Nunca bebo… vino.
Drácula
Probablemente no haya en toda la historia del cine un tema tan tratado como es el de los vampiros, esos seres que una vez fueron humanos mortales, para convertirse posteriormente en criaturas no-muertas, es decir, a medio camino entre el cachondo y divertido más acá y el misterioso y espeluznante más allá.
El mito vampírico se remonta a la más lejana antigüedad y ha llegado tan desvirtuado hasta nuestros días que resulta realmente complicado esclarecer sus orígenes reales. Pero no temáis, no os aburriré aquí con un montón de datos e informaciones sobre los orígenes del vampirismo, sino que me centraré más bien en analizar ciertos detalles que me parecen interesantes desde el punto de vista científico. Permitidme antes que introduzca un poco el tema.
La imagen que casi todos tenemos de los vampiros se corresponde con la que nos han ido transmitiendo tanto el cine como la literatura. En el primero destacan las películas de la mítica productora británica Hammer, que durante las décadas de 1960 y 1970 filmó hasta 16 cintas sobre vampiros, casi siempre centradas en el personaje del conde Drácula y muchas de ellas protagonizadas por el famoso Christopher Lee. Podéis encontrar gran cantidad de información sobre el tema en el estupendo libro Hammer: la casa del terror, de Juan M. Corral, publicada por Calamar Ediciones en 2003. En la segunda, resulta obligatorio mencionar la inmortal novela de Bram Stoker, quizá la obra más influyente en toda la historia sobre el tema. Ya es archisabido que el escritor irlandés se inspiró, muy probablemente, en personajes históricos como Vlad Tepes, un príncipe de Valaquia que vivió en el siglo XV, y en la noble transilvana Erzsébet Báthory, conocida como la «condesa sangrienta» por su afición a bañarse en la sangre de las más de 600 jóvenes a las que llegó a contratar a su servicio y asesinó durante el siglo XVI.
A partir de la novela de Stoker, a los vampiros les han sido atribuidas desde entonces toda clase de hazañas y poderes sobrenaturales. Son criaturas que se alimentan de sangre fresca, a poder ser humana, aunque en ocasiones pueden sobrevivir a base de sangre animal, como hacen los protagonistas de Entrevista con el vampiro (Interview with the vampire, 1994); otras veces absorben el «fluido vital», como en Fuerza vital (Lifeforce, 1985). Pueden infectar a otras personas al morderlas y convertirlas, a su vez, en otros vampiros. Poseen la habilidad de transformarse a voluntad en murciélagos, lobos e incluso en humo o vapor fosforescente, como en Drácula de Bram Stoker (Dracula, 1992). Se les suele ahuyentar utilizando crucifijos o cualquier otra forma de cruz, cabezas o flores de ajo (en Cataluña y Levante no hay vampiros debido a la gran afición por el allioli) y hasta el delicado aroma de las rosas (así, así, nada de cursilerías). Proyectan sombra, pudiéndola manejar a voluntad (vaya una hazaña de mérito, ¿quién no lo hace?) y no se reflejan en los espejos. A semejanza de los superhéroes, están dotados de una descomunal fuerza, invulnerabilidad, rápida capacidad de curación y regeneración. Para acabar con ellos, es necesario exponerlos a la luz solar, empalarlos con una estaca atravesándoles el corazón o decapitarlos, tras lo cual suelen trocarse en un montoncillo de cenizas humeantes.
Consideremos, a continuación, algunas de estas curiosas propiedades de los vampiros y otras las dejaré para que vosotros mismos las podáis reflexionar o leer en los cientos de referencias que hay por el ancho y proceloso océano de la información. Me refiero, en concreto, a enfermedades como la rabia o la porfiria, que podrían dar cuenta de ciertos comportamientos atribuidos a las criaturas de la noche.
En primer lugar, hablaré sobre la capacidad que poseen de transformarse en otras criaturas o sustancias, como murciélagos, lobos y vapor (la fosforescencia me la saltaré). Bien, semejante propiedad debe verificar la ley de conservación de la masa-energía. Quiere esto decir que si un objeto o cuerpo de una cierta masa, como puede ser un vampiro, se convierte en un animal con una masa diferente, la diferencia entre ambas no puede desaparecer de cualquier forma. El ejemplo más sencillo es el del murciélago. Pongamos que el conde Drácula, bajo su aspecto humanoide, pesa unos 80 kg y que para asustarnos se transforma en un murciélago de 5 kg. ¿Qué ha pasado con los 75 kg de materia que faltan? ¿Se han perdido? ¿Dónde han ido a parar? Según la famosa ecuación de Einstein, la materia y la energía son equivalentes y, por lo tanto, esos 75 kg deberían haber dado lugar a un fogonazo de 1600 megatones (la décima parte del arsenal nuclear de todo el planeta). Pero esto no es todo. Efectivamente, ¿qué ocurrirá cuando quiera volver a recuperar su estado de conde Drácula? ¿De dónde sacará la masa necesaria? No le queda más remedio que sintetizarla a partir de una cantidad equivalente de energía. Pero es que, aunque dispusisese de dicha cantidad de energía, la operación no resulta tan sencilla, pues a pesar de que la ecuación de Einstein predice tanto la conversión de masa en energía como viceversa, a la hora de la verdad, resulta mucho más favorecida la primera. En las detonaciones nucleares tenemos la prueba. Es aquí donde una pequeña cantidad de masa se libera en forma de energía con una violencia desatada. Por otro lado, la prueba de la segunda transformación se encuentra en los aceleradores de partículas, donde estas son aceleradas hasta enormes velocidades (energía cinética) y, tras hacerlas colisionar, se producen otras nuevas, es decir, materia nueva a partir de energía.
Casi que a la vista de las líneas anteriores, es preferible que nuestro succionador enemigo decida vaporizarse, pues dicha operación únicamente requeriría absorber una cantidad de energía correspondiente al calor de sublimación del cuerpo humano (no-humano, en este caso).
Me referiré, a continuación, a la extraordinaria capacidad de estos seres para no reflejar su imagen en los espejos. Normalmente, un espejo consta de dos superficies, una de ellas opaca, al estar recubierta con una capa de estaño o de mercurio, y la otra reflectante, sobre la que se suele depositar una capa de plata. Cuando una persona normal se mira en el espejo, se ve porque la luz (ya sea natural o artificial) que refleja su cuerpo rebota en la superficie de aquel y vuelve en dirección a sus ojos. Para que alguien o algo no se reflejase, tendría que suceder una de las dos cosas siguientes: o bien ese alguien (el vampiro) es capaz de absorber toda la luz que incide sobre él, no dejando escapar fotón (partículas de luz) alguno hacia el espejo, o bien la luz reflejada por el vampiro que llegase al espejo fuese toda ella absorbida por el mismo. En el primer caso, el vampiro sería completamente negro, cosa que no se observa en las películas. En el segundo, se da una contradicción flagrante, ya que no existe ninguna razón para que el espejo absorba la luz procedente del cuerpo del vampiro y no la de cualquier otra persona u objeto, no reflejándose tampoco ninguno de estos.
Los vampiros son criaturas que se alimentan de sangre fresca, a poder ser humana, aunque en ocasiones pueden sobrevivir a base de sangre animal, como hacen los protagonistas de Entrevista con el vampiro (Interview with the vampire, 1994).
Por último, quisiera terminar tratando el asunto de la reproducción de los vampiros. No me refiero a si disfrutan del sexo y la cópula, como los seres humanos mortales, o a si ponen huevos, depositan esporas y similares, sino más bien a la forma y las consecuencias de transmitir su estigma por el mundo, contagiando a seres humanos normales. Para ello, voy a seguir un razonamiento semejante al llevado a cabo por Costas Efthimiou, en su artículo Cinema Fiction vs Physics Reality: Ghosts, Vampires and Zombies.
Cogeré a Vlad Tepes (Vlad Draculea) como primer vampiro de la historia y supondré que su aventura como chupador de sangre comenzó a finales del siglo XV, cuando el mundo contaba con unos 450 millones de habitantes. Suponed que semejante asesino despiadado mordiese a su primera y desdichada víctima el mismo día de su muerte, el 14 de diciembre de 1476. En ese momento, habría en el mundo 2 vampiros y 449 999 999 humanos mortales. La siguiente vez que decidiesen salir de juerga y alimentarse de sangre y, suponiendo que cada uno de ellos picase, cual hercúleo mosquito, a una sola persona, nos encontraríamos con un planeta habitado por 4 vampiros y 449 999 997 afortunados. La orgía sangrienta iría creciendo rápidamente, con 8 vampiros y 449 999 993 humanos, 16 vampiros y 449 999 985 humanos y así, sucesivamente. Y la cosa aún iría peor si en lugar de atacar cada vampiro a una sola persona, lo hiciese a otras dos o tres, cuatro, etc. Resulta muy sencillo generalizar, y así me lo he permitido yo mismo, los resultados del profesor Efthimiou obtenidos en su cálculo (él lo hace con una sola mordedura por vampiro y con una frecuencia mensual, es decir, al parecer únicamente se aventuran fuera de sus ataúdes con la menstruación, un misterio aún por desvelar). Pues bien, llamando N a la población mundial inicial y m al número de víctimas mordidas por un solo vampiro en cada incursión nocturna, se obtiene que la cantidad de ataques requeridos por las hordas vampíricas para acabar con la especie humana viene dada por la sencilla expresión log(N+1)/log(m+1), donde «log» representa el logaritmo neperiano del número que aparece entre paréntesis. Con 450 millones de potenciales víctimas y un ataque por vampiro y por mes, la raza humana desaparecería de la faz de la Tierra en tan sólo 29 meses. Con dos ataques por vampiro, nos extinguiríamos en 19 meses; con tres en 15 meses; con cuatro en 13 meses; con un frenesí devorador de 5 víctimas por vampiro, nuestra esperanza de vida sería de un año, como máximo. Por supuesto, los resultados anteriores son igualmente válidos sin más que sustituir la palabra «meses» por «días», en el caso de que los vampiros decidiesen divertirse cada noche. Ni siquiera con una población mundial como la actual (prácticamente, unos 7000 millones de personas) conseguiríamos subsistir más de 35 meses, tan sólo seis más que en el ejemplo de más arriba.
Evidentemente, he empleado para todo este análisis un modelo demasiado simple, dejando evolucionar libremente un sistema formado por predadores (los vampiros) y presas (los humanos), despreciando cantidad de factores que podrían influir en el crecimiento o decrecimiento del número de individuos (tasas de natalidad y mortalidad, por ejemplo). Aún considerando modelos más sofisticados, conocidos entre los matemáticos como problemas de Volterra-Lotka, las conclusiones finales no diferirían sustancialmente. Por ejemplo, un comportamiento típico que suele aparecer cuando se estudia la dinámica de una cierta población de predadores y presas consiste en que, a medida que crece el número de los primeros, desciende en consecuencia el de las segundas. Esto acarrea como resultado que, paulatinamente, comience a descender, asimismo, la cantidad de predadores al no poder alimentarse de forma efectiva todos y cada uno de ellos. Una vez estabilizada la situación, las presas comienzan a reproducirse de nuevo, pues no hay suficientes predadores que acaben con ellas. Al crecer de forma incontrolada la cantidad de alimento, los predadores vuelven a proliferar y el ciclo se repite una y otra vez. Sin embargo, la pega de este argumento es que la población mundial nunca ha experimentado estos ciclos en su población a lo largo de su historia.
A semejanza de los superhéroes, los vampiros están dotados de una descomunal fuerza, invulnerabilidad, rápida capacidad de curación y regeneración.
Así pues, surgen las siguientes cuestiones: ¿somos todos vampiros o, al menos, seres híbridos como Blade? ¿Existen Van Helsing, Buffy y otros cazadores de vampiros capaces de controlar la expansión incontrolada de estos? ¿Se alimentan los vampiros solamente cada 1000 años? ¿Estamos todos locos o qué? ¿Cómo se puede divagar sobre semejantes añagazas? ¿No será todo mucho más sencillo y, aplicando la navaja de Occam, deberíamos concluir que los vampiros no existen? Sea como fuere y, tan sólo por si acaso, permaneced alerta, cerrad vuestras puertas y ventanas; protegedlas con ristras de ajos; no frecuentéis los senderos oscuros y solitarios y llevad consigo siempre un crucifijo. Después de todo, puede que las matemáticas y la física no siempre estén en lo cierto. ¡Ñam, ñam…!