Capítulo 27
Penetraciones cuánticas

Claro que hay que romper las barreras, pero ¿con qué ariete?

Rosa Chacel

En la película producida en el año 1959, 4D Man (algo así como El hombre de la cuarta dimensión), el brillante científico Tony Nelson investiga una nueva propiedad de la materia. Mediante el empleo de una clase de amplificador de su invención consigue que cualquier objeto adquiera unas propiedades increíbles consistentes nada más y nada menos que en poder pasar a través de cualquier otro cuerpo con el que se pone en contacto. Inesperadamente, un accidente en el laboratorio acaba con el traslado de Nelson a otro centro de investigación donde trabaja su hermano Scott, quien ha descubierto (familias así de productivas hacen mucha falta) un nuevo material denominado cargonita, cuya densidad resulta ser tan grande que lo hace prácticamente impenetrable (una de esas casualidades que suelen darse en las películas de serie B). Pero, ay amigo, que no todo tenía que ser devoción científica y es que resulta que en el mismo laboratorio trabaja, asimismo, la novia de Scott, una chica maja de verdad. Y claro, al hermano Tony no se le ocurre otra cosa que birlársela en sus propias científicas narices.

En 4D Man el científico Tony Nelson investiga una nueva propiedad de la materia. Mediante el empleo de una clase de amplificador de su invención consigue que cualquier objeto adquiera unas propiedades increíbles consistentes en poder pasar a través de cualquier otro cuerpo con el que se pone en contacto.

Indignado y herido en lo más profundo de su ser, con un deseo sobrehumano y desmedido por la penetración (de los cuerpos), Scott Nelson decide experimentar en sus carnes el terrible poder del dispositivo amplificador diseñado por su hermano Tony, consiguiendo no solamente adquirir la habilidad de traspasar las paredes, sino también la impenetrable y hasta entonces virginal cargonita (a falta de pan, buenas son tortas). Pero como todo ser humano imbuido de un poder cuasidivino, la ambición, la envidia, la sed de venganza y toda una lista de cosas malas malísimas se apoderan de su persona. Dotado de la capacidad para atravesar paredes a voluntad, los primeros escarceos resultan un tanto inocentes, como el de introducir las manos en un buzón de correos y extraer la correspondencia (¿cómo habrán adquirido las cartas el poder de pasar a la cuarta dimensión?). Sin embargo, no todo resulta ser de color de rosa. De forma accidental, Scott descubre amargamente que su poder va acompañado de una fatal maldición. En efecto, cada vez que hace uso de su recién adquirida habilidad, su cuerpo experimenta un envejecimiento enormemente acelerado. La terrible solución no se hace esperar. La única manera de sobrevivir consiste en asesinar a otras personas al atravesar sus cuerpos y apoderarse de su «energía vital». En un último y desesperado acto de lucidez, Scott Nelson decide poner fin a su propia existencia, materializándose en la aburrida tercera dimensión, justo en el preciso momento de traspasar uno de los sólidos muros de su laboratorio.

Y ahora que ya he conseguido felizmente destrozar toda la película, paso a comentar otras cosas no menos interesantes. Bien, los que seáis fans de los cómics seguramente conoceréis las fantásticas habilidades de superhéroes como Flash (no el de apellido Gordon, sino el otro, el velocípedo compulsivo), capaz de desplazarse a tal velocidad que, haciendo vibrar de forma harto vertiginosa las moléculas de su cuerpo, podía hacer gala de los mismos beneficios materiales que nuestro amigo Scott Nelson. Asimismo, Kitty Pryde o Gata Sombra (en hispano de toda la vida), una de las heroínas de los indescriptibles X-Men, posee el dominio del estado de agitación de todas las partículas de su cuerpo serrano, de tal forma que entre ellas puedan desplazarse las de otros, ya sean igual de serranos o no. Otro individuo agraciado con el don de la penetrabilidad en la cuarta dimensión, pero este ya no perteneciente al campo de la ciencia ficción, sino más bien al de la lágrima fácil y sensiblera, es Sam Wheat, el Ghost interpretado en 1990 por el guaperas bailarín de poca monta, el ya fallecido Patrick Swayze. Por aquel entonces, el pobrecillo Sam sufría y sufría atravesando paredes, puertas y cuerpos de charlatanas con poderes paranormales, y lloraba y lloraba e incluso aprendía a patear y patear latas de refresco en la estación del metro, mientras hacía gala de una versatilidad sin parangón a la hora de dejar a voluntad la cuarta dimensión y entrar en la tercera como «Peter by his house». Cuestión de concentración, nada más.

Algo más recientemente, la película Doom (Doom, 2005), basada en el videojuego del mismo nombre, aborda, como no podía ser de otra forma viniendo de donde venía, el tema del cruce genético entre humanos y marcianos para dar unos híbridos horripilantes y muy malos con los que los soldados de élite de turno tienen que acabar de la forma más sanguinaria y visceral posible, equipados con el armamento más futurista y sofisticado. Pero, a lo que voy, los laboratorios de investigación biológica de las instalaciones en Marte, disponen de unos tabiques enormemente curiosos, denominados «nanoparedes». Al conectar un interruptor, estas adquieren la propiedad de ser fácilmente traspasables por otros cuerpos. La finalidad de dichas nanoparedes no queda muy clara, a no ser que se pretendiese con ellas atrapar a criaturas imitantes enloquecidas desconectando el interruptor cuando estas intentasen atrapar a los incautos humanos al otro lado de las mismas. Capacidad de previsión, sin duda.

Finalmente, al menos en lo que respecta a mis conocimientos, y en el campo de la literatura, el prolífico H.G. Wells abordaba el tema de la cuarta dimensión espacial allá por el año 1897 (con el tiempo ya lo había hecho dos años antes en La máquina del tiempo) en un relato breve titulado La historia de Plattner. En él se narra la odisea de un profesor de química quien, en el transcurso de un experimento con pólvora verde en su aula, sufre un accidente y desaparece durante nueve días. En su ausencia de «este mundo», parece encontrarse en un extraño lugar que él mismo denomina el Otro Mundo, donde todo aparece bajo un extraño tono verdoso a causa de la luz del mismo color que posee el sol cuya luz inunda dicho mundo. Cuando el Otro Mundo se ilumina, el nuestro se oscurece y viceversa, resultando aquel invisible para este. De esta manera, Plattner es capaz de observarnos, pero ni es observado ni tampoco puede comunicarse con los seres que ha dejado atrás.

Justo después de sufrir el accidente, Plattner experimenta cómo su cuerpo es atravesado «como si este estuviera hecho de niebla, como si fuese inmaterial», por varios de sus alumnos. Al cabo de nueve días, Plattner regresa de forma inesperada. Desde entonces, ya no parece ser el mismo. Su corazón se encuentra ahora en el lado derecho del tórax, escribe de derecha a izquierda y también algunos de sus rasgos fisonómicos se han invertido. Acaba de visitar a los Vigilantes de los Vivos

Zidane nunca atravesará a Materazzi, ni en toda la edad del Universo

¿Puede, entonces, una persona atravesar una pared sólida desde uno de sus lados y aparecer como si tal cosa al otro? ¿No resultaría fascinante poder observar lo que se oculta tras los muros del vestuario de los chicos o las chicas? ¿Qué me decís de introducir la mano a través de la ropa y que esta no te moleste a la hora de acariciar lo que deseas? Huy, quién no se relame de gusto con tan sólo imaginarlo. ¿Y sacarles de las entrañas las monedas a las máquinas tragaperras, sin necesidad de pagar un precio? Ah, qué sensación tan indescriptible al meter la mano en el cajón de la cómoda y extraer las prendas de ropa interior limpias, sin necesidad de tener que abrir primero y cerrar después. Pasando a cosas no tan divertidas, pero en cambio con una mayor reconocimiento social, ¿no sería genial poder operar a un paciente enfermo sin necesidad alguna de abrirlo en canal, simplemente introduciendo nuestras manos en su viscoso y pringoso interior? Oh, cuántas cosas podríamos llevar a cabo con unos poderes tan increíbles como los de Scott Nelson, Sam Wheat, Kitty Pryde, Flash o el mismísimo Plattner, los protagonistas involuntarios de este asombroso capítulo.

Está bien, dejemos por un momento las idioteces (no creo que sea capaz por mucho tiempo, sinceramente) y centrémonos un poco en la ciencia. ¿Realmente, tenemos alguna posibilidad de llevar a cabo hazañas como las que he expresado un poco más arriba o, por el contrario, semejantes proezas son tan sólo el producto de los delirios de los guionistas de cine o los autores de ciencia ficción? Veamos, como ya sabéis de qué va este libro que tenéis entre las manos, habrá parte de rigor científico y parte de pura fantasía. Empecemos por el primero.

Quien más quien menos sabe o tiene la dolorosa experiencia de que si se dirige a una velocidad inusualmente alta y sitúa su bien formada cornamenta justo enfrente de un paredón de cemento, la consecuencia más leve puede ser, además del consabido mamporro, una deformación craneal de tipo ovoide, con unas secuelas tanto más graves cuanto mayor sea la energía cinética (dicho de forma más clara, la velocidad) del individuo en cuestión, o el grosor de la pared. Ni siquiera acomodarse el cuero cabelludo en el interior de un casco vikingo dotado de intimidadora cornamenta puede servir de ayuda para la consecución de un fin tan loable como el de atravesar el sólido muro a base de correr hacia él a todo lo que sean capaces de dar nuestras fornidas y bien torneadas extremidades inferiores.

En Doom (Doom, 2005), basada en el videojuego del mismo nombre, se aborda el tema del cruce genético entre humanos y marcianos para dar unos híbridos horripilantes y muy malos.

Ahora bien, una treta que nos podría venir de perlas consistiría en construir un rayo miniaturizador y dispararnos con él a nosotros mismos hasta reducir nuestras dimensiones al tamaño de un minúsculo electrón, pongamos por caso. ¿Y por qué hacer esto, me diréis? Pues simplemente, para aprovecharnos de las bondades de la teoría cuántica. Veamos, cuando este modelo del mundo físico comenzó a desarrollarse, allá por los primeros años del siglo pasado, un aristócrata francés llamado Louis de Broglie propuso (en su tesis doctoral) que cualquier objeto material se podía comportar también como una onda, con una longitud asociada que venía dada por el cociente entre la famosa constante de Planck y el momento lineal del propio objeto (el momento lineal es el producto de la masa por la velocidad del mismo). Semejante afirmación permitía explicar, entre otras muchas cosas, por qué las partículas atómicas y subatómicas parecían comportarse como corpúsculos en unas ocasiones y como ondas en otras; en cambio, una pelota, un animal o una persona difícilmente exhibían sus propiedades ondulatorias. La razón estaba en lo extremadamente pequeño del valor de la constante de Planck y lo extremadamente grande que era el valor del momento lineal de un cuerpo físico de tamaño macroscópico, como podía ser una persona. Como ejemplo aclarador, se puede ver de forma elemental que la longitud de onda asociada a una partícula como un electrón que se desplazase a una velocidad de 30 000 km/s sería de aproximadamente 0,25 angstroms (1 angstrom son 0,0000000001 metros), un valor que corresponde a los denominados rayos X muy duros, casi en la frontera de la poderosa radiación gamma. En cambio, una persona de 80 kg que se desplazase a una velocidad de unos 20 km/h presentaría una longitud de onda de tan sólo la cuatrillonésima parte de una billonésima de metro (0,000000000000000000000000000000000001 metros). No existe en este mundo, ni en ninguno otro conocido, instrumento capaz de detectar una onda tan extremadamente minúscula como esta. Por tanto, una persona siempre se comportará como un corpúsculo, a no ser que se incrementen de forma descomunal bien su masa, bien su velocidad, o ambas al mismo tiempo.

Profundizando un poco más en la cuestión, cuando el comportamiento ondulatorio de un cuerpo físico se pone de manifiesto, la teoría cuántica predice consecuencias que, cuando menos, parecen violar el sentido común. Para ilustrar lo anterior, imaginaos que disponéis de un alambre rectilíneo y horizontal y que lo presionáis en sentidos opuestos por cada extremo, de tal manera que se forme una especie de joroba en su parte central. Si ensartáis una esfera por un extremo y le proporcionáis un impulso pueden suceder dos cosas: si no le dais suficiente energía inicial, cuando la esfera llegue a la pendiente de subida no alcanzará la parte superior y volverá a descender por el mismo sitio, ahora con una velocidad inferior a la que llevaba inicialmente, invirtiendo el sentido de su marcha; en cambio, si le dais un empujón suficientemente grande, subirá por la parte ascendente de la joroba y descenderá por el otro lado, continuando su marcha a una velocidad ligeramente inferior (estas disminuciones en la velocidad de la esfera se deben al rozamiento que experimenta con el alambre). En física, denominamos a la joroba «barrera de potencial» y cuando la esfera pasa de un lado al otro de la misma decimos que ha atravesado dicha barrera de potencial. Continuando con la analogía, una pared también representa una barrera de potencial y la única diferencia ahora con respecto al ejemplo anterior es que dicha barrera es formidable. ¿Por qué? Pues simple y llanamente porque si la pretendiésemos atravesar deberíamos vencer las igualmente formidables fuerzas de repulsión eléctricas que aparecerían entre los electrones que conforman tanto los átomos de nuestro cuerpo como los de la pared. Ahora bien, consideremos el caso de un solo electrón que se enfrente a una única barrera de potencial (un ejemplo sería un electrón que se mueve libremente por la superficie de un metal. En este caso, tal superficie representa la barrera de potencial). La mecánica cuántica afirma que, aun cuando la velocidad a la que el electrón se acerca a la superficie metálica no es suficientemente elevada como para superar el valor de la fuerza de repulsión ejercida por la superficie del metal, el electrón tiene una cierta probabilidad de saltar y alcanzar la libertad, escapando del metal. En el ejemplo del alambre, sería equivalente a que cuando se lanzase la esfera con una velocidad muy pequeña, esta, de repente, apareciese al otro lado de la joroba, aunque fuese arbitrariamente alta. Semejante fenómeno recibe el nombre de «efecto túnel cuántico».

Evidentemente, el electrón tendrá una probabilidad de salir del metal tanto mayor cuanto más elevada sea su velocidad. Análogamente, cuanto más ancha y más alta sea la barrera de potencial, más dificultosa será la huida del electrón. Lo más curioso del caso es que la experiencia ha corroborado en innumerables ocasiones que todo lo anterior es rigurosamente cierto y sucede, de hecho, en el mundo real (toda la electrónica actual, los microscopios de efecto túnel, etc. funcionan siguiendo escrupulosamente estos principios). Como es obvio, hablar de probabilidades equivale a hablar de estadística. No es que el electrón escape siempre y atraviese la barrera de potencial, sino que, como se encuentra siempre vibrando y moviéndose a velocidades elevadas, el número de veces que choca contra la pared por unidad de tiempo es muy elevado y, claro, en alguno de estos incontables intentos lo consigue. Sin embargo, una persona o una pelota que se lanzasen al estilo kamikaze contra un muro de hormigón armado, necesitarían velocidades inimaginablemente elevadas (incluso aunque la pared fuese de un grosor despreciable) y así y todo el número de intentos previo al éxito debería ser tan grande que, total, para llegar al otro lado con la cabeza hecha mantequilla derretida, apenas si merece la pena el esfuerzo.

Unos sencillos ejemplos numéricos os resultarán del todo reveladores. Para un electrón que pretendiese pasar al otro lado de una barrera de 1 angstrom (la diezmilmillonésima parte de un metro) de espesor y una altura de 1 electrón-volt (más o menos la minúscula energía que se necesita para mantener unidas a dos moléculas) y dispusiese de una energía cinética de tan sólo 0,999 electrón-volts, su probabilidad de éxito ascendería hasta el 97%, es decir, de cada cien intentos, sólo fracasaría en tres. En cambio, una persona de 75 kg caminando hacia una pared de 15 cm de grosor a una velocidad de 7 km/h, aun cuando la «altura» de la pared fuese tan sólo de 1 joule por encima de la energía cinética de la persona, tendría una sola oportunidad de éxito entre x (siendo x un 1 seguido de diez mil millones de cuatrillones de ceros). Demasiados coscorrones para espiar los cálidos y húmedos vestuarios. Mejor probar suerte con las apuestas…

Métodos de barrera

Recapitulando, hasta ahora hemos visto cómo a Scott Nelson o a Kitty Pryde les resultará verdaderamente complicado atravesar paredes sólidas, si es que pretenden hacerlo utilizando el efecto túnel cuántico. La razón principal es que, afortunada o desafortunadamente, los cuerpos de tamaño macroscópico, como son las personas, no pueden manifestar comportamientos ondulatorios observables debido a que las longitudes de onda asociadas son extremadamente pequeñas y, por tanto, resulta prácticamente imposible extrapolar los resultados que predice la mecánica cuántica para partículas subatómicas cuyas longitudes de onda asociadas son mucho mayores. Ni siquiera servirían las «nanoparedes» de la película Doom, de la que ya hemos hablado al principio del capítulo. En efecto, un posible mecanismo de funcionamiento de estas nanoparedes podría consistir en que, cuando se conecta el interruptor para atravesarlas, lo que estaríamos haciendo sería probablemente reducir drásticamente la diferencia energética entre la barrera de potencial y el cuerpo que se dispusiera a pasar a su través, incrementándose sustancialmente la probabilidad de éxito del efecto túnel. Lo malo es que para aumentar una probabilidad de uno entre un uno seguido de diez mil millones de cuatrillones de ceros, hay que reducir mucho, mucho, mucho, la barrerita de marras. Y todo ello sin decir nada de nada sobre cómo proceder para reducir la altura de la barrera. ¿Transformando la fuerza repulsiva en atractiva mediante manipulación de los espines de las partículas subatómicas? ¡Buuu, qué miedo!

En Ghost Sam, su protagonista, es lo que se conoce vulgarmente como espectro o fantasma. Si se parte de la definición de que la inmaterialidad es la ausencia de interacción con otras sustancias materiales, ¿cómo se hace encajar esto en la forma de andar por el suelo del protagonista? Para caminar, los pies deben ejercer necesariamente una fuerza sobre el suelo, empujando a este hacia atrás.

De todas formas, imaginaos por un momento que se diese, habitualmente, un fenómeno como el efecto túnel cuántico macroscópico, es decir, para cuerpos de gran tamaño. ¿Cómo es posible entonces que nuestros audaces protagonistas puedan atravesar un muro sólido que se encuentra frente a ellos y, sin embargo, sean capaces de caminar sobre el suelo al mismo tiempo? ¿No estamos ante una inconsistencia lógica flagrante? Parece evidente que, en efecto, así es. Pero, sin embargo, si profundizamos un poco más en los misterios de la física cuántica, lo anterior no parece tan evidente. Al menos, así opina James Kakalios en su fascinante libro La física de los superhéroes. Para el profesor Kakalios, lo que hacen, tanto el doctor Nelson como la X-woman, se ajusta perfectamente a las leyes físicas, siempre que se admita que tales personajes poseen el poder cuántico, ya sea mutante o adquirido mediante dispositivos diseñados a tal efecto. La explicación es bastante simple. Veréis, resulta que el fenómeno del efecto túnel tan sólo puede tener lugar cuando la energía de la partícula que atraviesa la barrera de potencial es exactamente igual a los dos lados de esta. ¿Qué quiere decir esto? Pues sencillamente que la partícula no puede, de ninguna manera, intercambiar energía mientras tiene lugar el extraordinario acontecimiento de la penetración (de barrera, por supuesto). ¿No es el sueño de todo actor de cine de látex y silicona? Ejem, esto… quiero decir, volvamos al asunto. Suponed, por un momento, que nuestro osado científico, Scott Nelson, cayese a través del suelo al mismo tiempo que cruza de un extremo al otro la pared sólida. Al acelerar hacia abajo, debido a la acción de la gravedad, su velocidad aumentaría y, consecuentemente, su energía cinética. Así pues, al llegar al otro lado de la pared, su energía se habrá incrementado, violando la conservación de la misma que había establecido un poco más arriba. Por otro lado, en caso de querer frenar, debería transferir parte de su energía cinética a sus alrededores, con lo que estaríamos de nuevo en el mismo problema. Según el profesor Kakalios, tanto Nelson como Kitty Pryde, no podrían caminar mientras atraviesan las paredes (por lo que acabamos de ver). Entonces, ¿cómo han de proceder para conseguir su propósito? Pues muy sencillo, ya que únicamente deben caminar normalmente mientras se aproximan al obstáculo que quieren franquear; a continuación «sintonizan» su «poder cuántico» (funcione este como funcione), saliendo, finalmente, al otro lado, con la misma energía con la que llegaron. En caso de que necesitasen atravesar el suelo, no tendrían más que saltar hacia arriba ligeramente (con el sintonizador cuántico apagado) y justamente antes de que sus pies contactasen, conectar el superpoder, de nuevo. Cuando saliesen por la parte de abajo del suelo, su energía sería la misma que en el instante en que entraron; ahí mismo adquirirán su aspecto normal (apagando el sintonizador) y comenzarán a acelerar hacia abajo como consecuencia del efecto de la gravedad. Si hubiese una gran distancia hasta el siguiente nivel inferior, lo más razonable sería mantener el sintonizador del superpoder encendido hasta llegar al punto de contacto con el suelo, ya que, en caso contrario, los efectos secundarios de la penetración podrían no tener un efecto relajante en absoluto, recordando más bien al acto sexual de los conejos, los cuales sufren peligrosas pérdidas del equilibrio tras el acto.

Sea cual sea el mecanismo o el fenómeno físico mediante el que nuestros protagonistas disfrutan de esta extraordinaria capacidad para evitar obstáculos de naturaleza sólida y no verlos delante, el hecho es que el efecto túnel cuántico, aunque permite explicar algunos de los comportamientos observados, no parece justificar en modo alguno otros. Me estoy refiriendo, en concreto, a los efectos secundarios que experimenta el doctor Nelson cuando atraviesa muros y demás adoquines, envejeciendo súbitamente. En la actualidad no se conoce ningún efecto túnel cuántico que provoque canas y mucho menos uno que las elimine tras atravesar a una persona viva de pecho a espalda. Habrá, pues, que seguir utilizando productos químicos como los socorridos y populares Just for Men o Grecian 2000.

¿Habrá alguna otra alternativa que sea más plausible a la hora de dejar secos y listos para el cajón de pino de turno a los desafortunados «atravesados»? Puede que sí. Puestos a especular, imaginad por un instante que Scott Nelson poseyese el poder de transformar cada átomo o partícula material de su cuerpo en radiación electromagnética de altísima frecuencia. Todos habéis visto en alguna ocasión lo que hace la radiación ultravioleta con nuestra piel, y no digamos ya los poderosos rayos X, capaces de atravesar tejidos blandos, pero no los óseos. Si seguimos ascendiendo en frecuencias, llegamos a la terrible y temible radiación gamma, la cual atraviesa sin ninguna dificultad materiales sólidos, como pueden ser paredes convencionales o cuerpos humanos. Evidentemente, esa misma radiación gamma podría provocar unos enormes daños biológicos en los tejidos de un cuerpo humano, matándolo en un lapso de tiempo relativamente corto, dependiendo de la dosis recibida. Si una fracción de la radiación de alta frecuencia que conforma el cuerpo del doctor Nelson quedase atrapada, al ser absorbida por la pared correspondiente, esto también podría explicar su envejecimiento transitorio, por lo menos en un cierto sentido más cienciaficcionero que otra cosa.

¿Y qué decir de nuestro enamorado fantasma, el ñoño Sam «Ghost» Wheat? Otro tipejo soso, meloso, baboso y lloroso que pasa por puertas, ventanas y demás puntos de acceso, a la vez que es capaz de asentar sus inmateriales posaderas sobre el taburete de la cocina sin autopropinarse directamente un buen mamporro en los cuartos traseros. En este caso, el asunto científico es algo diferente de los ejemplos anteriores, ya que Sam no es una persona al uso, sino que es lo que se conoce vulgarmente como espectro o fantasma; vamos, que no llega a ectoplasma por poco. Pues bien, si se parte de la definición, bastante lógica por otra parte, de que la inmaterialidad es la ausencia de interacción con otras sustancias materiales, ¿cómo se hace encajar esto en la forma de andar por el suelo de nuestro melindroso espectro? Para caminar, los pies deben ejercer necesariamente una fuerza sobre el suelo, empujando a este hacia atrás. La tercera ley de Newton de los cuerpos no inmateriales afirma que el suelo (más bien, el rozamiento entre este y el zapato) debe impulsar al pie hacia adelante con la misma fuerza. Luego si el suelo, que es una entidad material mientras no se demuestre lo contrario, interacciona con un pie de espectro, que se supone inmaterial por definición, y viceversa, ¿no estamos pasándonos por el arco de triunfo la naturaleza inmaterial del fantasma? ¿En qué quedamos, es material o es inmaterial? En el segundo caso, se violan las leyes archiconocidas y archidemostradas de la mecánica clásica. En el primer caso, si el espectro, efectivamente, interacciona con nuestro mundo material, ¿cómo es que no podemos verlo ni tocarlo, a no ser a través de la chafardera y casposa médium interpretada por la cargante Whoopi Goldberg?

Para no extenderme hasta el infinito e ir terminando, si las barreras de potencial y los efectos túnel cuánticos no sirven; si las nanoparedes no parecen solucionar el problema; si la conversión de materia en radiación electromagnética de muy alta frecuencia tan sólo justifica parcialmente determinados fenómenos cuasiparanormales y si, por último, los seres inmateriales pierden su cacareada inmaterialidad ante las leyes básicas de la física conocida, ¿qué solución nos queda? ¿El acceso o paso a una dimensión espacial superior? ¿La cuarta dimensión? ¿Os acordáis de lo que le acontecía a Gottfried Plattner, el profesor de química protagonista del relato de H.G. Wells? Durante uno de sus experimentos en presencia de sus alumnos, desapareció repentinamente durante nueve días. Al regresar, sus rasgos anatómicos se habían invertido de derecha a izquierda y viceversa. Había sido testigo de acontecimientos increíbles y asombrosos, como presenciar su cuerpo, mientras este era atravesado por algunos de sus estudiantes, o como ver sin ser visto. ¿Qué le había sucedido? ¿Había quedado atrapado en la cuarta dimensión durante todo aquel tiempo, nueve largos días?

¿Qué podría contarnos sobre su fantástica experiencia un ser que procediese de una dimensión superior a la nuestra? Para responder esta pregunta, resulta muy gráfico pensar en dos dimensiones. Imaginad que existiese un planeta parecido al que describe Hal Clement en su novela Misión de gravedad (Mission of Gravity, 1954), con un campo gravitatorio en la superficie tan intenso que todos sus habitantes fuesen animales muy largos y aplastados, semejantes a gusanos aplanados. Para estos seres la tercera dimensión sería prácticamente una fantasía, una idea, como poco, extravagante y producto de la loca imaginación de algunos científicos chiflados. Pues bien, los gusanos planos, es decir, bidimensionales, quedarían completamente perplejos ante fenómenos como los protagonizados por Scott Nelson o Kitty Pryde. Veamos. Suponed que los gusanos viven en guaridas planas en forma de hexágono. La única manera que tienen de salir o entrar en su hogar es abriendo una de las seis paredes de las que consta. ¿Qué ocurriría si un ser humano y, por tanto, tridimensional, cogiese en su mano a uno de estos gusanos en su guarida (con todas las puertas cerradas), lo acercase hasta tocar una de las paredes y, a continuación, lo levantase por el aire, sacándolo de allí y volviendo a depositarlo al lado de la misma pared, pero ahora por la parte exterior de la casa? Su gusano-esposa, totalmente ajena a lo que llamamos tercera dimensión, habría observado cómo su gusano-marido desaparecía del domicilio conyugal, haciendo acto de presencia por el lado de fuera, dando la sensación de haber atravesado la pared como hace un cuchillo al penetrar en la mantequilla. Y no solamente eso, suponiendo que estos gusanos bidimensionales tuviesen corazón, y lo tuviesen en el lado izquierdo de su tórax, y suponiendo que el ser humano que lo transportó por la tercera dimensión espacial le diese intencionada o equivocadamente la vuelta por el aire para depositarlo al otro lado de la pared, ¿dónde estaría ahora situado el corazón del gusano? ¿No aparecería, extraña y misteriosamente, en el lado derecho del pecho? Entonces, si Plattner es un hombre tridimensional y existiese una cuarta dimensión o seres suprahumanos tetradimensionales, ¿qué sucedería?