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Ataviado con un amplio collar de oro, un taparrabos blanco parecido al que utilizaban los faraones del tiempo de las pirámides, y unas sandalias del mismo color, Ramsés el Grande celebró los ritos del alba en su templo de millones de años, el Ramesseum, erigido en la orilla occidental de Tebas. Despertó en paz el poder divino oculto en el naos. Gracias a él, la energía circularía entre el cielo y la tierra, Egipto sería la imagen del cosmos y el deseo de destruir, innato en la especie humana, sería eliminado.

A los cincuenta y cinco años, Ramsés era un atleta de metro ochenta, con la cabeza alargada, coronada por una cabellera de un rubio veneciano, amplia frente, abultadas arcadas superciliares, ojos agudos, nariz larga, delgada y aquilina, orejas redondas y finamente dibujadas. De su persona emanaba magnetismo, fuerza y autoridad natural. En su presencia, los caracteres más templados perdían su aplomo, ¿acaso no animaba un dios a ese faraón que había cubierto el país de monumentos y aplastado a todos sus enemigos?

Treinta y seis años de reinado… Sólo Ramsés conocía el verdadero peso de las pruebas que había soportado. Habían comenzado con la muerte de su padre, Seti, cuya ausencia le había dejado desamparado precisamente cuando los hititas preparaban la guerra; sin la ayuda de Amón, su padre celestial, Ramsés, traicionado por sus propias tropas, no habría triunfado en Kadesh. Había gozado la felicidad y la paz, es cierto, pero su madre, Tuya, que encarnaba la legitimidad del poder, se había reunido con su ilustre marido en los parajes de luz donde vivían eternamente las almas de los justos. Y el destino, inexorable, había golpeado de nuevo, del modo más atroz, infligiendo al rey una herida de la que jamás sanaría. Su gran esposa real, Nefertari, había muerto en sus brazos en Abu Simbel, en Nubia, donde Ramsés había hecho edificar dos templos para glorificar la unidad indestructible de la pareja real.

El faraón había perdido a sus tres seres más queridos, los tres seres que le habían moldeado y cuyo amor no tenía límite. Sin embargo, debía seguir reinando, encarnando Egipto con la misma fe y el mismo entusiasmo.

Cuatro compañeros más le habían abandonado, tras haber obtenido tantas victorias a su lado: sus dos caballos, tan valerosos en el campo de batalla; su león, Matador, que le había salvado la vida en más de una ocasión, y su perro de un amarillo dorado, Vigilante, que había gozado de una momificación de primera clase. Otro Vigilante le había sucedido, y luego un tercero, que acababa de nacer.

También había desaparecido el poeta griego Homero, que había terminado sus días en su jardín de Egipto, contemplando su limonero. Ramsés pensaba con nostalgia en sus entrevistas con el autor de la Ilíada y de la Odisea, que se había prendado de la civilización de los faraones.

Tras la muerte de Nefertari, Ramsés había sentido la tentación de renunciar al poder y confiarlo a su primogénito, Kha; pero su círculo de amigos se había opuesto a ello, recordando al monarca que un faraón era designado para toda la vida. Fueran cuales fuesen sus sufrimientos de hombre, debía cumplir su tarea hasta el final de su existencia. Así lo exigía la Regla, y Ramsés, como sus predecesores, se adecuaría a ella.

Aquí, en su templo de millones de años, emisor del flujo mágico que protegía su reino, había obtenido Ramsés la fuerza necesaria para proseguir. Aunque una importante ceremonia le aguardara, el monarca se demoró en las salas del Ramesseum que, rodeado por un recinto de trescientos metros de longitud, albergaba dos grandes patios con pilares en los que se representaba al rey como Osiris, una vasta sala de cuarenta y ocho columnas, de treinta y un metros de profundidad y cuarenta de anchura, y un santuario donde residía la presencia divina. Señalando el acceso al templo había unos pilonos de setenta metros de altura de los que los textos decían que llegaban hasta el cielo; en el lado sur del primer patio se encontraba el palacio. Alrededor del lugar santo había una vasta biblioteca, almacenes, un tesoro que contenía metales preciosos, los despachos de los escribas y las casas de los sacerdotes. Aquella ciudad-templo funcionaba día y noche, pues el servicio de los dioses no conocía el reposo.

Ramsés permaneció unos instantes, demasiado cortos, en la parte del santuario consagrada a su esposa, Nefertari, y a su madre, Tuya; contempló los bajorrelieves que describían la unión de la reina con el perfume del dios Amón-Ra, secreto y luminoso al mismo tiempo, y el amamantamiento del faraón, que se aseguraba así una perpetua juventud.

En palacio debían de impacientarse. El rey se desprendió de los recuerdos, no se detuvo ante el coloso tallado en un solo bloque de granito rosa de dieciocho metros de altura, llamado «Ramsés, luz de los reyes», ni ante la acacia plantada el segundo año de su reinado, y se dirigió hacia la sala de audiencias, de dieciséis columnas, donde se reunían los diplomáticos extranjeros.

Con los ojos verdes de mirada aguda, la nariz pequeña y recta, los labios finos, el mentón apenas prominente, Iset la bella, superados ya los cincuenta, seguía siendo vivaz y alegre. Los años no pasaban por ella; su gracia y su poder de seducción seguían intactos.

—¿El rey ha salido por fin del templo? —preguntó, inquieta, a su camarera.

—Todavía no, majestad.

—¡Los embajadores estarán furiosos!

—No os atormentéis; ver a Ramsés es tan gran privilegio que nadie osará impacientarse.

Ver a Ramsés… ¡Sí, era el mayor de los privilegios! Iset recordó su primera cita amorosa con el príncipe Ramsés, aquel fogoso muchacho que parecía apartado del poder. ¡Qué felices habían sido en su choza de cañas, al borde de un trigal, disfrutando el secreto de un placer compartido! Luego había aparecido la sublime Nefertari que, sin saberlo, poseía las cualidades de una gran esposa real. Ramsés no se había equivocado; y sin embargo, era Iset la bella quien le había dado dos hijos, Kha y Merenptah. Durante un breve período había sentido rencor contra Ramsés; pero Iset se sentía incapaz de asumir la abrumadora función de una reina y no tenía más ambición que compartir, por poco que fuera, la existencia del hombre al que amaba con locura.

Ni Nefertari ni Ramsés la habían rechazado; como «segunda esposa», según el protocolo, Iset había gozado la incomparable felicidad de codearse con el monarca y vivir a su sombra. Algunos consideraban que malgastaba su vida, pero a Iset no le importaban las críticas; para ella, mejor era ser la sierva de Ramsés que la esposa de un dignatario estúpido y pretencioso.

La muerte de Nefertari la había sumido en una profunda aflicción; la reina no era una rival, sino una amiga por la que sentía respeto y admiración. Consciente de que ninguna palabra atenuaría el desgarro del monarca, había permanecido a la sombra, muda y discreta.

Y había ocurrido lo inconcebible.

Al final del período de luto, tras haber cerrado personalmente la puerta de la tumba de Nefertari, Ramsés había pedido a Iset la bella que se convirtiera en la nueva gran esposa real. Ningún soberano podía reinar solo, pues el faraón era la unión de los principios masculino y femenino, conciliados y armonizados.

La hermosa Iset jamás había aspirado a ser reina de Egipto; la comparación con Nefertari la aterrorizaba. Pero la voluntad de Ramsés no se discutía; Iset había aceptado, a pesar de su angustia. Se convertía en «la dulce de amor, aquella que veía a los dioses Horus y Set apaciguados por fin en el ser del faraón, la soberana de las Dos Tierras, el Alto y el Bajo Egipto, aquella cuya voz ofrecía alegría»… Pero para ella esos títulos tradicionales no tenían ninguna importancia. El verdadero milagro era compartir la existencia de Ramsés, sus esperanzas y sus sufrimientos. Iset era la esposa del mayor monarca que la tierra hubiese conocido nunca, y la confianza que le concedía le bastaba para ser feliz.

—Su majestad pregunta por vos —dijo la camarera.

Tocada con una peluca en forma de despojo de buitre, coronada por dos altas plumas, vestida con una larga túnica blanca ceñida al talle por un cinturón rojo de colgantes extremos, adornada con un collar y brazaletes de oro, la gran esposa real se dirigió hacia la sala de audiencias. Su educación de muchacha noble y acomodada le había enseñado a comportarse durante las ceremonias oficiales; esta vez estaría, como el faraón, en el punto de mira de dignatarios sin indulgencia.

Iset la bella se inmovilizó a un metro de Ramsés.

Él, su primer y único amor, seguía impresionándola. Era demasiado grande para ella, nunca percibiría la magnitud de su pensamiento, pero la magia de la pasión colmaba aquel infranqueable foso.

—¿Estás lista?

La reina de Egipto se inclinó.

Cuando apareció la pareja real, las conversaciones cesaron. Ramsés e Iset la bella ocuparon su trono.

Amigo de infancia del faraón y ministro de Asuntos Exteriores, el elegantísimo Acha, que de buena gana creaba moda, se adelantó. Al observar el refinado personaje, con su pequeño y cuidado bigote, sus ojos chispeantes de inteligencia y ademanes casi desdeñosos, nadie habría imaginado que sentía pasión por la aventura y que no había vacilado en poner en peligro su vida en territorio hitita durante una peligrosa misión de espionaje. Aficionado a las mujeres bellas, las hermosas ropas y la buena carne, Acha posaba sobre el mundo una mirada irónica, desengañada a veces, pero en la que ardía un deseo que nada ni nadie conseguiría apagar: actuar por la gloria de Ramsés, el único ser por el que sentía, a pesar de que no se lo había confesado nunca, una admiración sin límites.

—Majestad, el Sur se somete a vos y os trae sus riquezas, pidiéndoos el aliento de vida; el Norte implora el milagro de vuestra presencia; el Este reúne sus tierras para ofrecéroslas; el Oeste se arrodilla humildemente, sus jefes se inclinan ante vos.

El embajador del Hatti se destacó de la masa del grupo de los diplomáticos y mostró sus respetos a la pareja real.

—El faraón es el dueño del fulgor —declaró—, el aliento de fuego que da vida o destruye. Que su ka exista eternamente, que su tiempo sea feliz, que para él llegue a su hora la crecida, pues pone en marcha la energía divina, él, que participa a la vez del cielo y de la tierra. Bajo el reinado de Ramsés ya no hay rebeldes, cada país está en paz.

Los regalos siguieron a los discursos. De lo más profundo de Nubia a los protectorados de Canaán y Siria, el imperio de Ramsés el Grande rindió homenaje a su dueño.

El palacio se había adormecido; sólo el despacho del rey seguía aún iluminado.

—¿Qué ocurre, Acha? —preguntó Ramsés.

—Las Dos Tierras son prósperas, reina la abundancia en cada provincia, los graneros llegan al cielo, eres la vida de tu pueblo, eres…

—Los discursos han terminado. ¿Por qué el embajador hitita se lanza a tan exagerados elogios?

—La diplomacia…

—No, hay algo más. ¿De qué se trata?

Acha pasó un manicurado índice por su perfumado bigote.

—Reconozco que me siento turbado.

—¿Acaso Hattusil cuestiona la paz?

—Nos haría llegar mensajes de otro tipo.

—Dame tu verdadera opinión.

—Créeme, estoy perplejo.

—Con los hititas, permanecer en la duda sería un error fatal.

—¿Debo entender que me encargas que descubra la verdad?

—Hemos vivido demasiados años apacibles ya; en estos últimos tiempos, te adormecías.