Resulta imposible atravesar una muchedumbre con la llama de la verdad sin quemarle a alguien la barba.
Georg Christoph Lichtenberg
Año 2009. El eminente geólogo, Adrián Helmsley, viaja hasta la India para encontrarse con su amigo y colega, el doctor Satnam Tsurutani. Sin tiempo que perder, nada más bajarse del taxi, mientras llueve a mares, y con la promesa arrancada a la sumisa y eficiente esposa de Satnam de una cena a base de un más que probable infecto y pestilente pescado al curry, ambos científicos dirigen sus pasos hacia los punteros laboratorios hindúes de investigación, sitos a 3400 metros de profundidad, en el bochornoso interior de una mina de cobre. ¿Qué han descubierto? Dejemos que el mismo doctor Tsurutani nos lo diga (los corchetes son míos):
Es la primera vez que los neutrinos [procedentes del Sol] provocan una reacción física.
Por si semejante advertencia no hubiese calado en el sorprendido Helmsley y, quizá para quitarle definitivamente las ansias del pescado al curry, los dos científicos descienden aún más, otros 1800 metros más. Una vez allí, Tsurutani procede a abrir una escotilla situada en el suelo. Y… ¡sorpresa! Agua en plena ebullición, con buenos borbotones de burbujotas ansiosas y bien rechonchas. Como debe ser, ¡con dos borbotones! Y para no perder la costumbre, cómo no, otra perlita (no «de Huerva», precisamente). Aquí va:
Los neutrinos [procedentes del Sol] han mutado en una nueva partícula nuclear.
¿Qué es todo esto? ¿Estos tipos alucinan, fuman, beben, se estimulan con algún juguete mecánico o qué? Pues no, ninguna de ellas. Simplemente, son actores, marionetas danzando sin fin en el imaginario mundo creado por Roland Emmerich en su última película: 2012.
Al parecer, una serie de catastróficas desdichas está empezando a tener lugar a lo largo y ancho de todo el globo terráqueo. Como perfectamente lo explica el iluminado de turno, que nunca falta en las películas de carácter apocalíptico, el indescriptible Charlie Frost (personaje interpretado por Woody Harrelson), lo que está aconteciendo, y aún acontecerá más y peor, no es otra cosa que el vaticinio hecho por el antiguo pueblo maya miles de años atrás: una gran catástrofe global cuando se alcance el final de los tiempos, el final de la cuenta larga de su calendario: el fatídico 21 de diciembre de 2012. A lo largo de los meses previos, los planetas del sistema solar, junto con el mismo Sol, se alinearán nada menos que con el centro galáctico. Entre sus numerosos efectos se pueden contar la mayor tormenta solar de la historia, terremotos, inundaciones devastadoras, ascenso del nivel del mar, tsunamis, disminución vertiginosa del campo magnético terrestre e inestabilidad polar extrema y muchos, muchos más.
¿Alguna explicación? ¿Por qué los mayas lo sabían? ¿Era su ciencia más avanzada que la actual? ¿Conocían los neutrinos? ¿Los cultivaban con esmero y dedicación en sus huertos nucleares de altas energías? ¿Hacían uso de ellos en sus ofrendas divinas o en sus sacrificios?
No, mis queridos lectores. No se daba ninguna de las premisas anteriores. ¿Qué relación guarda un calendario, o mejor dicho, el final de un calendario con la llegada del día del juicio final? Cuando un calendario se termina, suele ser bastante habitual comenzar otro. ¿No es la sencillez de argumentos lo que hace bella a la ciencia? ¿Qué demonios tiene que ver que se alineen los planetas para que aquí empiece a enloquecer la naturaleza? ¿Acaso sufren cataclismos semejantes los demás planetas, o sólo el tercero a partir del Sol? ¿Se deben estas hecatombes a efectos gravitatorios? ¿Las mareas tienen algo que ver en el asunto? Fijémonos tan sólo en un detalle: la masa del mayor de los planetas de nuestro sistema solar, Júpiter, es mil veces inferior a la del Sol y su distancia a la Tierra es casi cuatro veces la que nos separa de nuestra estrella. Por lo tanto, el efecto gravitatorio de Júpiter sobre la Tierra es 16 000 veces menor que el debido al Sol. Los efectos de los demás planetas aún son menores que el que produce Júpiter, con lo cual podríamos despreciarlos y tener en cuenta únicamente el efecto de este. Por otro lado, ¿qué resulta más peligroso, estar alineados con otro planeta, o hacerlo con el centro de la galaxia, ese punto G enorme y oscuro que nos acecha a casi 25 000 años luz de distancia? ¿No estamos siempre alineados con él? ¿No se puede trazar siempre una línea recta que pase simultáneamente por un punto de una circunferencia y por su centro? ¿No se llama a esta línea el radio de la circunferencia? Entonces, ¿no hemos estado siempre en sintonía, en onda con el punto G?
En la película 2012, se trata el vaticinio hecho por el antiguo pueblo maya miles de años atrás: una gran catástrofe global cuando se alcance el final de los tiempos, el final de la cuenta larga de su calendario: el fatídico 21 de diciembre de 2012.
Pero dejemos las trivialidades que conoce cualquier niño de primaria y detengámonos un poco más en la peliaguda cuestión de los neutrinos. ¿Qué es un neutrino? Este es un concepto que quizá no sea conocido por los niños de primaria, al menos no los de ahora (ay, los viejos tiempos, cuando en el cole escribíamos ecuaciones de física nuclear en nuestros pizarrines). En fin, los neutrinos son unas partículas subatómicas un tanto misteriosas y enigmáticas. Pueden producirse de forma natural en el interior de la Tierra, como productos de la desintegración beta (la emisión de un electrón por parte del núcleo atómico de un isótopo radiactivo) del uranio-238, el torio-232 o el potasio-40. Asimismo, también se generan neutrinos cuando los rayos cósmicos que bombardean constantemente nuestro planeta desde el espacio exterior interaccionan con los núcleos atómicos presentes en la atmósfera, dando lugar a partículas inestables que decaen emitiendo tales neutrinos. Pero la fuente natural más importante de neutrinos es nuestro Sol. Se estima que unos 63 000 millones de estos corpúsculos golpean cada centímetro cuadrado de la Tierra cada segundo de nuestra vida. ¿Qué mecanismo es responsable de la aparición de estas increíbles partículas?
La mayor parte de ellas se crean a través del proceso de fusión nuclear que tiene lugar en el interior del Sol, en su núcleo. Allí tiene lugar la denominada cadena protón-protón. A lo largo de esta secuencia, dos núcleos de hidrógeno (dos protones) se fusionan para dar otro de deuterio (un isótopo del hidrógeno en cuyo núcleo conviven un protón y un neutrón), al que acompañan un positrón (la antipartícula del electrón) y un neutrino (denominado, más correctamente, neutrino electrónico). El positrón se combina casi inmediatamente con un electrón del plasma solar, liberando dos fotones gamma y energía. El deuterio, por su parte, se puede combinar, a su vez, con otro protón para dar lugar a un núcleo de helio-3, un fotón gamma y energía. Posteriormente, este helio-3 puede fusionarse de otras tres formas distintas, dependiendo de la temperatura a la que se encuentre el núcleo de la estrella. Por ejemplo, a temperaturas comprendidas en un rango de 10 a 14 millones de grados, se fusionan dos núcleos de helio-3 dando lugar a otro de helio-4 (el isótopo estable), acompañado de dos protones; para temperaturas de entre 14 y 23 millones de grados el helio-3 se fusiona con helio-4, dando como producto un núcleo de berilio-7 y un fotón gamma. Este berilio-7 atrapa un electrón y surge litio-7 junto con un neutrino. Finalmente, el litio-7 se fusiona con un protón y da lugar, de nuevo, a otro núcleo de helio-4. Existen otras dos opciones, mucho más raras. En la primera de ellas, que sólo es dominante a temperaturas por encima de 23 millones de grados, el helio-3 se fusiona con helio-4 para formar berilio-7, que se fusiona con un protón y da boro-8, el cual decae en berilio-8, un positrón y un neutrino. El berilio-8, posteriormente, decae en dos núcleos de helio-4. La importancia de esta reacción consiste en que los neutrinos así emitidos son muy energéticos. Únicamente el 0,11% de la energía de nuestro Sol se produce a través de esta reacción. Más energéticos aún resultan los neutrinos producidos en la cuarta y última forma, consistente en la fusión de un núcleo de helio-3 con un protón, dando lugar a un núcleo de helio-4, un positrón y un neutrino. La prohabilidad de que suceda esta reacción de fusión es de tan sólo 3 partes por cada 10 millones.
La gran mayoría de los neutrinos solares es generada en la primera de las fases enumeradas en el párrafo anterior. La energía que poseen estos neutrinos es relativamente pequeña, lo cual hace que sean extremadamente difíciles de detectar. Evidentemente, a mayor energía, más fácil detección. La pega es que los neutrinos más energéticos son los que se producen en las reacciones más raras y menos probables (las dos últimas descritas).
Hasta muy recientemente se pensaba que los neutrinos eran partículas que no tenían masa y, por tanto, debían desplazarse a la velocidad de la luz. Sin embargo, hoy sabemos que esto no es así, sino que su masa, aunque extremadamente pequeña, no es nula. Además, a esto unen su escasísima interacción con la materia. Casi todos los 63 000 millones de neutrinos que llegan a la Tierra y chocan cada segundo con cada centímetro cuadrado de su cara expuesta al Sol salen por la otra cara sin haber interaccionado prácticamente con los más de 12 500 kilómetros de materia con que se han encontrado en su camino. Definitivamente, nuestros viejos amigos Helmsley y Tsurutani han descubierto Roma, América o «la primera reacción física de los neutrinos». Porque de otra forma no se explica que estos «estén calentando el centro de la Tierra y actuando como un microondas». Quizá de esta peculiar guisa se logren justificar los borbotones galopantes del agua a 5200 metros en el interior de la Tierra. Pero si a esa profundidad, el agua casi hierve sola, «de la caló que hase»… ¡Vaya una forma sumamente cutre de detectar neutrinos! ¿No sería mejor poner chocolate «fondant» y fabricar Nocilla?
Así pues, se requieren un buen montón más de neutrinos que los miles de millones que nos atraviesan procedentes del Sol a cada momento. ¿Dónde conseguirlos para que los guionistas de 2012 o los agoreros y demás chiripitifláuticos de las profecías mayas puedan ir a esconderse, a llorar y a exhortar al resto de los «mentes cerradas» que no nos damos por enterados? ¿Existe algún acontecimiento en el Universo capaz de producir una densidad de neutrinos suficiente para «microondizar» el interior de nuestro planeta? Pues, a fuerza de ser sincero, la verdad es que creo tener una respuesta: la explosión de una supernova.
En efecto, una supernova constituye uno de los fenómenos cósmicos más increíblemente poderosos. Aunque existen varios tipos de supernovas, y no quiero entretenerme innecesariamente en describirlos, me centraré exclusivamente en unos pocos aspectos, que son los que me interesan ahora. Durante la fase en la que se produce el colapso de la estrella, ingentes cantidades de electrones colisionan constantemente contra protones en el núcleo de la misma. Se generan así muchos neutrones y también gran cantidad de neutrinos. En una explosión de supernova, más del 90% de la energía que se libera se la llevan consigo estos neutrinos. La magnitud de la catástrofe es tan inimaginable que en unos pocos segundos se genera aproximadamente un flujo de unos 1058 (1 seguido de 58 ceros), cantidad enormemente superior a la de nuestro propio Sol. Aunque la densidad del plasma que conforma la supernova es muchísimo mayor que la densidad de la Tierra, solamente un escaso 1% de los neutrinos interaccionan en el interior de la estrella explosiva; el restante 99% salen de allí como «neutrino por su casa», sin enterarse apenas de lo que han encontrado por el camino. Y esta es la parte buena, pues aunque hubiera una supernova tan próxima a nosotros como está el Sol, la única amenaza no sería la lluvia de neutrinos, sino que tendríamos que tener en cuenta asimismo los escombros procedentes de la explosión, la radiación X y gamma, la luz cegadora, los rayos cósmicos que destruirían completamente nuestra capa de ozono atmosférico, dando lugar a cascadas de muones, otras partículas subatómicas más temibles aún que los propios neutrinos debido, esta vez sí, a su alto poder de penetración y su enorme facilidad para producir mutaciones y dañar el ADN presente en las células de todos los seres vivos.
Por si fuera poco y, a pesar de todo lo anterior, el Sol no tiene ninguna posibilidad de devenir en una supernova, pues para ello debería poseer una masa bastante mayor que la que ostenta. Y no veo yo manera de alimentarlo para tal propósito. ¿No serán capaces de hacerlo los agoreros o los magufos, engordar al Sol para que explote y se cumpla la profecía, verdad?
Tampoco resulta una buena solución la existencia de alguna supernova despistada, lo suficientemente cercana a nosotros como para poder llevar a cabo la devastación predicha, ya que la más próxima resulta ser una estrella conocida como Spica, situada en la constelación de Virgo, nada menos que a 260 años-luz de la Tierra. Como explica Phil Plait en su último libro, una supernova debería encontrarse improbablemente cerca de la Tierra para producir un flujo apreciable de neutrinos que nos pudiese afectar. Por encima de 30 años-luz los efectos ya serían despreciables. Claro que eso es aquí y ahora. Plait también afirma que, quizá en el pasado remoto, a lo largo de los 4500 millones de años de su existencia y a causa del movimiento del sistema solar alrededor del centro de la galaxia, es bastante probable que la Tierra se haya encontrado hasta en tres ocasiones con un fenómeno tipo supernova a menos de 25 años-luz de distancia. De ello parece haber constancia en el lecho oceánico. Así, en el año 2004 se encontró en el Pacífico una cantidad anormalmente alta del isótopo hierro-60, del cual se sospecha, casi inequívocamente, puede proceder de una supernova que tuvo lugar hace casi 3 millones de años a una distancia no superior a los 50 años-luz.
¿Existe algún acontecimiento en el Universo capaz de producir una densidad de neutrinos suficiente para «microondizar» el interior de nuestro planeta? La respuesta podría ser la explosión de una supernova.
Conclusión final: casi con toda probabilidad, el 21 de diciembre de 2012 no sucederá nada especialmente anormal, cuando menos nada relacionado con neutrinos asesinos y calienta-los-cascos. Dejemos, pues, al doctor Helmsley que se fastidie (con «j») y se coma todo el puñetero pescado al curry, sin que se le atragante. Al fin y al cabo, si se le enfría, siempre lo puede recalentar con la inestimable colaboración de unos cuantos miles de billones de neutrinos. ¿No creéis?