El dinero ha aniquilado más almas que el hierro cuerpos.
Sir Walter Scott
Anthony «Tony» Stark es un multimillonario fabricante de armas de tecnología avanzada. Dotado con una inteligencia fuera de lo normal, también es jugador, mujeriego y amante de todos los placeres materiales de la vida que su privilegiada posición económica le permiten. Pero un hecho inesperado cambiará su estilo de vida para siempre. Durante un viaje de negocios a Oriente Medio, el convoy en el que viaja sufre un ataque por parte de un grupo de insurgentes y es alcanzado por algunos fragmentos de metralla que, desafortunadamente, quedan alojados cerca de su corazón, amenazando seriamente su vida. Encerrado en lo profundo de una gruta excavada en la falda de una montaña consigue algo increíble: fabricar un dispositivo electrónico alojado en el interior de su pecho y capaz de mantener alejada la peligrosa metralla de su corazón. Chantajeado con su propia vida por los guerrilleros que le mantienen prisionero se ve obligado a proporcionarles los secretos de su última arma: un novedoso misil inteligente. Pero con lo que no cuentan los terroristas es con la inteligencia privilegiada de Tony Stark. En lugar de fabricar el misil, diseña y construye una armadura personal extraordinaria que le confiere fuerza sobrehumana, poderosas armas y la aún más asombrosa capacidad de volar. Cuando al fin logra huir de sus captores, y ya de regreso a su país, Tony anuncia al mundo entero su decisión de abandonar la fabricación de armas de destrucción masiva. Empeñado en mejorar la armadura original, consigue hacer realidad una mucho más poderosa y avanzada. A partir de ahora, el alter ego de Tony Stark será… Iron Man (literalmente, el hombre de hierro).
Iron Man es un superhéroe que, como tantos otros, surgió de la mente prolífica de Stan Lee, el gran talento de la compañía MARVEL, allá por marzo de 1963, en el número 39 de Tales of Suspense. A diferencia de otros superhéroes, Iron Man no posee superpoderes, sino que basa sus habilidades en el empleo de sofisticados gadgets, tecnológicamente avanzados. Algo similar a lo que le sucede a otro de los superhéroes más famosos: Batman, el hombre murciélago.
A lo largo de los casi 50 años de historia del personaje, vuelto a resucitar recientemente en la gran pantalla con Iron Man (Iron Man, 2008) y Iron Man 2 (Iron Man 2, 2010), ambas dirigidas por Jon Favreau, el superhéroe de armadura roja y dorada ha llevado a cabo todo tipo de hazañas imaginables, desde enfrentarse nada menos que a personajes aparentemente mucho más poderosos, como Silver Surfer o Hulk, y no salir perdiendo, hasta quedar expuesto durante breves lapsos de tiempo a temperaturas tan bajas como el cero absoluto, pasando por sobrevivir a la detonación de una bomba de hidrógeno a tan sólo 3 kilómetros de distancia del punto de la detonación.
Pero detengámonos por un momento en lo que hace a Iron Man ser ese superhéroe capaz de llevar a cabo todas las extraordinarias hazañas señaladas hace un momento: su armadura.
En efecto, la armadura con la que se pone coqueto Tony Stark cuando quiere ejercer de Iron Man es una pieza de la tecnología más avanzada. Ha pasado por diversas fases y versiones, evolucionando a medida que se iban vendiendo uno tras otro los distintos ejemplares de la revista original. Así, la primera versión exhibía un color gris amenazador y fue bautizada con el nombre de MARK I. Estaba confeccionada en hierro, lo que no la haría demasiado ligera ni demasiado confortable para cargar con ella. De hecho, tal y como ha estimado el profesor Manuel Moreno, de la Universidad Politécnica de Cataluña, si la MARK I tuviese un grosor de tan sólo un centímetro, su peso rondaría los 200 kilogramos, lo que sumado a los 80 kilogramos de Tony Stark harían casi imposible el movimiento de nuestro superhéroe. ¿Cómo evitarlo? Evidentemente, haciendo las sucesivas versiones, la MARK II y la MARK III mucho más ligeras, con materiales mucho menos densos que el hierro y dotándolas de mecanismos que permitan reducir los esfuerzos del usuario.
En la actualidad, Iron Man no estaría demasiado lejos de la realidad científica y tecnológica, ya que se asemeja de cierta manera a una fusión entre lo que llamamos un jet pack y un exoesqueleto. Veamos un poco más detenidamente cada uno de ellos.
Mochila por aquí y huesos por allá
Por un lado, un jet pack no es más que una mochila equipada con retro-cohetes para permitir el vuelo. El jet pack fue inventado en la década de los años 1950 por Wendall Moore, de la compañía Bell Aerodynamics. Constaba de tres tanques sujetos a la espalda del piloto. Dos de ellos contenían una solución con un 90% de peróxido de hidrógeno y el tercero nitrógeno. En un instante dado, la válvula del tanque de nitrógeno se abría, al mismo tiempo que se obligaba al peróxido de hidrógeno a penetrar en una cámara de catálisis consistente en una estructura de plata a base de mallas, lo que producía una aceleración de la reacción química. Como resultado, se generaba vapor de agua a más de 700 °C que era expulsado por las toberas situadas bajo los brazos del piloto, proporcionando una potencia de casi 800 caballos de vapor (CV) para elevarse. El piloto debía protegerse con ayuda de un escudo de fibra de vidrio, con el fin de evitar quemaduras. Con los tanques llenos el vuelo no superaba los 20 segundos.
Iron Man en plena acción.
Las enormes dificultades técnicas que presentaba un jet pack hicieron que la investigación a nivel comercial se abandonase en los años sesenta del siglo pasado. Entre algunos de los inconvenientes más serios con los que se encontraban los ingenieros se pueden citar los siguientes: problemas aerodinámicos (el cuerpo humano no está diseñado precisamente para «cortar» el aire) que hacen que toda la fuerza ascensional deba ser suministrada por la propulsión misma; la enorme cantidad de combustible y su elevado coste (los tanques tienen una capacidad de poco más de 25 litros y el precio del peróxido de hidrógeno supera los 50 euros por litro); la escasa autonomía, de tan sólo unas cuantas decenas de segundos; el intenso ruido producido por los gases, que puede llegar a alcanzar los 160 decibelios (dB) (un avión grande a 30 metros de distancia genera 120 dB y entre los 140-180 dB la capacidad auditiva o el daño en el tímpano pueden ser permanentes). Un jet pack típico puede alcanzar casi los 60 kilogramos, a lo que hay que sumar el propio peso del piloto. Si este supera la barrera de los 80 kilogramos, aproximadamente, los cohetes no serán capaces de generar la fuerza ascensional necesaria y suficiente para despegar del suelo.
Aunque la mayoría de prototipos, desde que fueran abandonados los proyectos de desarrollo comercial, de jet packs corren a cargo de aficionados o compañías independientes, lo cierto es que recientemente se ha vuelto a recuperar parte del interés original. Así, hace poco más de dos años, en mayo de 2008, el ingeniero suizo Yves Rossy logró construir un ala con una envergadura de 2,5 metros propulsada por cohetes con la que saltó desde un avión a más de 300 km/h, aterrizando posteriormente con ayuda de un paracaídas. Todo por el módico precio de 150 000 euros. Más recientemente, a principios de 2010, la compañía Martin jetpack anunciaba la puesta a la venta de su mochila, totalmente operativa, por escasamente unos 55 000 euros. Equipada con un tanque de combustible de menos de 20 litros de gasolina Premium (la misma que utilizan los coches) y capaz de transportar un total de 120 kilogramos, llega a desarrollar una potencia de 200 CV, suficiente para volar de forma autónoma durante media hora, alcanzando una altura de 2400 metros a una velocidad máxima de 100 km/h.
Por otro lado, un exoesqueleto es un armazón metálico externo que ayuda a moverse fácilmente a su portador y a llevar a cabo otras actividades, como pueden ser levantar un peso con un esfuerzo mucho menor de lo que llevaría hacerlo sin la asistencia del mismo. Para ello, la base de un supertraje como el de Iron Man deben ser los sensores y los microprocesadores. Cuanto más versátiles sean los primeros y más veloces los segundos, tanto más eficiente será el exoesqueleto y más se comportará como la sombra mecánica del usuario. El dispositivo debe ser capaz de detectar la fuerza que desea aplicar este, medirla con ayuda de los sensores y transmitirla a la computadora central que controla el traje, con ayuda de los microprocesadores, para convertir esos datos e instrucciones de forma instantánea en los movimientos de sus extremidades, minimizando el esfuerzo realizado por los músculos de la persona que utiliza el exoesqueleto. Si los datos anteriores sufriesen cualquier tipo de retraso, por la razón que fuese, las órdenes llegarían tarde a las válvulas y cilindros que mueven los miembros y la persona percibiría una especie de arrastre que le haría sentirse como si se desplazase en un medio viscoso, como el agua, que lo haría poco práctico, por no decir completamente inútil.
Aunque se piensa que los exoesqueletos aún tardarán más de una década en equipar a los soldados, lo cierto es que empresas como Sarcos han creado ya exoesqueletos que permiten llevar a cabo ejercicios con pesas de más de 120 kilogramos, repitiendo la rutina una y otra vez hasta en 500 ocasiones, sin aparente esfuerzo del usuario. Sin embargo, presenta una gran dificultad: es imprescindible recargar su batería tras unos 40 minutos de uso.
Algo similar ha llevado a cabo, asimismo, la compañía Cyberdyne, con su HAL (acrónimo de Hybrid Assistive Limb), quizá el de mayor parecido con el Iron Man del cómic o el cine. Mediante la utilización de varios sensores en contacto con la piel, consigue multiplicar la fuerza por un factor comprendido entre 2 y 10, a voluntad. La batería es útil más o menos entre 3 y 5 horas y por el popular precio de unos 450 euros se puede alquilar uno durante todo un mes.
La primera versión de la armadura de Iron Man, llamada MARK I.
También se dispone actualmente de exoesqueletos capaces de caminar 200 kilómetros sin repostar, operar a alturas de hasta 8000 metros (equivalente a la del monte Everest) sin problemas, ser inmunes al agua y la tierra y resistir los impactos de proyectiles de varios tipos de armas sin sufrir daño aparente.
No es hierro todo lo que reluce
Sin embargo, antes de asistir a hazañas como las que nos brinda Tony Stark en la pantalla del cine, aún quedan avances por lograr. Entre ellos se pueden citar los siguientes: el traje debe estar confeccionado en materiales más fuertes, más ligeros y, sobre todo, muy flexibles; asimismo, debe ser capaz de funcionar de forma autónoma durante, al menos 24 horas, sin necesidad de recargarse la batería; el silencio es absolutamente imprescindible en una misión militar, así que los sonidos indeseados producidos por los diferentes mecanismos deben reducirse enormemente, cuando no prácticamente suprimirse; los controles deben estar de tal forma integrados que han de permitir al soldado moverse normalmente, con suavidad, de forma natural. En este sentido, se ha creado muy recientemente una tela ligera y resistente, confeccionada en carburo de boro, el mismo material que se emplea para proteger los tanques de combate y uno de los más duros que existen en la naturaleza. La materia prima consistiría en simples camisetas de algodón, a las que se añade boro (el mismo elemento químico que se emplea para absorber neutrones en los reactores nucleares), el cual se combina con las fibras del carbono presentes en el algodón. Esto les conferiría flexibilidad a los potenciales blindajes para los que se emplearían. Se cree que incluso podría servir para detener una bala, bloquear radiación ultravioleta e incluso neutrones.
Hasta aquí el mundo real y la tecnología de la que disponemos en la actualidad. Pero vuelvo por un instante a Iron Man. Evidentemente, en el cómic y en el cine no se ve al héroe cargando con ningún jet pack a su espalda y su armadura supera en mucho a los exoesqueletos disponibles actualmente. Evidentemente, Iron Man es un superhéroe, quizá uno de los más fieles a la ciencia conocida, ya que todo su poder se basa en un empleo total de tecnología avanzada, sin superpoderes «extraños», como pueden ser los de Supermán, Spiderman, los X-men o los 4 Fantásticos, por citar tan sólo unos cuantos ejemplos. Sin embargo, tal y como señala James Kakalios, el autor del estupendo libro La física de los superhéroes, habría que ponerle unas cuantas pegas al rojo y dorado traje de Iron Man. Señala Kakalios que resulta un tanto desconocida la fuente de energía que proporciona propulsión y fuerza ascensional a sus botas. Efectivamente, según todo lo visto en los párrafos anteriores, si no admitimos un medio de propulsión cuando menos extravagante, parece que el tamaño de los depósitos no se hace evidente por ningún lado en la armadura de Iron Man, por lo cual no se entiende demasiado bien que sea capaz de volar a las enormes velocidades que lo hace (existen cómics en los que incluso llega a escapar al tirón gravitatorio de la Tierra, por encima de los 40 000 km/h). En mi primer libro, La guerra de dos mundos (Robinbook, 2008), analizo las exigencias energéticas que requiere el vuelo basado en propulsión generada por cohetes, así como a base de tecnologías más «avanzadas». Así pues, no trataré el asunto en estas páginas.
Otro gadget sobre el que el profesor Kakalios llama la atención es el de los rayos repulsores que generan los guantes de Iron Man. ¿Qué son los rayos repulsores, cuánta energía son capaces de generar y de dónde sale esta energía? Cualesquiera que sean las respuestas a las cuestiones anteriores, lo cierto es que para fundir una placa de acero de poco más de 1 centímetro de espesor se necesitaría la misma potencia que genera una planta nuclear. De todas maneras, y aunque todo lo anterior fuese posible, siempre nos quedará la misma duda que con Cíclope (uno de los mutantes de los asombrosos X-men) y es por qué ambos eluden sin el menor de los escrúpulos el principio de conservación del momento lineal cada vez que disparan sus mortíferos rayos, evitando siempre el inevitable retroceso, tal y como hacen todas las armas de fuego.
No es hierro todo lo que reluce
Finalmente, merece la pena detenerse en el dispositivo que mantiene con vida tanto al hombre como al superhéroe. En efecto, cuando Tony Stark resulta gravemente herido por los terroristas en la primera de las dos películas estrenadas recientemente, la metralla alojada en su cuerpo amenaza seriamente su vida ya que no puede ser extraída sin consecuencias fatales. Para evitar el peor de los desenlaces, Tony diseña y construye una auténtica maravilla de la tecnología, un artefacto que le mantiene con vida a base de impedir que los restos de munición que deambulan por su organismo alcancen su corazón. La energía generada por el sofisticado instrumento se basa en un elemento químico: el paladio. Pero presenta una molesta propiedad y es que se agota rápidamente y debe ser sustituido con regularidad, ya que en caso contrario el nivel de contaminación en la sangre de Stark le conducirá irremediablemente a la muerte.
El paladio es el elemento químico brillante y de color blanco plateado que ocupa el lugar número 46 en la tabla periódica, el sistema con el que actualmente los científicos clasificamos todos los átomos distintos que existen en el universo. El orden que siguen dichos átomos en la tabla tiene que ver con el número de protones presentes en sus núcleos (a esta cantidad se la conoce como número atómico y se representa con la letra Z; así pues, el paladio es el elemento Z=46). En el núcleo atómico no sólo se encuentran los protones, las partículas con carga eléctrica positiva, sino también los neutrones, sin carga, y cuyo papel es dotar de estabilidad al átomo. De hecho, el único elemento conocido sin neutrones en su núcleo es el hidrógeno (posee un solo protón); asimismo, tampoco existe ningún átomo con únicamente neutrones en su núcleo ya que estas partículas aisladas son inestables y se desintegran en unos 15 minutos, produciendo un protón, un electrón y un antineutrino. Dos átomos que tengan números atómicos distintos pertenecen a átomos distintos (en condiciones normales, además, el número atómico coincide con el número de electrones del átomo, lo que le confiere sus propias y características propiedades químicas). Por otro lado, un mismo elemento químico puede presentar distintas configuraciones en cuanto al número de neutrones presentes en su núcleo; cada una de estas configuraciones recibe el nombre de isótopo.
Aunque el paladio, si no se manipula con precaución, puede provocar irritación de la piel, los ojos o el tracto respiratorio (en estado líquido incluso produce quemaduras) lo cierto es que resulta más que probable que el dispositivo de paladio alojado en el pecho de Tony Stark funcione a la manera de un pequeño reactor nuclear, generando así la energía necesaria para mantener alejados de su corazón los restos metálicos. Probablemente se sirva de alguno de los varios isótopos estables que presenta, como el Pd106 o el Pd107 (los superíndices indican el número másico, una cifra resultado de sumar el número de protones y de neutrones en el núcleo atómico). Este último, de hecho, posee un período de semidesintegración (este es el tiempo promedio que tardaría una cierta cantidad del isótopo original en desaparecer a causa de las sucesivas desintegraciones) que ronda los 6,5 millones de años y que termina generando el isótopo de la plata Ag107. Una forma de enriquecerse como cualquier otra, pero algo más rebuscada. Desgraciadamente, con el tiempo, el dispositivo de paladio va siendo cada vez menos eficiente y nuestro héroe trata desesperadamente de hallar un sustituto viable mucho más estable. Nada que una secuela no pueda lograr.
Efectivamente, en Iron Man 2, Tony descubre inesperadamente que su difunto padre, el fundador de Industrias Stark, había mantenido en secreto para su hijo (esto se llama intuición y lo demás son tonterías, pues ya me diréis cómo diablos iba a saber papá que su nene se iba a convertir en superhéroe metálico con necesidades de tórax atómico) nada menos que el descubrimiento de un nuevo elemento químico, mucho más estable y benigno que el paladio. Pues sí, lo creáis o no, así es. Sin tiempo que perder, la bombilla se le enciende al bueno de Tony y en un visto y no visto se monta su propio acelerador de partículas en casa, creando sin la menor dificultad aparente un nuevo quebradero de cabeza para los científicos, quienes deberán colocar semejante prodigio de la naturaleza en el lugar adecuado de la tabla periódica de los elementos conocidos.
Pero volvamos de nuevo a la realidad. Si echamos, por un momento, un vistazo a la susodicha tabla periódica, nos daremos cuenta de que desde el átomo con el número atómico más bajo, el hidrógeno (Z=l), hasta el uranio (Z=92), todos ellos se encuentran presentes en la Tierra. Con lo que sabemos actualmente acerca de la formación y evolución de las estrellas y los planetas, podemos afirmar que los núcleos con un número de protones superior a 26 (correspondiente al hierro) tan sólo se pueden generar a través de procesos tan sumamente violentos como los que acaecen en explosiones de tipo supernova. ¿Por qué no encontramos, entonces, elementos con un número arbitrario de protones? Pues por una sencilla razón y es que más allá del bismuto (Z=83) prácticamente todos los átomos que encontramos en la tabla periódica son radiactivos y decaen en lapsos de tiempo más o menos grandes; de hecho, algunos de sus períodos de semidesintegración son tan pequeños en comparación con la edad de la Tierra (4500 millones de años) que, si alguna vez estuvieron presentes en nuestro planeta, ya han desaparecido por completo. Antes de llegar al uranio, únicamente cuatro elementos son radiactivos: el tecnecio (Z=43) y el promecio (Z=61), ambos con número atómico inferior al del bismuto, y el astato (Z=85) y el francio (Z=87), estos últimos son los dos tipos de átomos más raros en la naturaleza, no superando en un determinado momento los 25 gramos. Más allá del uranio se hallan los llamados «elementos transuránidos», como el neptunio (Z=93) o el plutonio (Z=94); ninguno de los dos existe de forma natural y solamente se han podido producir artificialmente en las detonaciones nucleares o en los reactores, dando lugar a isótopos con períodos de semidesintegración que pueden ir desde los varios miles hasta los millones de años.
Hasta la fecha (al menos en la que está escrito este libro) los seres humanos hemos sido capaces de sintetizar alrededor de unos 3000 núcleos en los laboratorios de todo el mundo. Sin embargo, se cree que esta cantidad solamente representa una fracción de los que pueden existir realmente. La pega es que prácticamente la totalidad de ellos son isótopos de los elementos conocidos, ya que no se ha logrado pasar del núcleo con Z=114, hazaña alcanzada en 2009 por científicos de la Berkeley Lab’s Nuclear Science División. Sintetizar nuevos átomos con números atómicos cada vez más altos es una tarea formidablemente complicada, en parte por el problema señalado antes del carácter extraordinariamente efímero de su existencia. Para apreciar esto en su verdadera dimensión, sólo cabe señalar que los científicos aludidos necesitaron de 8 días de funcionamiento ininterrumpido de su dispositivo para producir únicamente 2 núcleos; el primero (tenía 114 protones y 172 neutrones) se desintegró escasamente en una décima de segundo y el otro (114 protones y 173 neutrones) lo hizo en medio segundo. Posteriormente, tuvieron éxito con 174 y 175 neutrones, respectivamente.
La MARK III mucho más ligera, con materiales mucho menos densos que el hierro y dotada de mecanismos que permitan reducir los esfuerzos del usuario.
¿Cómo ha podido entonces Tony Stark sintetizar con tanta prontitud y eficacia el nuevo elemento desconocido? Más aún, no dudando por un instante de la inusual capacidad intelectual de nuestro superhéroe, ¿se trata de un núcleo estable o es que presenta, en cambio, decaimiento radiactivo pero con un período de semidesintegración muy elevado? En este sentido, un número cada vez mayor de físicos nucleares se muestra convencido de la existencia de las llamadas «islas de estabilidad», es decir, de configuraciones especiales (a veces se las denomina «mágicas») tanto del número de protones como de neutrones que darían lugar a átomos estables o prácticamente estables, con períodos de semidesintegración que podrían estar comprendidos entre los 100 000 y varias decenas de millones de años. ¿Pudo ser el padre de Tony Stark un adelantado a su tiempo?