Capítulo 16
Rayosss desssintegnadonesss y divinosss de la muerte

¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.

Albert Einstein

En el capítulo anterior os había descrito los requerimientos energéticos para llevar a cabo las vaporizaciones a las que se somete a indeseables enemigos, amigos, mascotas y demás seres que pululan por nuestras vidas en este gran teatro del absurdo que es el mundo que habitamos. Pero a buen seguro que muchos de los que tenéis ahora mismo este libro ante vuestros ojos estaréis cuchicheando por lo bajo, mientras pensáis en armas mucho más poderosas, con capacidades inimaginables de destrucción. Nada de vaporizar. Eso es una minucia, capaz de llevarla a cabo cualquier olla a presión y un fogoncito de lo más ordinario en cualquier placa vitrocerámica. ¿Hablamos, entonces, de armas de verdad y nos dejamos de trivialidades poco menos que inofensivas? ¿Sí? Pues, venga, manos al arma.

Me dispongo, ya mismo, a hablaros de las armas más mortíferas jamás pergeñadas por la mente humana, esas armas capaces de desintegrar un cuerpo físico y reducirlo no sólo a vapor, sino a sus componentes más elementales (aún se puede ir más allá, la transformación en pura energía, pero de eso ya os di cuenta en el capítulo 2). Pero, antes de meterme en harina, empapémonos de un poco de historia, que siempre viene bien cultivar las cucurbitáceas.

Desintegrar un kilogramo de plomo costaría el equivalente a hacer detonar 100 bombas atómicas como la de Hiroshima. Una simple pistola como la que usan los protagonistas de Planeta prohibido (Forbidden Planet, 1956), parece tenerlo complicado para suministrar semejante cantidad de energía en cada disparo.

Hace exactamente cien años, en 1911, George Griffith en The Lord of Labour introdujo por vez primera los míticos rayos desintegradores. Percy F. Westerman, en The War of the Wireless Waves (1923) describe cómo los británicos hacen uso de los rayos ZZ durante una confrontación bélica con los alemanes, mientras estos tratan de contrarrestar las ofensivas del enemigo sirviéndose de rayos ultra-K. En 1932, Edmund Snell publicó su novela The Z Ray. E. E. «Doc» Smith introdujo los rayos de inducción en su serie The Skylark of Space. El mismo año, el mítico John W. Campbell Jr. escribía Space Rays. Dos años más tarde, Jack Williamson va más allá y crea, en su obra The Legion of Space, un arma demoledora conocida como AKKA, capaz de arrasar flotas espaciales completas con tan sólo pulsar un botón. En 1940 Alfred Noye presenta el «arma del día del juicio final» (doomsday weapon) en The Last Man. Los españoles no nos hemos quedado cortos en esto del super-armamento. Así, el mismísimo Pascual Enguídanos (con el seudónimo de George H. White), en su popular Saga de los Aznar, hace uso de nuevo de unos poderosos rayos Z, consistentes en una modificación más energética del láser, que llevan a cabo un bombardeo intenso del objetivo a base de electrones, lo que tiene como consecuencia la rotura de la cohesión atómica del blanco.

Bien, una vez hecho este pequeño repasito histórico, es el turno de la física. Si se usan rayos desintegradores, habrá que dejar claro lo que significa, de forma precisa, el término «desintegrar». Para un físico, el vocablo desintegrar quiere decir, en palabras muy sencillas, que algo en el núcleo del átomo está sucediendo y ese algo no es otra cosa que la descomposición total o parcial del mismo. En definitiva, que los protones y neutrones que lo constituyen se están separando los unos de los otros y abandonando el núcleo. Y para hacer esto, hay que pagar un precio, como siempre.

Veamos. Todos, más o menos, sabemos que los protones son partículas con carga eléctrica (positiva) y que los neutrones no poseen esa electrizante cualidad. También sabemos que las cargas eléctricas del mismo signo se repelen y no quieren estar juntas ni hartas de espín. Así que la pregunta surge de forma natural. ¿Por qué demonios permanecen juntos, apretaditos y restregándose los unos contra los otros, los protones en el interior del núcleo del átomo? La respuesta no está en sus preferencias sexuales, sino en la fuerza nuclear fuerte. Es realmente fuerte, más fuerte que el sexo. El sexo mueve montañas, piernas, brazos y otras cosas no demasiado pesadas, pero es que la fuerza nuclear fuerte mueve protones y neutrones, y eso…, eso, la verdad es que «mete miedo por la cabeza».

Con los núcleos atómicos ocurre una cosa muy curiosa y es la siguiente: si se pretende romperlos en pedazos hay que aportarles energía. Esto se sabe porque cuando se determina experimentalmente la energía de los núcleos, se comprueba que es menor que la que se obtiene sumando las correspondientes energías de sus constituyentes, los nucleones, esto es, las de sus protones y neutrones por separado. Algo así como lo que sucede con los coches, que son más baratos comprándolos montados que por piezas sueltas. Bien, la diferencia entre la energía de los nucleones por separado y la del núcleo como un todo recibe el nombre de energía de ligadura nuclear. A su cociente entre el cuadrado de la velocidad de la luz se le conoce, a su vez, como defecto másico. Suele ser muy común expresar la energía de ligadura dividida entre el número de nucleones de que consta cada núcleo atómico particular. Los valores típicos son de unos pocos MeV (millones de electrón-voltas). Si se comparan estas energías con las de ionización, es decir, con las que mantienen unidos a los electrones (con carga eléctrica negativa) en los átomos, enseguida se constata que estas últimas son cientos de miles de veces inferiores. Lo anterior significa que siempre resultará mucho más sencillo despojar a un átomo de sus electrones que a un núcleo de sus nucleones. En este sentido, los rayos Z de La Saga de los Aznar se muestran claramente inferiores a otros más poderosos, capaces de lidiar con la energía de ligadura nuclear.

Desintegrar un kilogramo de plomo costaría el equivalente a hacer detonar 100 bombas atómicas.

¿Cuánta energía, pues, se requiere aportar a un núcleo atómico con el propósito de desintegrarlo? Evidentemente, la cantidad precisa depende del tipo de núcleo en concreto y de la clase particular de isótopo que se considere. Así, para el uranio hacen falta casi 1800 MeV, para el plomo y el mercurio ronda los 1500 MeV, la plata 860 MeV, el cobre 535 MeV, el hierro 475 MeVy el aluminio 216 MeV. Como os dije más arriba, estos valores suelen dividirse, para cada elemento, por el número de nucleones y nos referimos, comúnmente, a dicho valor como la energía de ligadura por nucleón. Cuanto mayor sea el valor de la energía de ligadura por nucleón más estable será el núcleo del elemento.

La curva de la energía de enlace por nucleón tiene una enorme importancia ya que permite entender por qué hay elementos susceptibles de sufrir fisión nuclear, mientras que otros son más proclives a experimentar la fusión nuclear. En efecto, la parte creciente de la curva corresponde a los núcleos fusionables, es decir, a aquellos que al unirse producen un núcleo atómico con mayor energía de enlace por nucleón y, en consecuencia, más estable. Por el contrario, la parte decreciente de la curva representa a los núcleos fisionables, a los que se escinden en otros con mayor estabilidad. Ambos procesos nucleares, fisión y fusión, tienden siempre a alcanzar el máximo de la curva, en su parte más alta, donde se encuentra justamente el hierro, con sus 56 nucleones. Y esta es la razón por la que en el interior de las estrellas no se pueden generar elementos más pesados que él. Simplemente habría que aportarle energía a la estrella, algo que sucede en las explosiones tipo supernova, en cuyos interiores se producen núcleos como el plomo, bismuto, oro, etc. Todos los elementos más pesados que el hierro que podemos encontrar en el universo proceden de supernovas. Como solía decir Carl Sagan, «somos polvo de estrellas».

Carl Sagan fue un pionero y popular astrónomo, exobiólogo y divulgador científico en todo el mundo.

Pero, volviendo de nuevo al asunto que me ocupa, quizá los valores de las energías que os he proporcionado más arriba no os digan nada, ya que el mega electrón-volta suele ser una unidad de energía muy habitual en física nuclear, pero no en la vida diaria. Para que me entendáis, os diré, simplemente, que desintegrar un kilogramo de plomo costaría el equivalente a hacer detonar 100 bombas atómicas como la de Hiroshima. ¿A que ahora os queda más claro? Si es que esto es lo que tiene hablar en lenguaje coloquial, que te entiende todo el mundo. La verborrea científica es para los aficionados y los frikis.

En conclusión, que una simple pistolita parece tenerlo harto complicado para suministrar semejante cantidad de energía en cada disparo. Es más, una vez liberados los nucleones del cuerpo al que hemos disparado, estos saldrán probablemente despedidos en todas direcciones, alcanzando con toda seguridad al portador del arma, siempre que se encuentre suficientemente cercano. Una lluvia de protones o neutrones no suele ser demasiado vivificante, sobre todo si se recibe en los ojos, ya que sobre estos órganos, en particular, los neutrones producen un daño hasta 10 veces superior a los rayos X. Por otro lado, tampoco resulta una idea genial disparar con una pistola de neutrones como la que usan los protagonistas de Planeta prohibido (Forbidden Planet, 1956) sobre un cuerpo que contenga hierro, por ejemplo, ya que este se transformará en cobalto-60, un isótopo radiactivo del cobalto, que decaerá emitiendo electrones y radiación gamma muy energética, con el consiguiente riesgo para todo aquel que se halle por los alrededores.