Qué me importa que Dios no exista mientras dé divinidad al hombre.
Antoine de Saint Exupéry
¿Existe Dios? ¿Se puede demostrar su existencia? ¿Y su inexistencia? ¿Cuál es la principal característica de Dios, acaso crear vida? ¿Resulta la figura de Dios necesaria para explicar el Universo? ¿No podemos nosotros jugar a ser Dios y hacer lo que se supone que él ha hecho? ¿Dónde reside la vida, qué es, se puede crear sin necesidad de disfrute sexual o sin utilizar células vivas en un tubo de ensayo? ¿Seríamos capaces de dotar de vida la materia inanimada o resucitar a los que han muerto?
No, no temáis. No os habéis equivocado de libro, esto sigue siendo Einstein vs. Predator. Aunque he empezado un tanto filosofador, esto sigue siendo un tratado sobre física. Dejadme, entonces, que continúe y al final podréis juzgar si ha merecido la pena el esfuerzo. Comenzaré con una pizca de rollito histórico.
Los antiguos romanos, esos tipos de las pelis de romanos que llevaban un cepillo de barrer en la parte superior del casco, con el que protegían sus duras cabezotas de conquistadores perennes, fueron los primeros en probar terapias sobre enfermos paralíticos mediante el empleo de descargas eléctricas. Para ello, sumergían a los pacientes en lagunas donde abundaban peces eléctricos, tales como el electrophorus electricus. Hacia el siglo III antes de Cristo, el anatomista griego Erasístrato de Ceos (304-250 a. C.) descubrió lo que llamó el «espíritu nervioso», que se transportaba desde el cerebro a los músculos por medio de los nervios. Erasístrato era un adelantado a su época y quiso ser uno de los primeros seres humanos en romper el tabú de diseccionar cadáveres. Cuando por fin se decidió a hacerlo, se encontró con un sistema de fibras delgadas de color plateado (previamente, habían sido interpretadas por otros como venas y arterias) formando una intrincada red que conectaba el cerebro con las otras partes del cuerpo. Entre sus demostraciones se encontraba una consistente en enmudecer a un cerdo (con lo difícil que resulta esto de hacer callar a según quién hoy en día) al pinchar los nervios encargados de controlar el movimiento de la laringe del animal. Erasístrato había descubierto lo que actualmente conocemos como sistema nervioso.
Casi 500 años más tarde, otro médico griego, Galeno (130-200), difundiría y ampliaría los hallazgos de Erasístrato. Hacia el año 180 de nuestra era estableció que los nervios estaban controlados por los «pneuma» o «espíritus» animales que se generaban en el cerebro y que eran transmitidos a través de todo el cuerpo. También hoy en día disponemos de un nombre para designar estos «espíritus» animales: los llamamos impulsos nerviosos.
Pero habría que esperar varios siglos hasta disponer de fuentes capaces de producir electricidad de forma artificial. Así, en el siglo XVII, Otto von Guericke construyó un generador que producía electricidad estática a gran escala, haciendo girar alrededor de un eje una esfera de azufre a altas velocidades. Sin embargo, dicha electricidad no podía almacenarse de ninguna manera conocida para ser utilizada más tarde. Hacia 1745 Ewald Jürgen Georg von Kleist lo conseguiría haciendo uso de un frasco forrado con láminas de plata por dentro y por fuera empleando la fricción. De no ser porque falleció hace más de 200 años, aún se estaría recuperando de la sacudida recibida. Más o menos por la misma época, Pieter van Muschenbroek, profesor de física y matemáticas en Leyden, construyó la famosa botella de Leyden (la versión primitiva de un condensador). Tampoco se libraría de un buen meneo al andar enredando con los frasquitos de marras. Se sabe que incluso llegó a afirmar que jamás volvería a repetir la experiencia, aunque le ofrecieran todo el reino de Francia.
Cuando se unían entre sí de forma adecuada un número arbitrario de botellas de Leyden se lograba almacenar electricidad a voluntad. De esta forma, comenzaron a proliferar los experimentos y, sobre todo, algo que se pondría muy de moda en la época: las exhibiciones en público. Así, en el año 1729, Stephen Gray procedió a suspender horizontalmente a un joven mediante hilos de un material no conductor. Cerca de sus pies situaba un tubo de vidrio, mientras que al lado de su nariz disponía un electroscopio de hojas. Cuando se cargaba el tubo por fricción, el electroscopio se movía atraído por la nariz del muchacho. Jean-Antoine Nollet (1700-1770) llevó a cabo delante del mismísimo Luis XV de Francia un espectáculo en el que, colocando unidos en fila a 180 soldados, hizo pasar a través de todos ellos una descarga eléctrica. Posteriormente, realizaría algo similar con ayuda de 700 monjes dispuestos uno tras otro formando una cadena humana de casi un kilómetro de longitud. En 1778, Franz Anton Mesmer (1734-1815) llegaba a París. Procedía de Viena, donde había sido humillantemente desacreditado. Mesmer afirmaba que existía una fuerza que recorría todos los seres. Esta fuerza debía estar equilibrada, compensada y fluir armónicamente por el cuerpo humano para asegurar una buena salud. A dicha fuerza la llamó «magnetismo animal». Armado con esta teoría, se dedicaba a ejercer de curandero, realizando llamativos experimentos con ayuda de imanes y electrodos con los que pretendía curar pacientes aquejados de histeria o ceguera. En una ocasión, llegó a hacer a una mujer ingerir un líquido en el que previamente había diluido una cierta cantidad de hierro. Luego, colocaba imanes junto a su cuerpo, con los cuales ella aseguraba sentir misteriosas sensaciones recorriendo sus entrañas. Más de dos siglos después, aún ciertos individuos sin escrúpulos siguen practicando experiencias similares. La ignorancia y la incultura se extienden como plagas entre las mentes débiles. En 1784, el rey Luis XVI ordenó una investigación sobre la efectividad y fundamento científico de los experimentos de Mesmer. En la comisión encargada se hallaban personas del prestigio de Antoine Lavoisier o Benjamin Franklin. Su dictamen no dejó lugar a dudas.
Cuatro años antes, en el año 1780, el italiano Luigi Galvani (1737-1798) descubrió por casualidad que cuando una rana muerta era suspendida por un hilo metálico, al ser tocado este accidentalmente con el escalpelo con el que la estaba diseccionando, sus patas se contraían de la misma forma que cuando aún se encontraba con vida. Al principio, Galvani había supuesto que la electricidad se hallaba presente de forma natural en el cuerpo del animal y que residía en su cerebro. Sería su paisano Alessandro Volta quien, repitiendo los experimentos, llegaría a una conclusión muy diferente. Prescindiendo de la rana, acabó construyendo la mítica pila voltaica. La rana simplemente conducía la electricidad generada por la pila.
En la película El laberinto del fauno se puede encontrar una escena donde se pone de manifiesto la costumbre —empleada para crear homúnculos— de alimentar la raíz de la mandragora con leche y miel, o incluso con sangre.
El sobrino de Galvani, Giovanni Aldini, obtuvo la cátedra de física en Bolonia en 1798. Llevó a cabo experimentos con animales de sangre caliente. Con una cabeza de buey y estimulando distintas partes del cerebro, consiguió que el animal mostrase gestos faciales que parecían sugerir que el animal vivía aún. Aldini aplicó terapia con descargas eléctricas a enfermos aquejados de depresión y fue el primero en hacer experimentos similares al de la cabeza de buey con seres humanos fallecidos, en particular con tres ajusticiados por decapitación. Por aquel entonces, llegó a correr la idea de que reanimar a un cadáver con éxito podía depender del tiempo transcurrido desde su muerte. Por fin, el 17 de enero de 1803, Aldini pudo aplicar la «galvanización» a George Forster, un ajusticiado por haber cometido el crimen de ahogar a su esposa e hijo en las aguas de un canal. No hubo resurrección.
Solamente parecía restar un problema para crear vida y acercarse a Dios y era volver a poner en marcha un corazón parado. Comenzaron a surgir teorías, de entre las cuales sobrevivieron únicamente dos, cada una de ellas con sus fervientes partidarios y detractores. La primera y más pesimista afirmaba que el corazón era totalmente insensible a la estimulación eléctrica. La otra otorgaba una cierta esperanza, afirmando que el corazón efectivamente respondía a la electricidad, tras grandes dificultades, pero únicamente de forma muy leve. Entre los que no creían en ninguna de las dos teorías, se encontraba Andrew Ure (1778-1857), un químico y cirujano escocés muy popular por sus clases en la universidad. Ure opinaba que los experimentos estaban equivocados porque, según él, fallaban debido a que la electricidad se aplicaba directamente al músculo cardíaco. En cambio, si se aplicase al nervio que conducía al músculo, la contracción de este sería grande, vigorosa y, muy probablemente, sostenida. La oportunidad de comprobar su teoría llegaría el miércoles 4 de noviembre de 1818, fecha fijada para la ejecución por ahorcamiento de Mathew Clydesdale en Glasgow, Escocia. Las leyes promulgadas en 1752 establecían que los ajusticiados no fuesen enterrados sin más, sino que sus cuerpos debían ir directamente desde el patíbulo a la sala de disección. En el caso de Clydesdale, su cuerpo sería entregado al profesor de anatomía de la Universidad de Glasgow, James Jeffray, quien llevaría a cabo la disección, mientras Andrew Ure pondría a prueba sus conocimientos sobre galvanismo mediante una pila voltaica provista de 270 discos. Aquel mismo año de 1818 vería la luz una de las más inmortales (nunca mejor dicho) obras de la literatura universal: Frankenstein o el moderno Prometeo.
¡Levántate y anda!
La historia de Frankenstein es de sobra conocida. Su autora, una jovencísima Mary Shelley, se había casado en 1816 con el poeta Percy B. Shelley. Durante el verano de aquel año, la feliz pareja se encontraba pasando unos días de asueto en la Villa Diodati, la casa de Lord Byron, cerca del lago Ginebra (Suiza), en compañía del médico de Byron, John Polidori, y de Claire Clairmont, por aquel entonces embarazada del célebre poeta. En una tarde de tormenta, que imposibilitaba el paseo, decidieron permanecer en casa. Para combatir el tedio, alguien propuso que todos y cada uno escribiesen una historia de terror. Dos años más tarde, una de las más célebres novelas de la historia vería la luz. El protagonista de la novela, el joven de origen suizo Victor Frankenstein viaja a la Universidad de Ingolstadt para estudiar medicina. Su obsesión es la «fuente», la «chispa» capaz de generar la vida y su audaz idea le lleva a juntar partes distintas de cuerpos pertenecientes a cadáveres y a intentar resucitarlos mediante la aplicación de distintas soluciones líquidas.
Aunque en su novela Mary Shelley no hace emplear en ningún momento la electricidad al doctor Frankenstein para animar a su criatura, la verdad es que Mary no sacó sus ideas de la nada. Su marido, Percy Shelley, siempre había mostrado interés por la alquimia y, en especial, por el trabajo de Paracelso, un controvertido médico del siglo XVI. Este había sugerido que utilizando esperma humano magnetizado (se necesita ser un poquito guarrete para ponerse un imán en las gónadas) sería posible la creación de un «homúnculo», un hombre sin alma idéntico a su creador y que se alimenta de su sangre, casi no duerme y se le puede reconocer fácilmente por su tamaño, pues no supera los 30 cm. La receta exacta para crear un homúnculo consistía en disponer una bolsa en la que se introducían huesos, esperma, fragmentos de piel y pelo de animal. Se enterraba todo rodeado de estiércol de caballo durante 40 días y listo: el problema del descenso demográfico solucionado. Existían, asimismo, variantes del procedimiento anterior. Una de ellas tenía que ver con la mandrágora, ya que se creía que esta planta crecía en la tierra donde se derramaba el semen de los ahorcados (¿todos los ahorcados mueren empalmados?). La raíz de la mandrágora debía alimentarse con leche y miel, o incluso con sangre (en la película El laberinto del fauno se puede encontrar una escena donde se pone de manifiesto semejante costumbre). Por último, otra variante comúnmente empleada para crear homúnculos era introducir esperma humano en el interior de un huevo de gallina negra y dejar germinar el potingue así generado. Al igual que la criatura del doctor Frankenstein, los homúnculos se rebelaban contra sus creadores y huían al poco tiempo de haber sido creados.
Aunque se sabe que Mary Shelley tenía conocimiento de todas estas creencias y también de los experimentos de Galvani, Volta, Aldini y otros, con su doctor Victor Frankenstein las fuentes de su inspiración no parecen tan claras. Podría, quizá, haber sabido de las andanzas de un tal Karl August Weinhold, quien había ejercido como médico real de Prusia desde 1817 hasta su muerte, en 1829. El aspecto físico de Weinhold era un tanto «peculiar». Tenía una cabeza más bien pequeña y los brazos y piernas muy largos en comparación, carecía absolutamente de barba, con un aspecto feminoide y, según su autopsia, los genitales visiblemente deformes. Este individuo preconizaba como método para acabar con la pobreza la supresión del alimento a los pobres, a los mendigos y propugnaba la contracepción mediante la colocación de un aro o anillo alrededor del escroto de los miembros menos favorecidos de la sociedad. Insistía en que la electricidad podría devolver los muertos a la vida; de hecho, afirmaba haberlo conseguido en su laboratorio utilizando gatos en sus experimentos, a los que les extirpaba el cerebro y la médula espinal, sustituyéndola por baterías eléctricas bimetálicas. Weinhold aseguraba que sus gatos resucitados podían incluso ver y oír.
En La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935), podemos ver el asunto de las descargas eléctricas como elementos insufladores de vida en la materia inanimada.
El asunto de recomponer una criatura a partir de pedazos de cadáveres provoca nuestros miedos más profundamente arraigados. El ser monstruoso, el engendro creado por el doctor Frankenstein representa uno de los iconos más reconocibles del terror. Los experimentos sobre galvanismo se practicaban con la creencia en que la materia inanimada podía ser devuelta, de alguna manera, a la vida y la materia prima más adecuada con la que poder demostrar las teorías eran los cadáveres de los ajusticiados o de otras personas fallecidas cuyos cuerpos eran vendidos por sus familiares para poder sufragar los costes de sus propios funerales. Estos cuerpos, normalmente, eran adquiridos por las facultades de medicina, donde los estudiantes asistían a disecciones siempre practicadas por un profesor de anatomía. A principios del siglo XIX, en Londres, el tiempo de espera de un estudiante para poder asistir a una disección rondaba los 30 días, mientras que en Glasgow este plazo se reducía a tan sólo 3-4 días. Las únicas vías legales para conseguir cuerpos eran a través del consentimiento de la familia o, alternativamente, los patíbulos. De esta manera, empezaron los robos de cadáveres de las tumbas llevados a cabo por los, a partir de entonces, conocidos como «resurreccionistas» o «resucitadores», siempre amparados por la falta de alumbrado eléctrico en aquella época. Estos individuos tenían atemorizada a la ciudad hasta tal punto que llegaron a instalarse trampas en las tumbas, equipadas con armas de fuego que se disparaban automáticamente sobre el que osara profanarlas.
Entre 1827 y 1828, dos asesinos en serie, William Burke y William Hare, llegaron a asesinar a 17 personas en Edimburgo (Escocia). Los cuerpos de los cadáveres fueron vendidos al doctor Robert Knox, del colegio médico de la misma ciudad. El precio estipulado por cada cuerpo ascendió a 15 libras. Hare testificó en el juicio contra su compañero de fechorías y Burke fue ajusticiado públicamente en enero de 1829. Tres años más tarde, en 1832, el Parlamento creó una ley para abastecer de cadáveres las aulas universitarias. Los cuerpos provendrían de trabajadores, hospitales, prisiones y familias pobres que accediesen a venderlos.
Mathew Clydesdale fue uno de esos condenados a muerte que, tras su ejecución el 4 de noviembre de 1818, sería puesto a disposición de los cirujanos James Jeffray y Andrew Ure. Conducido al cadalso por el verdugo Tammas Young, donde aguardaba expectante una gran multitud, fue colgado durante una hora, hasta asegurarse de su muerte. Una vez que el último aliento hubo abandonado su cuerpo, sus restos mortales fueron conducidos hasta la sala de disección, donde serían sometidos a unas experiencias sobre galvanismo sin precedentes hasta aquel momento. Sentado en una silla, y ante la mirada atónita del público, el pecho de Clydesdale se hinchó al serle aplicada la corriente eléctrica, la lengua salió fuera de la boca y sus ojos se abrieron de par en par. La cabeza, los brazos y las piernas se movieron e incluso llegó a iniciar un débil gesto de levantarse de la silla sobre la que estaba sentado, todo ello como si hubiese vuelto a la vida desde más allá de las tinieblas de la muerte. Jeffray, horrorizado ante semejante visión, cogió un escalpelo y lo hundió en la yugular del reanimado Clydesdale, quien cayó estrepitosamente al suelo. Las convulsiones de su cuerpo eran tan violentas que los miembros de su cuerpo salieron despedidos en todas direcciones.
A pesar de la notoriedad que alcanzó con la disección y galvanización del cadáver de Mathew Clydesdale, el profesor Andrew Ure siempre admitió que su interés no era crear vida, sino más bien recuperarla, sobre todo en gente recién ahogada o que había fallecido recientemente. Ure estableció las bases de lo que actualmente conocemos como desfibrilador.
El interés en el galvanismo decreció rápidamente a partir de 1830, quizás debido a la imposibilidad de reanimar el corazón. En 1849, Emil du Bois-Reymond desarrolló un galvanómetro capaz de medir la corriente eléctrica de la actividad muscular. Al año siguiente, Hermann von Helmholtz demostró que la electricidad viajaba por los nervios de las ranas a velocidades comprendidas entre 35 y 40 metros por segundo, prácticamente igual que en los seres humanos. No fue hasta 1899 cuando dos científicos suizos, Jean-Louis Prévost y Frederic Battelli, descubrieron que una pequeña descarga eléctrica podía producir fibrilación ventricular en perros, mientras que otra algo mayor podía devolver el corazón a su ritmo normal. Frankenstein o el moderno Prometeo llevaba publicado más de 80 años y hacía casi siglo y medio que Benjamin Franklin había demostrado que los rayos de tormenta no eran otra cosa que un fenómeno eléctrico.
Polvo al polvo y cenizas a las cenizas
Si a los que ya tenemos una determinada edad nos preguntasen sobre la imagen de Frankenstein que más vivamente conservamos en nuestra memoria, quizá la mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que se trata de la escena de la película dirigida por James Whale en 1931 en la que el obsesionado doctor comprueba que su criatura ha adquirido el don de la vida durante una tenebrosa noche, con ayuda de la descarga eléctrica de un rayo de tormenta. Aunque es quizá la más célebre, la cinta de Whale no tuvo el privilegio de ser la primera en adaptar a la gran pantalla el relato de Mary Shelley. Tal honor le corresponde a la Edison Company, que en 1910 había producido una versión de 16 minutos de duración dirigida por J. Searle Dawley. A esta la seguiría, cinco años después, una nueva adaptación del mito titulada Life without Soul, de 70 minutos de duración, y dirigida por Joseph W. Smiley. El mismo Whale dirigiría una secuela en 1935, titulada La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein), considerada casi unánimemente superior al clásico de 1931. Posteriormente, aparecerían numerosas secuelas y versiones durante finales de los años treinta y la década de los cuarenta del siglo pasado. Incluso la mítica productora británica Hammer realizaría hasta 7 revisiones del mito sobre la criatura más famosa de la literatura durante las décadas de los años cincuenta, sesenta y setenta. En los siguientes años continuaron llevándose a cabo más y más adaptaciones. De entre ellas quiero destacar el Frankenstein Unbound (La resurrección de Frankenstein, 1990) dirigida por el prolífico Roger Corman y basada en el relato homónimo de Brian Aldiss, y cómo no, la estupenda versión del genial Kenneth Branagh, Mary Shelley’s Frankenstein, en el año 1994. En esta última adaptación, una de las más fieles a la novela de Shelley, se sustituye la clásica escena de la tormenta por otra en la que la descarga capaz de infundir vida en la desdichada criatura estará proporcionada por un grupo de feroces anguilas eléctricas.
Pero donde quiero detenerme y centrarme es precisamente en este asunto de las descargas eléctricas como elementos insufiadores de vida en la materia inanimada. Hasta ahora, hemos visto los efectos producidos por las corrientes eléctricas a las que eran sometidos los ajusticiados en el patíbulo, pero a continuación intentaré mostraros que cuando la electricidad proviene de un rayo de tormenta la cosa puede ser muy diferente. Empezaré antes con un poco de física, seguiré después con otro poco y terminaré con algo más de física. ¿Os parece?
En primer lugar, nuestro amigo, el doctor Frankenstein, debe saber algunas cosas sobre esos fenómenos atmosféricos que llamamos rayos de tormenta. Por ejemplo, que suelen generarse más frecuentemente en el interior de un tipo de nubes denominadas cumulonimbus, cuya parte superior se encuentra típicamente a unos 6 km de altura, con una temperatura de unos -20 °C. Debido a la fricción, se produce una separación de cargas eléctricas en el interior de la nube, dejando dicha parte superior cargada con signo positivo, mientras que la inferior, a unos 3 km de altura y una temperatura comprendida entre 0 °C y 10 °C, adquiere una carga negativa.
Otra cosa que debe conocer Victor es que hay que esperar el momento adecuado para poder disponer de energía eléctrica suficiente que provenga de una tormenta. Se estima que en todo el mundo se producen entre 40 000 y 50 000 tormentas eléctricas a diario, las cuales dejan un saldo de más de 100 rayos por segundo. Aunque, en el caso de que no quisiera esperar demasiado, siempre podría trasladar su tenebroso laboratorio al sur del lago Maracaibo, en la cuenca del río Catatumbo (Venezuela). En esta región tiene lugar un fenómeno atmosférico asombroso consistente en una tormenta cuya duración asciende a unos 160 días anuales y es capaz de generar casi 300 relámpagos cada hora. Se considera que, prácticamente, la décima parte del ozono presente en la atmósfera de la Tierra se produce allí.
Un rayo no es otra cosa que una descarga pasajera o transitoria de una elevada intensidad de corriente eléctrica. La mitad de los rayos suceden en el interior de la propia nube donde se generan, mientras que la otra mitad aproximadamente tiene lugar entre la nube y el suelo. Estas descargas entre nube y tierra pueden ser tanto positivas como negativas, siendo las más frecuentes las segundas, con una proporción de 9 a 1, aunque también es cierto que las primeras son mucho más violentas. También se pueden dar descargas desde la tierra hasta la nube, si bien estas suelen ser mucho menos frecuentes, y tienen lugar en zonas de gran altitud, desde las cimas de las montañas o desde estructuras artificiales hechas por el ser humano, tales como los rascacielos.
Inicialmente, en el interior de la nube de tormenta, se produce la anteriormente aludida separación de las cargas eléctricas positivas y negativas entre la parte superior y la inferior. El campo eléctrico se hace, entonces, tan intenso que da lugar a un fenómeno conocido como ruptura dieléctrica, consistente en que el aire se torna, de pronto, conductor de la electricidad. Se forma así el llamado canal que observamos, con las diversas ramificaciones tan características y por el que circula corriente eléctrica que puede alcanzar una intensidad de varios cientos de amperes (amperios, para los que os guste traducir nombres propios, cosa a la que me niego hasta que a los newtons se les haga justicia y pasen a denominarse newtonios) a una velocidad de hasta 200 km/s. A medida que el canal se acerca a tierra, el campo eléctrico que se induce en los objetos, sobre todo en los que terminan en punta o tienen formas irregulares, también aumenta enormemente. En este momento, se inicia una descarga entre estos objetos hasta entrar en contacto con el canal y cuando este llega a tierra se produce, a lo largo del mismo, una descarga hasta la nube. Dicho evento recibe el nombre de primera descarga de retorno y se propaga casi a la mitad de la velocidad de la luz, transcurriendo tan sólo unas 70 millonésimas de segundo en viajar de tierra a nube. La intensidad de corriente alcanza valores máximos del orden de los 30 000 amperes (¿aún no se llama newtonios a los newtons?) y la temperatura puede superar los 30 000 °C. Posteriormente, si aún resta carga eléctrica acumulada en el interior de la nube, tienen lugar sucesivas descargas de retorno, pero en estas ya no se observan ramificaciones, como sucede con la primera.
Si en verdad, el doctor creador de Frankenstein le aplicara la descarga de un rayo de 30 000 amperes durante tan sólo una milésima de segundo, como poco, el desdichado ser sin alma, sería negro, negro carbón.
A la vista de los párrafos anteriores, cabe hacerse una pregunta: ¿es una buena idea someter al maltrecho cuerpo del monstruo de Frankenstein a la descarga de un rayo de tormenta? Para responder, me voy a detener un poco en los efectos que produce la corriente eléctrica sobre el cuerpo humano. Se dice que una persona se electriza cuando la corriente eléctrica circula por su cuerpo; en cambio, se habla de electrocución si la persona fallece. Antes de la muerte suelen suceder dos fenómenos muy característicos denominados, respectivamente, tetanización y fibrilación ventricular. El primero consiste en un movimiento incontrolado e involuntario de los músculos, como consecuencia del paso de la corriente eléctrica, mientras que el segundo se caracteriza por un movimiento caótico del corazón, siendo este incapaz de bombear sangre a los distintos órganos del cuerpo. Si el paso de la corriente afecta al centro nervioso encargado de la regulación de las funciones respiratorias, entonces se produce la asfixia. Evidentemente, todos los efectos anteriores no tienen demasiada importancia para nuestro doctor Frankenstein, pues su criatura está confeccionada a partir de fragmentos de cadáveres y, por tanto, no puede sufrir fibrilación ventricular ni tampoco asfixia. En cambio, lo que no puede obviar en ningún caso es el efecto térmico de la corriente eléctrica.
Efectivamente, el cuerpo humano se comporta básicamente como una resistencia convencional y se opone en cierta medida al paso de una corriente eléctrica. Esta resistencia está formada por otras tres resistencias parciales cuyas contribuciones han de sumarse, a saber: la de la piel en la zona de entrada de la corriente, la interna del cuerpo y de nuevo la de la piel en la zona de salida de la corriente. Las distintas partes del cuerpo muestran resistencias, asimismo, diferentes. Así, por ejemplo, los brazos y las piernas resultan mucho más resistivos que el tronco. Igualmente determinantes resultan otros factores, como pueden ser la tensión o diferencia de potencial (el voltaje) aplicado, la duración del paso de la corriente, el grado de humedad de la piel, etc. Como norma general aproximada, se le suele atribuir a la resistencia del cuerpo humano entre la mano y el pie un valor estándar de unos 2500 ohms (insisto, no los llamaré ohmios hasta que a los newtons se les llame newtonios).
Fue James Joule quien descubrió el efecto que lleva su nombre y que viene a decir, en palabras sencillas, que toda corriente eléctrica produce un efecto disipativo en forma de calor al atravesar una resistencia. Esta energía calorífica depende del producto del cuadrado de la intensidad de la corriente por el valor de la resistencia y por el tiempo que dure el paso de la corriente. El efecto Joule lo vemos todos los días en nuestras placas vitrocerámicas, en el grill del horno o en el filamento de las bombillas.
Pues bien, dependiendo tanto de la densidad de la corriente (intensidad de corriente por unidad de área) que atraviese el cuerpo humano como del tiempo que dure la exposición, se pueden experimentar distintas consecuencias que van, desde un leve enrojecimiento de la piel y una hinchazón en la zona de contacto con los electrodos para valores de la densidad de corriente de entre 15 y 30 miliamperes por milímetro cuadrado y tiempos de unos pocos segundos, hasta una carbonización total de la piel para densidades de corriente de unas pocas decenas de miliamperes por milímetro cuadrado y tiempos de exposición que no superan unas pocas decenas de segundos. Si aún así no os queda suficientemente claro, coged la anteriormente citada ley de Joule y aplicadla a un cuerpo humano, vivo o muerto, o a la criatura de Frankenstein sin ir más lejos. Si su creador, el doctor, le zurrase bien con una descarga de un rayo de 30 000 amperes durante tan sólo una milésima de segundo, el calor generado como consecuencia sería suficiente para elevar la temperatura de la piel unos 5000 grados centígrados, la temperatura promedio de la superficie solar. Como poco, el desdichado ser sin alma, sería negro, negro carbón.