Arderé, pero eso será un mero incidente. Continuaremos nuestra discusión en la eternidad.
Miguel Servet
Zona de pruebas de la bomba de hidrógeno, desierto de Nevada, 1955. Brian Bell y su preciosa esposa Peggy se han prestado voluntarios para probar la seguridad de un refugio antinuclear. El premio consiste en una hermosa casita en Phoenix, Arizona. Situado a 7 metros de profundidad y cubierto por paredes reforzadas con plomo de 15 centímetros de espesor, el refugio se encuentra situado a tan sólo 200 metros de la zona cero, el centro mismo de la explosión. Durante meses, el matrimonio Bell ha sido inoculado con dosis de una vacuna experimental que, al parecer, posee efectos antiradiación.
Al fin, llega el gran día. Todo parece normal. Tras la detonación y el tiempo de espera de rigor necesario para que se disipe el humo, el equipo científico descubre que todo ha ido según lo esperado. Pero una sorpresa les aguarda. Ante el aburrimiento de convivir en soledad a varios metros bajo el suelo y seguros de que nadie los puede escuchar, los Bell se han dedicado a lo único que se podían dedicar: jugar a ser los primeros papás nucleares de la historia.
David, el fruto de la atómica relación, es un bebé aparentemente normal. No presenta síntoma radiactivo alguno, salvo una fiebre persistente y una temperatura de 39 °C. Su madre, aún convaleciente en la cama del hospital, lo coge tiernamente en brazos. De repente, sucede lo inesperado. La temperatura comienza a subir de forma vertiginosa y el cuerpo de Peggy estalla en llamas. Brian intenta salvarla pero perece junto a ella. Increíblemente, David se salva en el último momento.
Horrorizado, el equipo científico comprueba que ha tenido lugar un extraño fenómeno. Únicamente han sido devorados por las llamas los dos cuerpos y los materiales plásticos cercanos. Ningún daño más, ni en las sábanas ni en las numerosas flores que adornan el cuarto. Solamente los cuerpos y los plásticos.
El forense examina los restos de la desdichada pareja y comprueba que «se han consumido hasta la médula», lo que, según él, precisa que la temperatura sea de 6000 °C. Cualquiera no se consume si se expone a la temperatura de la superficie del Sol, ¿no creéis?
Perplejos ante una situación que desconocen, acuden al pseudocientífico magufete de turno. Y es que la ciencia siempre debe acudir a los poseedores de mentes más abiertas cuando no encuentra la solución al enigma planteado. Los científicos somos tan humildes y generosos en nuestro trato con los animales que nos encanta conocer su opinión y darle crédito. Eso les hace sentirse bien, pobrecillos…
Bien, como os iba diciendo, entra en escena el pseudoctor Vandenmeer (siempre tienen nombres impactantes y que imponen un montón de pseudorespeto), un tipo mal parecido, adornado su rostro con un enorme parche ocular. La pseudoconclusión a la que ha llegado Vandenmeer es que la desdichada pareja ha experimentado el fenómeno de la combustión humana espontánea debido a las vacunas y la radiación a las que había sido expuesta. La explicación que proporciona no tiene desperdicio. Os dejo algunas de las perlas de su personal teoría sobre lo acaecido con el matrimonio Bell, para que no me tildéis de tergiversador:
Los artículos de algodón son especialmente invulnerables.
No te pseudofastidia, así cualquiera explica las cosas. Como no se queman las ropas, decimos que son invulnerables y a correr. ¿A 6000 grados centígrados el algodón es invulnerable? ¿Acaso la temperatura distingue entre unos materiales y otros? ¿O es que se trata de una pseudotemperatura?
Un poco después:
«El cuerpo humano es el motor de combustión de encendido eléctrico más complejo y sorprendente que pueda imaginarse».
Sí, ya, pero mi querido pseudoamigo Vandenmeer: con todos los respetos, yo prefiero un Ferrari.
Finalmente, algo de pseudosensatez:
«Resulta difícil entender la combustión humana espontánea».
Lo que habéis leído en los párrafos anteriores corresponde a un breve extracto del argumento de la película Combustión espontánea (Spontaneous combustion, 1990), dirigida por Tobe Hooper, quizá más conocido por haber realizado aquel engendro gore titulado La matanza de Texas (The Texas chain saw massacre, 1974). La película en cuestión (la primera de ellas, me refiero) tiene joyas absolutamente imprescindibles para los aficionados a la ciencia ficción y la pseudociencia más audaz. A pesar de todo, algunos momentos durante el metraje son realmente brillantes. Dejadme que os cuente un último detalle. Os prometo que no os destriparé más la trama, en caso de que deseéis ver la película. Merece la pena.
35 años después de la muerte de sus padres, David comienza a percibir unos síntomas extraños y se da cuenta de que es capaz de provocar sucesos inexplicables, con sólo desearlo. Constantemente afectado por unas jaquecas terribles, en un momento dado de la acción, acude a su médico de confianza (que le ha atendido desde que era niño), junto a su pareja. Esta admite que ha estado administrando durante años a David unas pildoras para mitigar su sufrimiento. Y aquí viene el momento glorioso. En palabras salidas de su propia boca:
«Toma unas pastillas que le di para sus dolores de cabeza. Pero en realidad no son una medicina. Son homeopáticas».
No me negaréis que es un golpe genial. Por un lado, se defiende a capa y espada la combustión humana espontánea y, por el otro, se le da «cañita brava» a la homeopatía. ¡Sublime!
Bien, me dejaré ya de introducciones y de anécdotas y pasaré a asuntos más serios. ¿Tiene algún viso de realidad científica el aludido fenómeno de la combustión humana espontánea? Si os parece, procederé exponiendo algunos conceptos preliminares.
Un cuerpo humano, en principio, no parece demasiado adecuado ni susceptible de arder, y parece difícil que se consuma hasta las cenizas en escasamente unos pocos minutos, tal y como refleja el cine.
Ante todo, conviene distinguir la combustión humana espontánea de la provocada por poderes telepáticos (piroquinesis). En la primera, un cuerpo humano vivo comienza a arder repentinamente en ausencia de una fuente o foco de ignición externo. Es el caso del matrimonio Bell. En la segunda, la más explotada en el cine, el poder mental es el responsable de que los cuerpos (de todo tipo) estallen súbitamente en llamas. Ejemplos de esto son Scanners (Scanners, 1981), donde unos individuos con increíbles capacidades telepáticas pretenden dominar el mundo; Ojos de fuego (Firestarter, 1984) en la que Charlie, una niña, posee la habilidad para provocar el caos más absoluto con su poder piroquinético, adquirido tras ser inoculados sus padres con una muestra experimental de una sustancia sintética elaborada a base de extracto de la glándula pituitaria. Más recientemente, Pyro, uno de los miembros de X-men o Johnny «Antorcha humana» Storm, de los 4 Fantásticos, constituyen buenas muestras de este fenómeno ardiente.
Comenzaré por la primera de las dos fenomenologías referidas en el párrafo anterior.
Los casos documentados (por supuesto, esto no tiene nada que ver con que hayan sido verificados ni demostrados) de combustión humana espontánea se remontan nada menos que al siglo XVII, siendo las primeras investigaciones sistemáticas atribuidas a un tal Jonas Dupont, en el año 1763, y recogidas en su libro titulado De Incendis Corporis Humani. Las características particulares que presenta el fenómeno son casi siempre las mismas: ausencia de testigos (la víctima siempre se encontraba sola); cuerpo muy consumido, prácticamente hasta las cenizas; miembros intactos, normalmente cabeza o extremidades; objetos cercanos no afectados de forma importante; presencia en paredes y techos de una sustancia grasa, amarillenta y maloliente.
La enorme variedad de causas que han sido propuestas para dar una explicación a la combustión humana espontánea roza lo estrambótico.
Entre ellas, mis favoritas son la del pyrotrón, una misteriosa partícula subatómica desconocida, propuesta por Larry E. Arnold allá por 1995 en su libro Ablaze!; la otra es la de Jenny Randles, quien ha sugerido la teoría según la cual ciertos tipos de dieta alimenticia pueden llegar a producir una combinación química explosiva en el interior del aparato digestivo. ¡Cuidadín con lo que se come!
Sea como fuere, lo cierto es que un cuerpo humano, en principio, no parece demasiado adecuado ni susceptible de arder, desde un punto de vista puramente científico. En efecto, la combustión es una reacción química en la que deben estar presentes un elemento, que es el que arde (denominado combustible) y otro, que es el que produce o genera la combustión (denominado comburente) y que generalmente es oxígeno gaseoso. Para que la combustión se inicie ha de alcanzarse, además, una temperatura mínima (temperatura de ignición) necesaria para que los vapores del combustible ardan espontáneamente a la presión normal (1 atmósfera). Si queremos que la combustión no cese, se precisa además alcanzar la temperatura de inflamación, aquella para la que, una vez encendidos los vapores del combustible, estos continúan por sí mismos el proceso de combustión. Si esta condición no se cumple, el fuego cesa.
Con todo lo anterior, se hace muy difícil explicar que un cuerpo humano se consuma hasta las cenizas en escasamente unos pocos minutos, tal y como refleja el cine o como parece quedar recogido en la mitología del fenómeno. Tan sólo cabe pensar que más del 65% del contenido de un cuerpo humano es agua. ¿Habéis intentado prender fuego alguna vez a un objeto empapado en agua? Más aún, ni en los mismísimos hornos crematorios de los tanatorios se logra reducir el cadáver a cenizas. La temperatura del incinerador suele superar los 800 °C, incluso llega hasta los 1100 °C, durante varias horas, hasta que la mayor parte del cuerpo se vaporiza, quedando al final un residuo de entre unos 2-4 kilogramos formado por fragmentos óseos de diferentes tamaños, pero que ni siquiera se pueden denominar propiamente cenizas. Estas se obtienen tras un proceso mecánico posterior.
La explicación científica más plausible al fenómeno de la combustión humana espontánea es la conocida como «efecto vela». En lugar de admitir un corto tiempo para el fenómeno (recordad que nunca hay testigos y, por tanto, no se puede saber si la combustión ha tenido lugar en poco o mucho tiempo), se cree con bastante certidumbre que el proceso se ha extendido en el tiempo durante varias horas. La gran mayoría de las víctimas suelen ser ancianos que vivían solos, fumadores, o personas que habían ingerido somníferos y/o sumamente descuidadas.
El combustible más probable, según el modelo del efecto vela, sería el tejido adiposo subcutáneo, es decir, la grasa corporal, ya que su contenido en agua no supera el 10%, lo que lo hace mucho más susceptible a la combustión. Así pues, el fuego se iniciaría de forma natural (un cigarrillo, una estufa, etc.) sobre la víctima indefensa o impedida (dormida, por ejemplo). Lo primero que ardería serían sus ropas (aunque sean de algodón, ¿eh, pseudoctor Vandenmeer?), extendiéndose posteriormente al cuerpo. La grasa subcutánea comenzaría a fundirse a partir de unos 215 °C y, al empaparse las ropas, estas actuarían como la mecha de una vela, pudiendo sostener el fuego durante horas y de forma muy localizada. Esto explicaría los escasos daños en los objetos circundantes y la presencia de la sustancia amarillenta y grasienta en suelos y techos (se trataría de grasa humana no quemada completamente). En 1998, el doctor John de Haan, forense del instituto criminalístico de California, realizó un experimento consistente en envolver un cerdo muerto en una manta y prenderle fuego. El proceso se extendió en el tiempo durante más de 5 horas, alcanzándose a medir temperaturas de más de 750 °C y pudiéndose comprobar que los daños ocasionados eran del todo similares a los que, aparentemente, se dan en un proceso de combustión humana espontánea. Las extremidades del animal quedaron intactas en las zonas no cubiertas por la manta. ¿Se requieren suposiciones irracionales, pseudocientíficas o mágicas para explicar presuntas fenomenologías paranormales?
Voy ahora con la segunda de las dos variantes que os señalaba hace ya un buen montón de párrafos. Me refiero, en concreto, a la combustión provocada por poderes telequinéticos.
Los parapsicólogos (individuos de reconocidísimo prestigio, titulados en la Universidad de Miskatonic) explican los poderes piroquinéticos como la habilidad que poseen ciertas personas para lograr excitar los átomos de un objeto, generando suficiente energía en su interior como para incendiarlo. Hasta aquí el argumento parece bastante razonable. En efecto, la temperatura de un cuerpo no es otra cosa que una medida de la agitación de sus átomos o moléculas. Cuanto mayor sea la velocidad de estos constituyentes básicos de la materia, tanto más alta será la temperatura alcanzada. Ahora bien, el problema surge cuando uno intenta aportar pruebas científicas de los supuestos poderes paranormales de algunas personas. ¿De dónde sale la energía necesaria para producir los fenómenos? ¿Por qué nunca hemos sido capaces de medirla en experimentos controlados? ¿Por qué el premio de la Fundación Randi sigue desierto? ¿Somos todos tontos de capirote o qué?
Johnny «Antorcha humana» Storm, de los 4 Fantásticos, es un ejemplo de piroquinesis.
Una cosa es la combustión humana espontánea, otra es la combustión (humana o no) provocada supuestamente por seres misteriosamente dotados de poderes que exceden nuestra comprensión y otra muy diferente es la combustión espontánea real, verdadera, científica e indiscutible y perfectamente entendida. Me refiero al fenómeno conocido como piroforicidad (no sé si es el término correcto, correspondiente al original inglés pyrophoricity). Se trata de una propiedad que presentan ciertas sustancias y que consiste en la ignición de las mismas por simple roce con el aire. Entre estas sustancias se pueden encontrar algunas como el silano, el rubidio, la fosfina, el diborano, determinados compuestos del plutonio, el uranio, etc. Mención aparte merece el cesio, el cual, en estado líquido suele inflamarse espontáneamente debido a que su punto de fusión es de tan sólo 28,5 °C. En combinación con el agua, forma hidróxido de cesio y gas hidrógeno, dándose una reacción extremadamente exotérmica. Sucede de forma tan rápida que, si tiene lugar en un envase cerrado, este explota violentamente. Además, el hidróxido posee propiedades altamente corrosivas, pudiendo disolver carne y huesos humanos. Y esto, si lo supiesen los charlatanes pseudopamplineros, sí que podría constituir una auténtica combustión humana espontánea. Lo demás, es pura confusión humana espantosa…