Vemos la luz del atardecer anaranjada y violeta porque llega demasiado cansada de luchar contra el espacio y el tiempo.
Albert Einstein
En el año 1966, el escritor de ciencia ficción irlandés Robert «Bob» Shaw publicaba un relato breve bajo el sugerente título de Light of other days (Luz de otros días). Seis años más tarde lo ampliaría para dar lugar a una novela titulada Other days, other eyes (Otros días, otros ojos, 1972).
Y Garrod dijo: ¡Deténgase la luz!
En la obra anterior se narra el descubrimiento de un material maravilloso, la retardita o vidrio lento. Esta sustancia posee la fantástica cualidad de retrasar el paso de la luz a través de la misma, desde unos pocos segundos hasta decenas de años. Su inventor, Garrod, explica a un colega el hallazgo mostrándole dos bombillas que brillan de forma intermitente y acompasada. Al situar un cristal de retardita de 4 centímetros de grosor delante de una de ellas y observar desde el otro lado, ambas bombillas dejaban de alumbrar de forma armónica, desacompasándose su luz, la cual empleaba ahora en recorrer el espesor de la lámina casi un segundo. A partir de este momento, se dice que dicha lámina posee un espesor de un segundo, algo que resulta chocante, pues se utiliza una unidad de tiempo para expresar una distancia; sin embargo, el significado queda claro, pues indica que la luz ya no se propaga a 300 000 km/s, sino que lo hace con una velocidad tal que recorre el grosor del vidrio en el tiempo estipulado como espesor. La primera utilidad que se le ocurre a Garrod para su extraño material es hacer que su mujer sea la primera persona en contemplar la imagen de su propio rostro «tal y como es en realidad» y no invertida de izquierda a derecha, que es como nos la devuelve la superficie de un espejo. Para ello se hace valer de una lámina de 11 segundos de espesor. Colocada delante del rostro un tiempo prudencial, se le da la vuelta y se observa por la otra cara. Al cabo de un instante igual al espesor del vidrio, aparece como por arte de magia la imagen allí registrada.
Arnold Schwarzenegger en Desafío total (Total Recall, 1990).
Unas cuantas páginas más adelante en la novela, Shaw explica que los cristales fabricados con retardita son completamente negros cuando son nuevos y no han sido aún expuestos a luz alguna. Así, se les puede situar cerca de un lago, en medio de un bosque. Dejando allí el cristal durante un año y esperando un tiempo igual al espesor de este, podríamos instalarlo en un deprimente piso urbano y disfrutar durante un año de una espléndida vista, algo muy similar a lo que se puede contemplar en las primeras escenas de la película Desafío total (Total Recall, 1990) donde la pareja protagonista formada por Sharon Stone y Arnold Schwarzenegger (qué pareja más ridicula e irreal hacían) gozan de una espectacular pantalla que bien podría estar construida a base de retardita. Finalmente, otras aplicaciones maravillosas del descubrimiento de Garrod tienen que ver con el alumbrado nocturno, el cual es sustituido por láminas de retardita que han estado recogiendo la luz diurna durante las horas de sol, permitiendo de esta manera obtener iluminación prácticamente gratuita.
Pero, claro, no todo podía ser tan bonito e ideal. Enseguida llegaron las aplicaciones malvadas, que son las que siempre nos muestran los autores de ciencia ficción en sus moralizantes obras literarias. Así, las cámaras de vigilancia y espionaje fueron sustituidas por cristales de vidrio lento que los agentes disimulaban en forma de espinillas, cicatrices y lunares por todo el cuerpo. Al volver a sus cuarteles, no tenían más que quitárselas y recopilar toda la información almacenada. Cuando se deseaba mantener una reunión fuera del alcance de ojos curiosos, se rociaban paredes, suelo y techo de la sala en cuestión, justo un instante antes, con plástico de endurecimiento rápido. Con estas premisas, no era de extrañar que la gente se mostrase reacia a instalar ventanas en sus casas, ya que las cosas que hiciesen quedarían allí registradas por quién sabe cuanto tiempo, pudiendo ser contempladas por otros. La intimidad había muerto para siempre.
A medida que mejoraba el conocimiento sobre la retardita, se pudo avanzar enormemente en la miniaturización de los dispositivos. Se demostró que el retraso temporal de los vidrios no guardaba relación con su grosor. De haber sido así, la luz que entrase con diferentes ángulos en la lámina invertiría diferentes lapsos de tiempo en salir. Sin embargo, esto no se observaba, pues al cortar el vidrio en láminas más delgadas resultaba del todo imposible acceder antes a la información.
¿Cuál era, entonces, la explicación de la increíble propiedad de la retardita? Pues, inicialmente, se pensó que se trataba de un material con un índice de refracción infinito o, por lo menos, muy grande. Esta explicación, mis queridos e intrigados lectores, podría parecer satisfactoria para una gran mayoría de personas con unos modestos conocimientos de óptica. Efectivamente, recordando brevemente que el índice de refracción de un material es el cociente entre la velocidad de la luz en el vacío y la velocidad de la luz en ese material, rápidamente nos podemos dar cuenta de que para que se ralentice la luz es necesario que el índice de refracción aumente. Así, el agua presenta un valor de su índice de refracción de 1,33 queriendo decir que la luz viaja un 33% más lentamente que en el vacío o el aire; análogamente, en el diamante lo hace a una velocidad 2,4 veces menor. Si tuviésemos un trozo de vidrio lento con un índice de refracción de 300 000, la luz se propagaría por su interior a una velocidad de tan sólo 1 km/s. A medida que fuese aumentando más y más el índice de refracción, la velocidad de la luz iría haciéndose más y más pequeña.
Pero ahora es cuando aparecen los problemas. En cuanto un haz de luz incide sobre la superficie de separación existente entre dos medios con diferentes índices de refracción, las leyes de la óptica nos permiten afirmar (la experiencia también) que una cierta fracción de la energía de la luz incidente desde el primer medio se transmite al segundo mediante el fenómeno que conocemos como refracción, y la fracción restante (justo la necesaria para que se conserve la energía total) sale despedida de nuevo hacia el primer medio, proceso que se denomina reflexión. El físico francés Augustin Jean Fresnel (1788-1827) dedujo las expresiones correspondientes a dichas fracciones, conocidas como ecuaciones de Fresnel. Pues bien, si se observan detenidamente, resulta muy sencillo comprobar que en el caso de que la luz incidiese procedente de un medio como el aire (con un índice de refracción muy pequeño) sobre un cristal de retardita (con un índice de refracción infinito o muy grande), toda la luz rebotaría, siendo completamente reflejada. Dicho de otra manera: nuestro vidrio lento maravilloso no dejaría pasar nada de luz a su través, comportándose como un espejo perfecto. Adiós al espionaje en las duchas de los vestuarios femeninos (y masculinos)…
Bien, dejando las bromas aparte por un momento, en lo que sigue os mostraré que las ideas de Shaw podrían, en un futuro no demasiado lejano, convertirse en realidad. Además, al final del capítulo os propondré alguna idea altamente especulativa que se me ha pasado recientemente por la quijotera. Tened un poco de paciencia y seguid leyendo, porque se avecinan cosas asombrosas.
Y la luz se detuvo
En el segundo tercio de los años 1920, el físico de origen hindú Satyendra Nath Bose llevó a cabo unos estudios encaminados a deducir en qué condiciones dos fotones (cuantos o partículas de que consta la luz) debían de ser considerados como idénticos. Bose se encontró con dificultades para dar a conocer sus resultados a la comunidad científica y decidió enviárselos al mismísimo Albert Einstein, quien le ayudó a publicarlos, no sin antes generalizarlos y extenderlos a los átomos (en realidad, sólo a ciertos tipos de átomos en particular). El conjunto de reglas que debían satisfacer las partículas anteriores fue denominado estadística de Bose-Einstein, en honor de los dos físicos, y a las partículas se las pasó a conocer como «bosones» («einsteiniones» debió de sonarles muy feo). Entre sus características distintivas (para diferenciarlas del otro tipo, denominadas «fermiones») se encuentran la de poseer un espín dado por un número entero y la de no cumplir el principio de exclusión de Pauli, pudiendo dos de ellas ocupar el mismo estado cuántico, es decir, tener todos sus números cuánticos idénticos, algo totalmente prohibido para las partículas que seguían la estadística de Fermi: los fermiones.
Llegado a este punto, me paro y, cual profesor sensato, me pregunto: ¿Habrá alguien que haya entendido algo en el párrafo anterior? Lo dudo mucho porque la física cuántica, además de abstracta, resulta tremendamente contraria a eso que llamamos sentido común aunque, como decía H. Greele, sea el menos común de los sentidos. A ver si explicándolo de otra manera algo queda. Para que un átomo, por ejemplo, sea un bosón, debe cumplirse que la suma de su número de electrones, protones y neutrones tome un valor par. Un ejemplo es el sodio, pues posee 11 protones, 11 electrones y 12 neutrones. Un total de 34, que es un número par. Otros ejemplos de bosones son el núcleo de deuterio (un isótopo del hidrógeno), el helio-4 y el fotón.
Bose y Einstein no se contentaron con deducir las reglas de la estadística de los bosones, sino que especularon sobre la manera en que deberían comportarse dichas partículas cuando se encontrasen a temperaturas cercanas al cero absoluto (-273,15 grados centígrados), ya que en esa situación el movimiento de los átomos debería cesar y, por lo tanto, según el principio de incertidumbre de Heisenberg, la ignorancia acerca de la posición de los mismos sería enorme (no se pueden conocer con una certidumbre absoluta y simultáneamente la posición y la velocidad de las partículas). La consecuencia que se sigue de forma lógica es que los átomos enfriados así deben agruparse de una forma tan peculiar que se asemejará a una especie de nube difusa, sin forma definida. A esta estructura se la denominó condensado de Bose-Einstein (CBE).
Cuando una sustancia formada por bosones se encuentra a temperaturas extremadamente bajas (del orden de miles de millones de veces inferiores a la temperatura del espacio interestelar) todos sus átomos deben encontrarse en el nivel cuántico más bajo posible (los fermiones no pueden, debido al principio de exclusión de Pauli). En la mecánica cuántica, todas las partículas se pueden representar mediante una onda, con su función de onda correspondiente. Pues bien, en el nivel cuántico más bajo, todas esas funciones de onda de cada átomo se superponen unas sobre otras, haciendo que sean indistinguibles entre sí y dando lugar a una especie de onda de materia «gigantesca», desde un punto de vista microscópico (de hecho, aunque es muy pequeño, el condensado de Bose-Einstein resulta lo suficientemente grande como para ser contemplado a simple vista), algo que se ha venido en denominar comúnmente como «superátomo».
El primer CBE no fue posible crearlo hasta el año 1995 (evidentemente, en la época de Bose y Einstein no se disponía de la tecnología adecuada para ello), cuando Eric Cornell, en el NIST (National Institute of Standards and Technology) y Carl Weiman, en la Universidad de Colorado, lo consiguieron con un gas formado por átomos de rubidio, enfriado hasta nada menos que 50 milmillonésimas de kelvin. Simultáneamente, Wolfgang Ketterle, en el MIT (Massachusetts Institute of Technology), lo había logrado con átomos de sodio. Los tres compartieron el premio Nobel de física del año 2001 por sus logros. Por supuesto, todas las predicciones de Bose y Einstein fueron observadas y corroboradas, casi 70 años después de ser formuladas por primera vez.
Pero lo más increíble aún estaba por llegar. En febrero de 1999, la doctora Lene V. Hau y sus colaboradores Zachary Dutton, Cyrus Behroozi y Steve Harris, mientras trabajaban en el instituto Rowland, en Harvard, fueron capaces de crear un CBE. Cuando hizo propagar en su interior un haz láser, la luz del mismo redujo su velocidad hasta la increíble velocidad de 60 km/h. ¡La retardita había nacido!
A lo largo de los años posteriores, tanto el equipo de la doctora Hau como otros han logrado incluso detener la luz, almacenar su información en un medio material y recuperarla intacta posteriormente en otro medio material. Imaginaos las potenciales aplicaciones de esto a la hora de almacenar información de forma óptica, con el consiguiente incremento en la capacidad y velocidad de los sistemas, algo que veremos en el futuro, aunque aún queda mucho por hacer. Investigadores de las universidades de California en Berkeley, de Oregon y de Illinois creen que una reducción de la velocidad de la luz en un factor 31 000, por ejemplo, permitiría el envío de 600 películas de dos horas de duración cada una, desde un ordenador a otro, en aproximadamente un segundo. Connie Chang-Hasnain, de la Universidad de California en Berkeley, ha propuesto la creación de chips semiconductores capaces de manipular pulsos de luz lenta, lo cual podría contribuir enormemente a eliminar la conversión óptica-electrónica que actualmente tiene lugar en los sistemas de comunicaciones mediante fibra óptica, con la ventaja adicional de que ya no se requerirían temperaturas tan bajas como las necesarias para generar un CBE (el experimento de Chang se llevó a cabo a 10 K). En el año 2005, la compañía IBM afirmó haber creado un chip formado por un cristal fotónico que era capaz de reducir la velocidad de la luz en un factor 300. La gran ventaja de semejante dispositivo consistía en que estaba fabricado con materiales estándares, lo que ayudaría a su producción comercial y a sustituir de forma rentable los componentes electrónicos por otros ópticos.
En Solaris se aborda la posibilidad de la vuelta a la vida de seres ya fallecidos.
Y, como ya seguramente muchos de vosotros estéis empezando a impacientaros por la aparente ausencia de ciencia ficción, acudo ya presto a daros satisfacción.
En 1961, el escritor polaco Stanislaw Lem publicaba Solaris, una novela misteriosa, deslumbrante, oscura, intrigante y enormemente especulativa. Considerada hoy en día como una de las obras maestras de la ciencia ficción, Solaris fue llevada al cine en 1972 por Andrei Tarkovsky y, posteriormente, por Steven Soderbergh en 2002. A grandes rasgos, aunque las distintas versiones puedan diferir, todas ellas cuentan cómo el doctor Kelvin es reclamado para viajar a una estación espacial en órbita alrededor del planeta Solaris a causa de unos misteriosos acontecimientos que allí tienen lugar. Nada más llegar, Kelvin se encuentra con que algunos de los tripulantes han muerto y otros se han vuelto completamente locos. Al parecer, durante el sueño se les aparecen seres queridos ya fallecidos, pero con una salvedad: al despertar, estos ya no se desvanecen, sino que han tomado forma material real, se mueven por la base, hablan, sienten, piensan, recuerdan. En apariencia, es el planeta Solaris, constituido prácticamente en su totalidad por un océano inteligente, el que produce dichos «visitantes», pero nadie es capaz de comprender el motivo.
Entre los argumentos esgrimidos para justificar la existencia real de los «visitantes», me quedo con la de que probablemente sean producto de ciertas infiltraciones de la atmósfera de Solaris. Más aún, en la película de Soderbergh se llega a proponer que estos seres están compuestos por neutrinos o por bosones de Higgs (partículas hipotéticas aún no descubiertas) y únicamente se les puede hacer desaparecer para siempre utilizando un haz de antibosones de Higgs. Aunque no voy a discutir aquí y ahora nada sobre estas partículas, sí que me quiero detener un poco en la primera de las hipótesis, la referente a la atmósfera de Solaris.
¿Qué ocurriría si esas infiltraciones atmosféricas estuviesen constituidas por algo parecido a condensados de Bose-Einstein, como los expuestos en párrafos anteriores? Al fin y al cabo, los bosones de Higgs, de existir, podrían quizá dar lugar a CBE’s ya que, como su propio nombre indica, son efectivamente bosones. ¿No podría ser posible que existiesen en medio del vacío interestelar nubes de CBE’s? Evidentemente, con lo que sabemos actualmente sobre estos, sólo tienen existencia a temperaturas extremadamente bajas, pero ¿quién se atreve a negar que no puedan existir a temperaturas de unos pocos kelvin? Por otro lado, los condensados que somos capaces de fabricar en un laboratorio son muy frágiles y cuentan con tan sólo unos pocos millones de átomos. ¿No podría resultar posible la existencia de enormes masas de ellos en las atmósferas de algunos planetas increíbles? ¿Qué pasaría con la luz que viajase a través de ellas? ¿No podría quedar allí atrapada durante años y ser devuelta después, dando lugar a imágenes de objetos o seres desaparecidos mucho tiempo atrás, tal y como podría haber hecho la mismísima retardita de Bob Shaw? Así, nuestros seres queridos parecerían volver a la vida como espectros salidos de ultratumba. Aunque no seré yo quien niegue tal posibilidad, se me ocurre una dificultad y es la que tiene que ver con la capacidad de estos supuestos CBE’s interestelares para poder transmitir no sólo la luz atrapada en ellos, sino también el sonido de las voces de los «visitantes», pues estos hablan, razonan e interactúan de forma activa con sus «visitados». Al fin y al cabo, quizá nunca seamos capaces de entender a otras inteligencias del Universo, a excepción de la humana. ¿Acaso lo hacemos siquiera con el vecino de al lado?