Capítulo 4
Lo que el aliento se llevó

Las pasiones son como los vientos, que resultan necesarios para dar movimiento a todo, aunque a menudo constituyan causa de huracanes.

Bernard le Bovier Fontenelle

El tímido y apocado Clark Kent viaja al pueblo de sus padres adoptivos terrícolas, Smalville, con el nostálgico y ñoño propósito de asistir a la celebración de una reunión de antiguos alumnos de instituto. En compañía de Jimmy Olsen, el fotógrafo oficial del Daily Planet, nuestro desinteresado y altruista benefactor del planeta Krypton, viaja a bordo de un autobús cuando, repentinamente, se encuentra con la carretera cortada a consecuencia de un incendio de proporciones épicas que está devorando con rapidez una planta química cercana y amenaza la seguridad de la comarca. Sin tiempo que perder, Clark aprovecha la ocasión para fardar un poco, ataviado con su vistoso pijama rojo y azul, y siempre presto a ayudar en lo posible y lo imposible. Mientras trata de rescatar a los incautos empleados de la planta, es advertido por uno de ellos acerca del peligro que se cierne sobre los alrededores debido al inevitable calentamiento de una sala abarrotada de frascos de ácido béltrico (¿algún químico en la sala que me diga qué demonios es esto?). Al parecer, el susodicho ácido béltrico es una sustancia inocua hasta que alcanza los 180 grados (¿Celsius o Fahrenheit?), momento en el cual se hace volátil y arrasa todo lo que encuentra a su paso. Me pregunto qué hace un científico de la planta química vigilando la temperatura del ácido. ¿Acaso tiene la esperanza de sobrevivir a 180 grados, aunque sean Fahrenheit (la correspondencia es de 180 °F a 82 °C)? ¿Acaso estos pican menos que los centígrados?

Para más inri, la bomba del agua en el camión de bomberos se queda sin presión. Uno de ellos advierte que la fuente más próxima es un lago que se encuentra a 8 km. ¿Para qué querrá agua si no funciona la bomba? Menos mal que Supermán pasaba por allí y en un momento de climax superheroico pergeña la osada idea de volar raudo y veloz cual felino intrépido hasta el lago y congelar parte de su superficie ayudado por su hipersoplido huracanado, transportarlo en brazos y dejarlo caer desde las alturas para que, al fundirse, sofoque el incendio. Y aquí paz y después gloria a Dios en el cielo. Y digo yo: no es por poner en duda la labor de un superhéroe, pero si Súper puede congelar de un soplido la superficie de un enorme lago, ¿no podía haber apagado también así el incendio y dejarse de perder el tiempo? Al fin y al cabo, cuando celebramos un cumpleaños y ponemos velitas en la tarta de fresa, las apagamos de un soplido. ¿Por qué no utilizar un supersoplido para apagar unas supervelas en forma de incendio? No es por ponerme quisquilloso, pero también podría el Hombre de Acero haber hecho él mismo de bomba para el agua y soplar por uno de los extremos de la manguera. Me imagino que los brillantes guionistas del film al que pertenecen estas aventuras que os estoy contando, Supermán III (Supermán III, 1983), habrán pensado en pegas de este tipo y otras muchas, que para eso cobran lo que cobran. Al final se habrán decantado por hacer más espectacular y heroica la escena y se habrán decidido por la congelación del agua y mostrar a Súper agarrado a una especie de ostia sagrada hecha de poco pan y mucho hielo. En fin, doctores tiene la Santa Madre Iglesia.

¡Por allí resopla!

Bien, veamos. Una escena como la anterior tiene tanta física involucrada que casi no sé por dónde comenzar. Está el asunto de enfriar un líquido soplándolo, de forma análoga a como hacemos con un café, un plato de sopa, puré o similar cuando están demasiado calientes para nuestro gaznate; también me preocupa el tema del agua en sí misma por una propiedad física que posee este líquido mágico tan importante para la vida y que os contaré más adelante; otra cosa tiene que ver con la forma en que opera un extintor de incendios o por qué se apaga una llama al echarle agua o soplar sobre ella. Casi que me voy a decidir por esto último. A ver si lo consigo dejar claro.

Una llama se genera cuando una sustancia alcanza cierta temperatura, más o menos elevada, y se combina con oxígeno. En ese momento se produce más calor, el cual contribuye a que se combine aún más la sustancia que arde y el propio oxígeno. Si se agota cualquiera de estas dos cosas, el fuego desaparece como por arte de magia. Así, si disponemos de una vela encendida y soplamos sobre ella, lo que estamos haciendo es, por una parte, reducir la temperatura y, por otra, disminuir la cantidad de oxígeno disponible para la combustión, ya que en nuestro soplido sale despedido aire pobre en oxígeno y, en cambio, rico en dióxido de carbono, que es un gas incombustible. Por esta razón, resulta bastante más difícil apagar la vela con un abanico, o con un ventilador, pues estos no producen gases incombustibles, ya que únicamente desplazan aire. El agua también puede usarse para extinguir un fuego debido a las mismas causas anteriores porque aún es mucho más eficaz que el aire robando calor y reduciendo la temperatura. De hecho, en muchas ocasiones, el agua se esparce desde las mangueras en forma de gotitas muy pequeñas y dispersas con el fin de favorecer la evaporación de la misma. Pero la evaporación del agua, para que tenga lugar, ha de conllevar una absorción muy importante de calor, del orden de unas 540 calorías por cada gramo. Es el mismo fenómeno que ocurre cuando sudamos. El sudor contiene un 99 por ciento de agua y, al evaporarse desde la superficie de nuestra piel, se lleva consigo una cantidad muy grande de calor, dejándonos una sensación de frescor de lavanda y compresa perfumada que no veas. En cambio, los perros, los pobrecillos, no disponen de glándulas sudoríparas. Así, pues, no son capaces de sudar ni aunque estén estreñidos, los muy perros. Para solucionarlo y no recalentarse más que Brad Pitt cuando ve a su mujer, disfrazada de lasciva Lara Croft, lo que hacen es abrir la boca y dejar que se les evapore la saliva. Si queréis hacerle una buena perrería al cánido molestoso del vecino, tan sólo tenéis que cerrarle la boca y encintarla en el día más bochornoso del verano. Al cabo de un rato, explotará cual supernova y una lluvia de visceras regará el jardín. Y el vecino, si no sabe aguantar una broma, pues que se marche del pueblo.

En Supermán III, el superhéroe congela toda la masa de agua de un lago y la transporta por el aire para dejarla caer en forma de lluvia sobre un fuego que amenaza con destruir una planta química.

Todo lo anterior deja claro que nuestro amigo de la capa roja podría haber optado perfectamente por sofocar el incendio de la planta química haciendo uso exclusivamente de su gigapoderoso soplido, aunque un buen superpedete bien cargado de nitrógeno y no de metano, como comúnmente se cree (hay personas que no expulsan metano en absoluto por su tenebroso orificio anal) hubiera servido perfectamente bien a tal propósito. Pero démosle el beneficio de la duda a Supermán y dejémosle que emplee la técnica que considere más oportuna. Allá él con su decisión de congelar la superficie del lago. Ahora bien, no me negaréis que se necesita un poco de suerte para conseguir semejante logro, después de leer lo que os voy a contar a continuación.

Veréis, resulta que no todos los líquidos presentan las mismas propiedades físicas que el agua y me estoy refiriendo a una en particular. El caso es que cuando el agua se enfría por debajo de 4 grados centígrados, se dilata, es decir, aumenta de volumen. Idénticamente le sucede cuando su temperatura aumenta por encima de esos mismos 4 grados. Esto último es lo que les acontece a la gran mayoría de las sustancias, a saber, cuando se incrementa su temperatura se dilatan. Pero fijaos un poco más detenidamente en lo que tiene lugar al enfriar agua. Todos habéis experimentado en alguna ocasión que su estado pasa de líquido a sólido (hielo), pero si llenáis una botella de agua hasta el borde y la introducís en el congelador, estallará al cabo de unas horas debido al aumento de volumen del agua al cambiar de estado. Pero esto no es todo, porque como da la enorme casualidad que el hielo es menos denso que el agua líquida, flota en su superficie. La moraleja es que cuando un lago se enfría por debajo de los 4 grados centígrados, ya sea porque es invierno o porque un superhéroe fastidioso se dedica a soplarle en la oreja, lo que pasa es que el hielo asciende hasta la superficie en lugar de quedarse en el fondo. Al ascender, las capas inferiores, en estado líquido, quedan aisladas del frío exterior y pueden seguir albergando tanto la flora como la fauna del lugar. Si el agua no presentase tan fantástica y maravillosa propiedad, los lagos comenzarían a congelarse desde el fondo, acabando con toda la vida, tanto vegetal como animal. Y, por supuesto, Supermán debería de haber congelado toda el agua del lago o bien debería de sumergirse en pijama hasta el fondo a recoger la porción previamente congelada.

Sopla o revienta

De acuerdo. Voy a depositar toda mi confianza en nuestro amigo y vecino (¿o ese era otro?) y me voy a creer que su decisión de no apagar el incendio declarado en la planta química a base de soplidos, provocar una explosión o soltar un buen cuesco bien rebosante de gases incombustibles, ya sean procedentes de una fabada asturiana o de cualquier otra opípara comida, es la más adecuada. Ahora bien, ¿cuál puede ser la razón por la que decide enfriar por debajo del punto de fusión una gran porción de la superficie líquida de un lago cercano a base de zurrarle con la inestimable ayuda de su superaliento embriagador?

Evidentemente, nadie le puede negar que, aunque se trate de un ser procedente de otro mundo, haga uso de una técnica de lo más terrícola y humana como es la de enfriar un líquido a base de soplar por encima de su superficie. Para eso ha vivido entre nosotros todos estos años, alimentándose de las mismas materias primas, teniendo tiempo de sobra para aprender muchas de nuestras costumbres más cotidianas. Así pues, la pregunta formulada un poco más arriba puede sustituirse por una parecida, a saber, ¿por qué las personas soplamos un líquido en exceso caliente, como pueden ser una sopa o un café, antes de ingerirlo?

Antes de pasar a explicarlo, permitidme deciros, amables lectores, que el asunto no es en absoluto trivial e involucra una cantidad no despreciable de física nada elemental. Quiero dejar claro esto porque quizá alguno de vosotros encuentre a faltar algo de rigor en los detalles que expondré a continuación. Soy plenamente consciente de ello y debo advertir que se trata de algo totalmente premeditado que llevo a cabo en aras de una exposición sencilla y al alcance de todos. Si por casualidad alguien desease abordar la cuestión desde un punto de vista riguroso, mi consejo es que se arme de paciencia y acuda a los excelsos tratados de la gloriosa termodinámica, que para eso están abandonados por esos estantes polvorientos y húmedos de las bibliotecas universitarias.

Bien, ahora que me he disculpado y también, hasta cierto punto, escaqueado de los problemas peliagudos que pudiesen aparecer, voy a comenzar con el asunto que me ocupa, propiamente dicho. Una de las primeras cosas que aprende una persona, incluso a edad temprana, es que si introduce la sopa en la boca cuando está demasiado caliente, se quema, mientras que si previamente sopla sobre la cuchara, la cosa va mucho mejor. Parece mentira que un acto tan simple lleve detrás tanta física como para poder escribir un tratado monográfico sobre el tema. ¿Cómo es que la sopa se enfría al soplarla? Pues la razón descansa en un proceso físico denominado convección. La convección es una forma de transmisión o de transferencia del calor, es decir, es un procedimiento por el cual la energía térmica de un cuerpo puede viajar de un lugar a otro. Pero este trasvase, en concreto, ocurre de una forma muy particular, ya que no es la única manera en la que el calor se puede transmitir entre los cuerpos. Para que la convección tenga lugar es preciso que haya un desplazamiento físico de materia. Me explico. Supongo que muchos os habréis situado en más de una ocasión cerca de una estufa, un radiador o un horno. Y si habéis prestado atención, os habréis dado cuenta de que en la cara os golpea aire caliente. ¿De dónde surge? Pues se trata, ni más ni menos, que de aire caliente que asciende (por ser más ligero que el aire más frío; de ahí que los globos aerostáticos se calienten por medio de un quemador cuando quieren elevarse) al encontrarse en las proximidades de la estufa, el radiador o el horno. El aire caliente, al subir, deja sitio libre al aire más frío, el cual es calentado, vuelve a ascender y así sucesivamente hasta que lo que se consigue es caldear el ambiente. El calor ha viajado de un punto de la habitación a otro transportado por las masas de aire de su interior. Decimos que el calor se ha transmitido por convección. Otros medios de transmisión del calor son la conducción y la radiación. El primero tiene lugar de forma parecida a la convección, sólo que sin movimiento de materia. Experimentamos esta forma de transporte si tocamos con nuestras manos el radiador. Por último, la radiación consiste en la emisión de ondas electromagnéticas por parte de los cuerpos. A temperaturas no demasiado elevadas, un objeto suele emitir radiación en la zona espectral del infrarrojo y, por tanto, no lo percibimos con nuestros ojos. Pero si la temperatura empieza a aumentar, enseguida se consigue una emisión en el rango visible. Así, podéis ver de color rojo el «grill» del horno cuando estáis gratinando vuestra pizza favorita.

Pero volvamos a la convección, que es la que nos interesa en este momento. No solamente hacemos uso de la convección cuando soplamos nuestro café o sopa. También es la forma principal por la que la sangre transporta el calor por todo nuestro cuerpo, manteniendo así una temperatura uniforme, lo que no es moco de pavo precisamente.

Entender la convección o cualquiera de los otros dos procedimientos de transmisión del calor de forma cualitativa parece al alcance de cualquiera. Sin embargo, la cosa cambia drásticamente cuando se los intenta caracterizar de forma cuantitativa. De hecho, incluso a nivel de los primeros cursos universitarios el problema queda muchas veces sin afrontar. La conducción viene bastante bien descrita por ecuaciones matemáticas relativamente sencillas; la radiación obedece a la archifamosa ley de Stefan-Boltzmann. En cambio, la convección resulta mucho más endemoniada, existiendo tratados completos sobre la misma.

Con su soplo, el superhéroe de Kripton puede crear un flujo de viento helado que en pocos segundos deja cogelado cualquier objeto o ser.

Una forma sencilla de comprender lo que sucede en la convección puede consistir en acudir a la llamada teoría cinética, es decir, al modelo microscópico de la materia. Efectivamente, si dejamos una taza de café hirviendo encima de la mesa, podemos ver el vapor de agua ascendiendo en el aire. Si esperamos un rato, comprobaremos que su temperatura ha descendido lo suficiente como para ser capaces de beberlo sin riesgo alguno para nuestra salud. ¿Qué ha pasado? Pues sencillamente que las partículas con más energía (y que según la teoría cinética, son las que se mueven a mayores velocidades) han escapado de la superficie del líquido y han pasado al aire que está justo encima de aquel, evaporándose y llevándose el calor excesivo de la taza mediante el proceso de convección. Como las moléculas que se han escapado eran las más veloces, las que quedan en el seno del café poseen, en promedio, menores velocidades y, por tanto, la temperatura ha tenido que descender. A este fenómeno se le suele denominar enfriamiento por evaporación natural y, análogamente, tiene lugar cuando los poros de nuestra piel producen el sudor, el cual, al evaporarse, se lleva una buena cantidad de calor, dejándonos fresquitos. En cambio, si nos encontramos con prisa y queremos ir al trabajo, a una cita con nuestro/a amante o a sofocar un incendio en una planta química cualquiera, podemos optar por forzar la evaporación y consecuentemente acortar el tiempo de enfriamiento de nuestro desayuno. ¿Qué hacemos? Pues nada más y nada menos que soplar. Al hacerlo, el aire que se encuentra encima del café se lleva consigo el calor de una forma mucho más eficiente ya que estamos removiendo las capas calientes continuamente, estableciendo una diferencia de temperaturas entre el café y el aire que lo que hace es favorecer la convección. Este proceso recibe el nombre de enfriamiento por evaporación (o convección) forzada y todos hemos hecho uso de él al abanicarnos en un día caluroso. Además, si os habéis fijado, cuando soplamos lo hacemos con los labios muy juntos; a nadie se le ocurre soplar con la boca en forma de O y también hay una explicación científica para ello. Se trata del efecto Joule-Thomson. Al cerrar la boca, lo que sucede es que el aire aumenta de velocidad debido al estrechamiento del orificio por el que sale despedido. En este caso la ley de Bernoulli afirma que el aire debe disminuir de presión. El efecto Joule-Thomson hace el resto, con lo que el aire, al expandirse, se enfría. Al lanzar esta corriente de aire más frío sobre el café, provocamos una diferencia de temperaturas entre ambos que, una vez más, favorece la evaporación y el consiguiente enfriamiento. Si exhalásemos el aire con la boca bien abierta notaríamos que el aire sale caliente ya que en lugar de disminuir su presión, esta aumentaría.

Todo lo anterior está muy bien, pero lo que en realidad nos interesa es hasta qué punto resulta efectivo soplar sobre un líquido para enfriarlo. ¿Hasta qué valor se puede reducir la temperatura del café o la sopa? ¿Se puede conseguir congelarlos, al igual que hace el Hombre de Acero con el agua del lago? ¿De qué factores depende una hazaña como esta? ¿Provocaremos una crisis mundial en el negocio de los frigoríficos? Aunque en verano no viene nada mal un «cafelito» con hielo, ¿a quién diablos le gusta una sopa fría? ¿No es mejor tomarse un gazpacho? Las respuestas a estas y otras estrambóticas preguntas, a continuación…

No por mucho resoplar se congela más temprano

Ya hemos visto en las páginas anteriores algunos de los conceptos físicos a los que debería de enfrentarse Supermán para poder ser capaz de enfriar la superficie de un lago cercano a la planta química incendiada en Supermán III (Superman III, 1983). En el párrafo anterior os planteaba una serie de interrogantes que aún quedaban por resolver. Una cosa es soplar la sopa para rebajar su temperatura hasta un valor tolerable por nuestro paladar y otra muy distinta es congelar esa misma sopa a base de soplidos, cosa que evidentemente nunca ha conseguido ser humano alguno sobre la faz de nuestro planeta. En este sentido, existen procedimientos más eficaces, como el empleado por los inventores de la I.C. Can, una lata de refresco provista de un sistema autorefrigerante; consta de un absorbente de humedad que se pone en contacto con un líquido cuyo propósito es favorecer la evaporación provocando el enfriamiento del refresco en la lata (se han llegado a obtener disminuciones de temperatura de hasta 17 °C en tan sólo 3 minutos). Ahora bien, ¿quedan hazañas como estas al alcance de un ser superdotado como nuestro amigo del planeta Krypton?

Para intentar esbozar una respuesta a la pregunta anterior se hace ineludible entender de qué factores depende que un líquido sobre el que estamos provocando una convección forzada y, por tanto, la evaporación del mismo, vea dramáticamente reducida su temperatura hasta el mismo punto de congelación. Evidentemente, uno de esos factores es la temperatura inicial del líquido. Cuanto más caliente esté la sopa, más habrá que soplarla. Otro factor bastante obvio es la temperatura del aire que expulsamos por la boca; si este está muy frío la sopa se podrá tomar antes. Finalmente, la temperatura ambiente y la humedad relativa del aire también influyen de forma decisiva. Todos habéis experimentado en ocasiones que cuando la humedad relativa es alta sudáis mucho más abundantemente debido a que el proceso de evaporación es menos eficiente. Algo parecido sucede cuando la temperatura ambiente es elevada; incluso en este caso la ayuda de un ventilador no resulta demasiado efectiva.

Supermán tiene que poder inhalar en cada suspiro unos 72 moles de aire, y tener una capacidad pulmonar 365 veces mayor que una persona normal, para poseer un superaliento huracanado.

Aunque los poderes de nuestro superhéroe no se pueden infravalorar, para simplificar, voy a suponer que Supermán no puede modificar ni la temperatura ambiente en las proximidades del lago ni la humedad relativa del aire. Empezaré, pues, por el caso más sencillo y os hablaré del extraño caso de la taza de café. Supongamos que disponéis de una taza de café con 300 gramos del delicioso y aromático producto en su interior. Seamos un poco dramáticos y admitamos que se nos ha ido la mano y la temperatura del café es de unos 100 °C. Obviamente, hay que ser un auténtico kamikaze para bebérselo y no salir mal parado en la intentona a no ser que se tenga una lengua de trapo, como poco. ¿Qué podríamos hacer para disminuir su temperatura? Hombre, se me ocurren varias respuestas. Echar leche fría es una buena opción, pero es que a mí me gusta el café solo. Dejar pasar el tiempo y que se enfríe de forma natural podría ser otra. ¡Maldición! Tampoco me sirve, que tengo mucha prisa y llego tarde al trabajo. Pues voy a tener que soplar de lo lindo. Lo hago tan violentamente que me paso de rosca y provoco la congelación de una parte del café que queda en la taza. Al carajo el café, hoy me voy sin desayunar. ¿Qué ha sucedido? Acudo a Sherlock Kelvin para que me resuelva el misterio. Como buen detective físico, mi amigo Sherlock comienza pesando el líquido que ha quedado parcialmente petrificado en el interior del recipiente. Primera sorpresa: sólo pesa 250 gramos. ¿Qué les ha pasado a los 50 restantes? ¿Se ha perdido la masa? Con su gran poder de intuición, el archifamoso Sherlock Kelvin saca un cuaderno, un lápiz y garabatea unas cuantas ecuaciones y números. Al cabo de un instante, sonríe y dice: ¡Elemental, mi querido amigo! El culpable es… la atmósfera, no el mayordomo. Lo que ha sucedido es que 50 gramos de café se han evaporado, llevándose consigo una nada despreciable cantidad de calor de vaporización y dejando en la taza nada menos que 25 gramos de hielo y 225 de café líquido.

Y todo lo anterior sin más que utilizar física pura y dura. ¿No os parece una técnica perfectamente válida para nuestro amigo de Krypton? Echemos unos números. Supongamos que Supermán consigue elevar la temperatura del agua del lago hasta 100 °C haciendo uso, por ejemplo, de su visión calorífica (lo siento mucho, hoy no toca discutir este superpoder). Si consiguiese forzar la evaporación de una parte del lago, se quedaría con otra porción de agua congelada, de forma análoga a lo que sucedía con la taza de café en el párrafo anterior. Así pues, solamente necesito estimar la masa de agua puesta en juego por Supermán. Observando con atención la escena de la película, he supuesto que el lago tiene forma circular con un radio de unos 130 metros. Como Súper es capaz de sujetar una capa de hielo agarrándola con las manos, me imagino que el grosor de la misma no supera los 15 centímetros, aproximadamente. De esta forma, resulta elemental determinar que el volumen de agua (evaporada + congelada) asciende a unos 8 millones de litros, de los cuales se habrán debido evaporar 2 millones y otros 6 se habrán convertido en hielo. No está nada mal, ¿eh?

Pero vayamos ahora con la técnica más complicada, aun siendo conscientes de que esta palabra no signifique lo mismo en el diccionario del Hombre de Acero. Si recordáis lo visto hasta ahora, se os vendrá a la mente el asunto del aire expulsado por la boca y su descenso de temperatura cuando cerramos los labios, más conocido como efecto Joule-Thomson. Si uno acude a la termodinámica y, más en concreto, a las ecuaciones de los gases perfectos, obtiene que semejante fenómeno resulta del todo imposible, es decir, que un gas perfecto al expandirse no modifica su temperatura. La razón descansa en que el aire no es un gas perfecto. Así, si se utilizan ecuaciones de estado de gases reales, como la ecuación de Van derWaals, por ejemplo, se llega a demostrar que una expansión de un gas «casi» siempre conlleva un enfriamiento del mismo. Y lo de «casi» tiene su razón de ser porque, efectivamente, en algunos casos particulares puede que un gas se caliente al expandirse (esto sucede por encima de la llamada temperatura de inversión y cuando la expansión se denomina isentrópica).

Pues bien, cuando un gas experimenta una expansión libre, es decir, aquella en la que no realiza trabajo sobre el exterior (por ejemplo, cuando se deja que se expanda desde un recipiente hacia otro en el que se ha practicado previamente el vacío) se enfría. Por ejemplo, si utilizamos un mol de oxígeno gaseoso situado en un recipiente de 10 litros y lo liberamos al vacío exterior, su temperatura descenderá en poco más de un grado. No resulta, pues, un sistema demasiado eficiente a la hora de enfriar. Por ello se utilizan las transformaciones isentálpicas que os mencionaba hace un instante. Para llevarlas a cabo se hace uso de un estrangulamiento en el sistema de refrigeración, es decir, se hace pasar el gas por un conducto estrecho, de forma similar a lo que hacemos cuando soplamos. De esta forma, el gas aumenta de velocidad al pasar por el estrangulamiento y, consecuentemente (principio de Bemoulli) experimenta una disminución de su presión. Se puede demostrar que la reducción en la temperatura del gas es directamente proporcional a su cambio de presión, con lo cual si uno es capaz de provocar una gran variación en esta conseguirá un cambio apreciable en la otra. Sin embargo, la pega es que el coeficiente de proporcionalidad (coeficiente de Joule-Thomson) entre las dos cantidades anteriores (el cambio en la temperatura y el cambio en la presión) es extremadamente pequeño, del orden de una millonésima de kelvin por cada pascal (la unidad en que se mide la presión en el sistema internacional de unidades). Esto significa que si se produjese un cambio en la presión del gas de una atmósfera, su temperatura sólo se modificaría en una décima de grado. Por esta razón se requieren enormes cambios en la presión del gas para lograr cambios apreciables en su temperatura. Lo anterior se puede apreciar claramente cuando se libera el gas de un extintor de incendios, almacenado en la botella a alta presión, el cual se enfría considerablemente ayudando a la rápida disminución de temperatura del material combustible. Análogamente, se observaría un fenómeno similar si liberásemos el aire comprimido de una botella de submarinismo, cuya presión puede alcanzar fácilmente las 200 atmósferas.

Entonces, volviendo una vez más a nuestro superhéroe favorito, ¿cómo podría arreglárselas para enfriar el agua del lago con soplidos gélidos? ¿Qué tiene que hacer para conseguir expulsar aire de sus pulmones a 0°C? Hagamos, por última vez, algunos cálculos sencillos. Suponiendo que el aire de los pulmones de una persona normal se encuentra a una presión aproximada de una atmósfera y que esta persona es capaz de exhalar aire a unos 72 km/h, este aire reduciría su presión hasta 0,998 atmósferas. Si admitimos que se expande isentálpicamente, su temperatura no descendería más de 0,2 milésimas de grado. Para que la temperatura del aire se redujese en unos 37 grados (tomo esta como la del aire en el interior de los pulmones, tanto de una persona como de Supermán) la caída de presión debería ser nada menos que unas 365 atmósferas (la presión que hay bajo el mar a una profundidad de unos 4000 metros). Si Supermán quisiese provocar la aparición de semejante «área de bajas presiones» debería ser capaz de soplar el aire a una velocidad de 31 000 km/h. Quizá estos requerimientos expliquen por qué nunca se ha observado congelación tras el paso de un poderoso huracán, ¿no creéis?

Dejando de lado las más que previsibles consecuencias nefastas que unos vientos como los anteriores producirían en las zonas habitables cercanas al lago, la única forma «plausible» de poseer un superaliento huracanado consistiría en estar dotado de la capacidad para almacenar en los pulmones una cantidad de aire 365 veces mayor que una persona normal, es decir, el último hijo de Krypton tiene que poder inhalar en cada suspiro unos 72 moles de aire, frente a los míseros y paupérrimos 0,2 moles de un terrícola vulgar con unos 5 litros de capacidad pulmonar. En caso contrario, no me quiero ni imaginar su talla de pecho…