprochas?
—No, hiciste bien; no te traicionará.
—¿Aceptas venir a Pi-Ramsés?
—No, padre. El mundo exterior me aburre. ¿Hay algo más esencial que la celebración de los ritos? Todos los días pienso en mi madre: realizo su sueño y estoy convencida de que mi felicidad alimenta su eternidad.
—Te legó su belleza y su carácter; ¿tengo alguna posibilidad de convencerte?
—Ninguna, lo sabes muy bien.
Tomó suavemente sus manos.
—¿Realmente ninguna?
Ella sonrió con la gracia de Nefertari.
—¿Te atreverás a darme una orden?
—Eres el único ser a quien el faraón renuncia a imponer su voluntad.
—Esto no es una derrota, padre; en el templo soy más útil que en la corte. Hacer vivir el espíritu de mis abuelos y mi madre me parece una tarea fundamental. Si no mantuviéramos el vínculo con los antepasados, ¿qué mundo erigiríamos?
—Sigue tocando esta música celestial, Meritamón; Egipto la necesitará.
La angustia oprimió el corazón de la muchacha.
—¿Qué peligro temes?
—Amenaza tormenta.
—¿Acaso no eres tú el dueño?
—Toca, Meritamón, toca también para el faraón; crea armonía, hechiza a las divinidades, atráelas hacia el doble país. Amenaza tormenta y será terrorífica.