Capítulo 10
¡A velocidad warp y… más allá!

A los que corren en un laberinto su misma velocidad les confunde.

Lucio Anneo Séneca

El espacio, la última frontera. Estos son los viajes de la nave Enterprise en una misión que durará cinco años, dedicada a la exploración de mundos desconocidos, al descubrimiento de nuevas vidas, de nuevas civilizaciones… hasta alcanzar lugares donde nadie ha podido llegar.

¡Ay, cuántos recuerdos evocará a más de uno el párrafo anterior! A buen seguro que a las personas de cierta edad, al igual que yo, mientras estábamos sentados confortablemente en el sofá de nuestros salones, disfrutando de nuestro refresco favorito en una cálida tarde de verano. De pronto, el capitán Kirk se dirigía al señor Sulu y todos nos estremecíamos de emoción:

Ahora, señor Sulu, poder impulsor.

¡Ah, qué sensación de velocidad! Allá iba, a toda pastilla, la nave Enterprise, rumbo a otra trepidante misión en los confines del Universo conocido o por conocer. En un abrir y cerrar de ojos, los protagonistas de Star Trek llegaban a su lugar de destino, dejaban atracada la nave y aparecían por arte de birlibirloque sobre la superficie de cualquier planeta inexplorado, gracias al maravilloso transportador, impecablemente operado por el siempre eficiente señor Scott (Scotty, para los amigos).

¿Cómo era posible tanta maravilla? ¿Qué era aquello del «poder impulsor»? ¿Se trataba del mismo dispositivo que, en otras ocasiones, recibía el nombre de «velocidad warp»? ¿En qué consistía y de qué pasta estaba hecho? ¿Quién había sido el genio capaz de inventar algo semejante? Intrigado, me decidí a investigar por mi cuenta y esto fue lo que conseguí averiguar.

Zefram Cochrane (Star Trek: Primer contacto), es el inventor humano del motor warp (año 2063) que permite hacer viajes a velocidades mayores a la de la luz.

Cuenta la historia de la mítica serie de televisión que un hombre llamado Zefram Cochrane (2030-2117), a la tierna edad de 33 años terrestres, diseñó y construyó el motor warp, también conocido como motor de curvatura: un ingenio capaz de llevar una nave espacial de un extremo del Universo a otro a una velocidad prácticamente infinita o, dicho de otra manera, en un tiempo arbitrariamente pequeño. Desde ese mítico año de 2063, la historia de los viajes espaciales se vio cambiada para siempre, permitiendo el descubrimiento y posterior contacto con infinidad de razas extraterrestres.

Desafortunadamente, todos sabemos que el universo de Star Trek es puramente ficticio. Sin embargo, puede que el caso del motor de curvatura no sea una idea tan disparatada como parece. Es más, quizá se trate de uno de esos raros y peculiares ejemplos en que la ciencia ficción haya inspirado a los científicos reales.

Hace más de cien años que Albert Einstein propuso su teoría especial de la relatividad y diez menos que nos obsequió con su mayor legado: la denominada teoría general. De entre las conclusiones que se pueden extraer de la primera, una resulta particularmente interesante y adecuada al tema que nos ocupa. Se trata de la imposibilidad de que un objeto con masa, es decir, constituido por cualquier clase de materia, supere la velocidad de la luz en el vacío, esto es, unos 300 000 km/s aproximadamente. En cuanto a la segunda de las teorías, la relatividad general, establece (entre otras muchas cosas) que la materia es la causa de la deformación del espacio y también del tiempo, y estos dos conceptos están tan inextricablemente unidos para Einstein que suelen denominarse en conjunto, y más adecuadamente, espaciotiempo. Todos los cuerpos que forman parte del Universo (gas, polvo, asteroides, planetas, estrellas, galaxias, etc.) se encuentran suspendidos en una especie de malla elástica que llamamos espacio, produciendo una deformación en aquella tanto más grande cuanto mayor sea la masa del objeto que la provoca.

En el universo Star Trek las naves se propulsan con un motor warp o de curvatura. Ello permite velocidades de hasta casi mil veces superiores a la de la luz.

En la actualidad, se cree que nuestro Universo se creó hace más o menos 13 700 millones de años, durante una inmensa e inimaginable explosión (en sentido estricto, no fue tal, pero la naturaleza exacta del fenómeno no es relevante en este momento), a partir de un punto primigenio, de una densidad enorme y con una temperatura elevadísima, denominada Big Bang. Antes del Big Bang no existía nada (mejor dicho, sólo el punto del que se originó), ni siquiera el espacio o, más correctamente, el espaciotiempo. Este surgió con la misma explosión, expandiéndose sobre sí mismo y llevando toda la materia con él. Aún hoy continúa esta expansión y, si miramos al cielo, podemos ver todas las galaxias alejándose de nosotros a unas velocidades tanto mayores cuanto más grandes sean las distancias que de ellas nos separan.

Tan sólo 1000 billonésimas de billonésima de billonésima de segundo después del Big Bang, tuvo lugar un suceso muy extraño y fue que el espaciotiempo que se estaba expandiendo justamente a partir de ese instante, lo hizo a una velocidad superior a la de la luz. Este lapso de tiempo se conoce como inflación cósmica y no se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo duró (volveré sobre estas cuestiones en el último capítulo del libro).

Tuvieron que transcurrir casi 13 700 millones de años desde que se produjese el nacimiento del Universo hasta que viniese al mundo un niño mexicano de nombre Miguel y de apellido Alcubierre. Este muchacho, como tantos otros en su época, estaba fascinado por la serie televisiva Star Trek. Pero Miguel Alcubierre decidió ir más allá que el resto de los admiradores del capitán Kirk. En 1990 eligió llevar a cabo sus estudios de doctorado en la Universidad de Gales, en Cardiff. Cuando los hubo concluido, allá por 1994, escribió un artículo de tan sólo cinco páginas que fue publicado en la revista Classical and Quantum Gravity. Su título lo decía todo: The Warp drive: hyperfast travel within general relativity (para los hispanos, El motor warp o de curvatura: viaje hiperveloz en el marco de la relatividad general). ¡Zefram Cochrane existía!

Ex somnium ad astra

En aquel, ya histórico, artículo, Miguel Alcubierre proponía la idea de diseñar una «burbuja warp», una deformación del espaciotiempo consistente nada menos que en plegar este de manera que una hipotética nave espacial introducida en la burbuja vería cómo aquel se encogería por delante de la proa, al mismo tiempo que se estiraría por detrás de la popa. Así, la nave alcanzaría su destino a la misma velocidad a la que tuviese lugar el plegamiento del espaciotiempo. Y aquí es donde viene lo realmente novedoso del método propuesto por Alcubierre, pues resulta que la malla espaciotemporal, en teoría, puede deformarse a una velocidad arbitrariamente elevada. Dicho en otras palabras, no hay ningún impedimento en la teoría general de la relatividad para que se supere la velocidad de la luz en el vacío cuando es el propio espacio el que se «mueve». De hecho, la nave espacial no se habrá desplazado «localmente» (dentro de su propia burbuja warp) a una velocidad hiperlumínica en ningún momento. Más aún, Alcubierre demostró que los pasajeros a bordo de la nave no sufrirían ni siquiera las terribles aceleraciones de los viajes «convencionales», ni tampoco las consecuencias de la dilatación temporal, producto de las velocidades relativistas (cercanas a la velocidad de la luz en el vacío). Todo parecía ideal, se podría llegar a cualquier lugar del Universo en un tiempo razonable y sin encontrarte a tu familia disfrutando de la pensión a tu vuelta. Únicamente restaba poner manos a la obra y construir la burbuja.

Pero las dificultades surgen a la hora de determinar la cantidad de energía requerida en la deformación del espaciotiempo. Tres años después de la aparición del artículo de Alcubierre, otros dos investigadores, Michael J. Pfenning y Larry H. Ford, publicaban en la misma revista unos resultados desoladores para todos los «trekkies» que en el mundo mundial son. Se necesitaba más energía de la que había disponible en la masa de todo el Universo conocido. ¡Adiós al sueño de una posible nave Enterprise! Y no terminaban aquí las dificultades. Como todo podía ser peor, efectivamente, lo fue. La energía necesaria tendría que ser NEGATIVA. ¿Qué, cómo, dónde, cuándo?

Pues sí, queridos lectores. Energía negativa a montones. ¿Qué era la energía negativa? ¿Existía semejante aberración? ¿Cómo se obtenía? ¿Había que buscarla en algún lado o simplemente sería suficiente con sintetizarla de alguna manera? ¿Había existido alguna vez o todo era producto de unas ecuaciones que habían alcanzado su límite y ya no eran aplicables? Si, según la teoría de la relatividad, la energía y la masa (positiva) son dos manifestaciones diferentes de una misma cosa y si la masa es responsable de la curvatura del espacio, ¿cómo se podía curvar este al revés, si es que realmente semejante cosa era posible? ¿Existían las deformaciones negativas? Evidentemente, en el marco de la teoría general de la relatividad, la masa y, por ende, la energía negativa no tenían cabida. Malo, malo, malo.

No obstante, algún resquicio parecía abrirse en el oscuro panorama. Casi 50 años antes de que se propusiese el motor de curvatura, dos físicos holandeses, Hendrik Casimir y Dirk Polder, habían utilizado la teoría cuántica para demostrar la existencia de la energía negativa. Predijeron que si se situaban en el vacío dos placas metálicas, eléctricamente neutras, paralelas entre sí, aparecería una fuerza de atracción entre ellas que sería directamente proporcional a sus áreas superficiales e inversamente proporcional a la cuarta potencia de su separación. Sería una fuerza tan pequeña que tan sólo se manifestaría de forma apreciable cuando el espacio entre las placas fuese muy muy pequeño (del orden de las milmillonésimas de metro). De hecho, si este fuese de una micra, la fuerza por unidad de área (presión) sobre las placas apenas llegaría a ser de una milésima de pascal, es decir, 100 millones de veces menor que la presión atmosférica. La aparición de esta fuerza atractiva misteriosa era una manifestación de las fluctuaciones cuánticas del vacío y podía interpretarse como un efecto debido a la existencia de una energía negativa en el espacio entre las placas metálicas. ¿Entendéis algo? Yo ni papa, sinceramente. Está bien, intentaré aclararlo algo más.

La serie introdujo varias ideas que luego serían usadas de forma regular por películas de ciencia-ficción, como los motores warp, la teletransportación o los campos de fuerza.

El caso es que los físicos, en la actualidad, pensamos que el vacío no es ese sitio que aparenta carecer de todo absolutamente, la nada absoluta. Más bien, todo lo contrario, parece comportarse como si fuese un hervidero de partículas y antipartículas que aparecen y desaparecen continuamente a un ritmo inimaginable. El comportamiento de estas parejas partícula-antipartícula viene regido por la mecánica cuántica. Según esta teoría, todas las partículas muestran un comportamiento ondulatorio y llevan asociada una longitud de onda. Pues bien, cuando se disponen en el vacío las dos placas conductoras aludidas en el párrafo anterior, el espacio entre las mismas, al ser tan extraordinariamente pequeño, no permite la existencia de cualquier valor de la longitud de onda y, por tanto, siempre habrá allí menor energía que en el exterior de las placas, donde todos los valores de la longitud de onda están permitidos. El resultado global es la aparición de una presión negativa (entendida en el sentido de que es menor que la presión exterior a las placas) en el espacio de separación entre las mismas que provoca su atracción mutua. ¿Qué tal ahora? ¿Mejor?

De todas maneras, ahí estaba la esperanza de nuevo, ante los ojos de los insaciables conquistadores del cosmos. La energía negativa era real, no constituía un producto de ninguna imaginación calenturienta y la fuerza de Casimir había sido medida de forma precisa en el año 1997 por Steven Lamoreaux en el laboratorio nacional de Los Alamos, justo el mismo año de la publicación de Ford y Pfenning. Sin embargo, restaba la cuestión de la cantidad exacta requerida. ¿De dónde sacar más energía que la disponible en el Universo? ¿De otro Universo? Algo había que hacer, y rápido, muy rápido, a velocidad warp.

En el año 1999, otro físico holandés, de nombre Chris Van Den Broeck, por aquel entonces en la Universidad católica de Leuven, en Bélgica, introdujo una variante en el método propuesto por Miguel Alcubierre cinco años antes. Se trataba de modificar ligeramente la geometría del espaciotiempo utilizada por el físico mejicano, introduciendo dentro de la burbuja warp una especie de «bolsillo». De alguna manera, la corteza exterior de la burbuja se haría microscópicamente muy pequeña (del orden de las millonésimas de nanómetro), mientras que el volumen interior sería macroscópicamente grande (cientos de metros). Algo que solamente se podía lograr con materia exótica, esto es, otra vez la omnipresente energía negativa. Pero ¿cuál era la ventaja de esta nueva geometría? Pues, sencillamente, que los requerimientos energéticos para construir la burbuja capaz de albergar la nave espacial disminuían drásticamente en varios órdenes de magnitud. Ahora, ya únicamente se requerían cantidades de energía negativa equivalentes a la masa de una estrella no demasiado diferente al Sol. ¿Estábamos más cerca de nuestro sueño de alcanzar las estrellas? Capitán Kirk, ¿me oye? Señor Spock, ¿le parece perfectamente lógico?

Desafortunadamente, no todo eran buenas noticias. Van Den Broeck también señalaba en su artículo varias dificultades que resultarían prácticamente insalvables para los ingenieros. Al parecer, si la burbuja warp se desplazase a mayor velocidad que la luz, su corteza exterior sería dejada atrás y una parte de la materia exótica requerida no sería capaz de mantenerse unida al resto, con lo que el efecto warp desaparecería. Peor aún, la misma materia exótica se desplazaría con movimiento taquiónico, es decir, a una velocidad superior a la de la luz, provocando la aparición de una singularidad desnuda en la parte frontal de la burbuja. Algo terrible, un horror, señor Sulu, oiga.

A tiro de una longitud de Planck

Desde el trabajo pionero de Alcubierre, han sido no pocas las contribuciones en relación a las posibilidades e imposibilidades, a las ventajas e inconvenientes y a las dificultades para la construcción de un motor de curvatura capaz de propulsar una nave espacial interestelar. Uno de los obstáculos más serios que se ha puesto a la burbuja warp es su «desconexión causal» del exterior. Dicho en términos sencillos, ninguna acción llevada a cabo en el interior de la nave espacial podría afectar al exterior de la misma. Por lo tanto, la nave sería incontrolable, no sería posible pilotarla y, por tanto, ¿cómo desconectarla al llegar a Vulcano? Debería existir una especie de «autopista exótica» previamente dispuesta por la que viajar que proporcionase la deformación necesaria del espaciotiempo disponiendo, por ejemplo, de una serie de mojones generadores de energía negativa (materia exótica). Más aún, tendrían que ser los compatriotas de Spock los que apretasen el botón OFF cuando la Enterprise alcanzase su destino en el planeta de los vulcanianos. Pero ¿qué sucedería si la Enterprise viajase hasta un destino no habitado? ¿Quién o qué sería el encargado de frenar y detener la nave?

Una solución imaginativa a la dificultad anterior fue propuesta en el año 2000 por Pedro F. González, quien sugirió que si el pasajero de la burbuja warp fuese capaz de viajar al pasado, entonces podría contribuir a la creación de aquella y controlarla después, ajustando las condiciones iniciales. Otras soluciones consistieron en demostrar que solamente una parte de la región afectada por la curvatura espaciotemporal quedaba causalmente desconectada de la nave cuando esta superaba la velocidad de la luz, pero, sin embargo, podía ser aún manipulada y controlada mientras se desplazase a velocidad infralumínica. El control de velocidad debía instalarse en la parte de la burbuja que todavía permanecía conectada causalmente a la nave.

Asimismo, otras dificultades, aparentemente más mundanas, deberían ser afrontadas por las intrépidas tripulaciones de los ingenios propulsados por motores de curvatura o warp. Y estas tenían que ver con los potenciales objetos susceptibles de colisionar a tan elevadas velocidades: fragmentos de cometas, asteroides, polvo interestelar, etc. Incluso los mismísimos cuantos de luz, los fotones que se dirigiesen al casco de la nave estarían afectados por el efecto Doppler, lo que haría que su frecuencia estuviese desplazada hacia la parte del espectro de la radiación gamma, con el consiguiente riesgo tanto para la propia nave como para sus pasajeros. En este sentido, algunos autores han demostrado, haciendo uso del diseño de burbuja ideado por Van den Broeck, que los fotones dañinos podrían ser frenados convenientemente hasta valores razonables de sus velocidades, en una zona relativamente cercana a la nave denominada región de Broeck. En cuanto a los cuerpos materiales en curso de colisión con el fuselaje, los de mayor tamaño serían fragmentados por las fuerzas de marea causadas por la misma burbuja warp; los de dimensiones demasiado pequeñas como para sufrir estos efectos serían frenados en la región de Broeck e impactarían a velocidades mucho más lentas.

Más recientemente, y con objeto de soslayar algunas de los problemas anteriores y algunos más que no os contaré por no acabar con vuestros sueños más audaces de viajar a las estrellas a bordo de la inefable Enterprise, se han propuesto revisiones acerca del motor warp. Una de estas revisiones es la desarrollada por Richard K. Obousy y Gerald Cleaver, de la universidad estadounidense Baylor, en Texas. La idea consiste en utilizar las controvertidas teorías cuánticas de la gravedad, más conocidas como teorías de supercuerdas o, simplemente, teoría M. Según estos modelos, nuestro Universo esconde dimensiones espaciales venidas a menos, es decir, demasiado pequeñas como para ser observadas por nosotros, humanos limitados que únicamente podemos experimentar con las familiares ancho, alto y largo. Tal y como cuento en mi primer libro, La guerra de dos mundos (Robinbook, 2008), en la actualidad se cree que algunas de esas dimensiones extras podrían alcanzar longitudes del orden de las micras (millonésimas de metro). Pues bien, si fuésemos capaces de modificar el tamaño de estas dimensiones a nuestro antojo, en teoría, podríamos ser capaces de alterar el ritmo al que se expande el mismísimo espacio, sin más que cambiar el valor de la constante de Hubble, pues se demuestra que esta varía inversamente con el cuadrado del tamaño de la dimensión extra. La constante de Hubble es la razón entre la velocidad de alejamiento mutuo de las galaxias debido al Big Bang con el que se originó el Universo y la distancia que las separa. Por lo tanto, da cuenta de lo rápido que se alejan las galaxias entre sí o, lo que es equivalente, de la velocidad a la que se expande el espacio. Y conviene no olvidar que la expansión mayor o menor del espacio es la idea que subyace escondida detrás del motor de curvatura.

En un abrir y cerrar de ojos, los protagonistas de Star Trek aparecían sobre la superficie de cualquier planeta inexplorado gracias al maravillosos teletransportador.

El valor actual de la constante de Hubble, H, es de alrededor de 2,17 10-18 (m/s)/m. Traducido a una imagen fácil de imaginar, esto quiere decir que para que un solo metro de espacio se expanda hasta los dos metros han de transcurrir nada menos que 65 000 millones de años. Modificando el valor de H a voluntad se lograría que la expansión del Universo fuese más o menos rápida, permitiéndonos un control sobre el espaciotiempo. Resultaría, entonces, posible viajar a puntos arbitrariamente lejanos en tiempos arbitrariamente cortos. Obousy y Cleaver han determinado que para lograr que el espacio se expandiese a la velocidad de la luz, una civilización suficientemente avanzada (nosotros no lo somos) debería poder alterar el valor de la constante de Hubble hasta hacerlo cien cuatrillones de veces mayor que el actual. Equivalentemente, la dimensión espacial extra tendría que reducir su tamaño hasta las décimas de attómetro (trillonésima de metro).

Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo esta manipulación del tamaño de las dimensiones extra del espacio? Pues como se suele hacer todo en estos casos, es decir, disponiendo de cantidades enormes de energía. Los mismos autores anteriores han estimado que para que la burbuja warp llegase a albergar en su interior una nave de forma cúbica de tan sólo 10 m de lado, serían necesarios 1045 joules, es decir, la cantidad equivalente a convertir en energía pura la masa de un planeta del tamaño de Júpiter.

La teoría M guardaría aún más sorpresas. Según la misma, el motor warp no podría propulsar el vehículo espacial hasta una velocidad infinita. Muy al contrario, la rapidez de la nave estaría limitada debido a que las dimensiones extra no pueden hacerse arbitrariamente pequeñas. En efecto, la longitud de Planck, equivalente a algo más de 10-35 metros, representa el valor más pequeño que puede tener una medida, pues la física actual no parece funcionar por debajo de dicho valor. Admitiendo que el tamaño de las dimensiones extra fúese el de la longitud de Planck, la nave nunca podría desplazarse a una velocidad superior a cien millones de cuatrillones de veces la velocidad de la luz, para lo cual se requeriría la masa de cien cuatrillones de cuatrillones de galaxias como la Vía Láctea. A semejante velocidad, la Enterprise cruzaría el Universo de un extremo al otro en tan sólo 30 femtosegundos (milbillonésimas de segundo). ¡Señor Sulu, velocidad máxima!