Pequeño, enclenque y flaco a pesar de las enormes cantidades de alimento que ingería a cualquier hora del día y de la noche, Ameni era, como Acha, un amigo de infancia de Ramsés. Con alma de escriba, trabajador infatigable, reinaba sobre un restringido equipo de unos veinte especialistas que, sobre todos los temas esenciales, preparaban síntesis para el faraón. Ameni daba pruebas de una notable eficacia y, a pesar de los envidiosos que no le ahorraban infundadas críticas, Ramsés le otorgaba toda su confianza.
Aunque sufría continuos dolores de espalda, el escriba, cuya tez era tan pálida que a menudo parecía que iba a desmayarse, seguía obstinándose en llevar personalmente montones de tablillas de madera y de papiros. Sin embargo, agotaba a sus subordinados, necesitaba sólo breves períodos de sueño y manejaba durante horas y horas los pinceles para redactar notas confidenciales que sólo Ramsés conocía.
Puesto que el faraón había decidido pasar varios meses en Tebas, Ameni se había desplazado con sus ayudantes. Portasandalias del rey, oficialmente, al escriba le importaban un pimiento los títulos y los honores; su única obsesión, al igual que la del dueño de Egipto, era la prosperidad del país. Así pues, no se concedía ni un momento de reposo por miedo a cometer un error fatal.
Ameni comía puré de centeno y queso fresco cuando Ramsés entró en su despacho atestado de documentos.
—¿Has acabado de almorzar?
—No tiene importancia, majestad. Tu presencia aquí no presagia nada bueno.
—Tus últimos informes parecían más bien tranquilizadores.
—«Parecían»… ¿A qué se debe esta restricción? ¡Tu majestad no imaginará que le oculto el menor detalle!
Con la edad, Ameni se volvía gruñón. Encajaba mal la crítica, se quejaba de las condiciones de trabajo y no vacilaba en regañar a quienes intentaban darle consejos.
—No imagino nada semejante —dijo Ramsés con serenidad—, intento comprender.
—¿Comprender qué?
—¿No existe algún terreno que te cause cierta preocupación?
Ameni reflexionó en voz alta.
—La irrigación está perfectamente asegurada, así como el mantenimiento de los diques… Los jefes de provincia obedecen las directrices y no manifiestan ningún inoportuno deseo de independencia… La agricultura está bien administrada, la población no pasa hambre y está correctamente alojada, la organización de las fiestas no presenta defecto alguno, las comunidades de maestros de obras, canteros, talladores de piedra, escultores y pintores trabajan en todo el país… No, no veo por qué tendría que inquietarme.
Ramsés debería haberse tranquilizado, pues Ameni no tenía igual para percibir un fallo en el sistema administrativo y económico del país; y sin embargo, el rey seguía preocupado.
—¿Acaso tu majestad me oculta alguna información esencial?
—Sabes muy bien que soy incapaz de hacerlo.
—¿Qué ocurre entonces?
—El embajador hitita se ha mostrado excesivamente halagador para con Egipto.
—¡Bah! Esa gente sólo sabe hacer la guerra y mentir.
—He sentido la proximidad de una tormenta que nace en el seno de Egipto, una tormenta preñada de devastador granizo.
Ameni se tomó en serio la intuición del monarca; al igual que su padre, Seti, Ramsés mantenía vínculos particulares con el terrorífico dios Set, señor de las perturbaciones celestes y del rayo, pero defensor también de la barca solar a la que intentaban destruir los monstruos.
—«En el seno de Egipto» —repitió el escriba, turbado—. ¿Qué significa ese presagio?
—Si Nefertari estuviera aquí todavía, su mirada descifraría el porvenir.
Ameni enrolló un papiro y guardó sus pinceles, triviales gestos para disipar la tristeza que se apoderaba de su alma tanto como la de Ramsés. Nefertari era la belleza, la inteligencia y la gracia, la apacible sonrisa de un Egipto colmado; cuando tuvo la suerte de verla, Ameni casi había olvidado su trabajo. Pero al secretario particular del faraón no le gustaba demasiado Iset la bella; sin duda Ramsés no se había equivocado al asociarla al trono, aunque la función de reina fuera demasiado pesada para los hombros de esa mujer, tan alejada de las realidades del poder. Al menos amaba a Ramsés, y esta cualidad disipaba muchos defectos.
—¿Tiene tu majestad una pista que ofrecerme?
—Lamentablemente no.
—Entonces será preciso que aumentemos la vigilancia.
—No me gusta demasiado esperar los golpes.
—Lo sé, lo sé —gruñó Ameni—; y yo que deseaba tomar un día de descanso… Dejaré para más tarde este privilegio.
Predominantemente blanca, con algunas manchas rojas en el lomo y los flancos teñidos de verde, de un metro veinte de largo, la víbora cornuda, de cabeza plana y gruesa cola, se arrastró lateralmente hacia la pareja que hacía el amor al abrigo de una palmera. Tras haber pasado la jornada enterrado en la arena, el reptil salía de caza al caer la noche. En períodos cálidos, su mordedura provocaba una muerte inmediata.
Ni el hombre ni la mujer, abrazados con ardor, parecían conscientes del peligro. Felina, flexible como una liana, risueña, la joven nubia obligaba a su amante, un cincuentón robusto y rechoncho, de cabellos negros y piel mate, a desplegar todos los recursos de su virilidad. Unas veces dulce, otras apremiante, la nubia no daba descanso alguno al egipcio, que la asaltaba con el ardor de un primer encuentro. En la calidez de la noche, compartían un placer ardiente, como un sol de estío.
La víbora estaba sólo a un metro de la pareja.
Con fingida brutalidad, el hombre tumbó de espaldas a la mujer y le besó los pechos. Floreciente, ella le recibió. Clavándose la mirada, se devoraban con avidez.
Con un gesto rápido y firme, Loto agarró la víbora cornuda por el cuello. El reptil silbó y mordió el vacío.
—Hermosa presa —comentó Setaú sin dejar de hacer el amor con su esposa—. Veneno de primera calidad obtenido sin fatiga.
De pronto, la hermosa Loto se mostró menos acuciante.
—Tengo un mal presentimiento.
—¿A causa de esta víbora?
—Ramsés está en peligro.
Encantador de serpientes y amigo de infancia del faraón, quien le había encargado administrar una provincia nubia, Setaú se tomaba muy en serio las advertencias de la bella hechicera con la que se había casado. Entre ambos habían capturado un incalculable número de reptiles, a cual más peligroso, y recogido el veneno indispensable para la fabricación de remedios activos contra graves enfermedades.
Independientes, huraños, Setaú y Loto habían acompañado, sin embargo, a Ramsés por los campos de batalla, tanto al Sur como al Norte, y curado a los soldados heridos. Colocados a la cabeza de un laboratorio de Estado, habían conocido una felicidad sin límites cuando el faraón les solicitó que hicieran fructificar el territorio nubio que tanto querían. Ciertamente, el virrey de Nubia, funcionario conformista y friolento, intentaba poner trabas a sus iniciativas, pero temía a aquella pareja que hacía custodiar su morada por las cobras.
—¿De qué peligro se trata? —se preocupó Setaú.
—No lo sé.
—¿Ves algún rostro?
—No —respondió Loto—, es una especie de malestar, pero por unos instantes he sabido que Ramsés era amenazado —añadió, y se levantó manteniendo aún la víbora en su puño cerrado—. Debes intervenir, Setaú.
—¿Qué puedo hacer desde aquí?
—Vayamos a la capital.
—El virrey de Nubia aprovechará nuestra ausencia para anular las reformas.
—No importa; si Ramsés necesita nuestra ayuda, debemos estar a su lado.
Desde hacía mucho tiempo, el arisco Setaú, al que ningún alto funcionario podía dictar su conducta, no discutía ya las directrices de la dulce Loto.
El sumo sacerdote de Karnak, Nebú, se había convertido en un anciano. Como había escrito el sabio Ptah-hotep en sus célebres Máximas, la extremada vejez se traducía en un perpetuo agotamiento, una debilidad que no dejaba de renovarse y una tendencia a dormirse, incluso durante el día. La visión disminuía, cada vez se oía menos, faltaba la fuerza, el corazón se fatigaba, apenas se hablaba, los huesos dolían constantemente, desaparecía el gusto, se tapaba la nariz, y resultaba tan penoso levantarse como sentarse.
Pese a aquellos males, el anciano Nebú seguía cumpliendo la misión que Ramsés le había confiado: velar por las riquezas del dios Amón y de su ciudad-templo de Karnak. El sumo sacerdote delegaba casi todas las tareas materiales en Bakhen, el segundo profeta, que ejercía su autoridad sobre ochenta mil personas empleadas en las canteras, los talleres, los campos, los vergeles y las viñas.
Cuando Ramsés le había nombrado sumo sacerdote, Nebú no se había engañado; el joven monarca exigía que Karnak le obedeciera y no manifestara veleidad de independencia alguna. Pero Nebú no era un hombre de paja y había luchado para que Karnak no fuera expoliado en beneficio de otros templos. Como el faraón se había preocupado por mantener la armonía en todo el país, Nebú había sido un pontífice feliz.
Informado por Bakhen, el anciano no salía ya de su modesta morada de tres habitaciones, construida junto al lago sagrado de Karnak. Por la noche le gustaba regar los arriates de iris que tenía plantados a ambos lados de la puerta de entrada; cuando ya no tuviera fuerzas para hacerlo, solicitaría al rey que le liberara de sus funciones.
Al descubrir que un jardinero arrancaba las malas hierbas, Nebú no ocultó su descontento.
—¡Nadie está autorizado a tocar mis iris!
—¿Ni siquiera el faraón de Egipto?
Ramsés se levantó y se dio la vuelta.
—Majestad, os ruego que…
—Haces bien velando personalmente por este tesoro, Nebú. Has trabajado bien por Egipto y por Karnak. Plantar, ver como crece, cuidar esa vida frágil y tan bella… ¿Acaso hay más noble tarea? Tras la muerte de Nefertari, pensé en hacerme jardinero, lejos del trono, lejos del poder.
—No tenéis derecho a hacerlo, majestad.
—Esperaba mayor comprensión.
—Que un viejo como yo aspire al descanso es lógico, pero vos…
Ramsés contempló la luna ascendente.
—Se aproxima la tormenta, Nebú; necesito hombres leales y competentes para afrontar los elementos desencadenados. Sea cual sea tu edad y tu estado de salud, deja para más tarde tus proyectos de retirarte. Sigue controlando Karnak como hasta ahora.