CAPÍTULO 8
El origen de la historia
Se sorprendió al verme. Habíamos vivido en mundos separados mucho tiempo. Su espacio vital estuvo ceñido al trabajo, al sindicato y a la vida política, la familia quedó relegada siempre a una esquina de su vida. Tal vez esa era la razón por la que yo siempre mantuve una cierta distancia con él, una distancia afectiva, que no había encontrado un punto de encuentro en muchos años. Yo estaba allí para encontrar respuestas y éstas era posible que explicaran esos años de alejamiento. Quería saber sobre el pasado y la vida de Leroux, y eso, estaba seguro, tendría una estrecha relación con Martín pero, no sólo con él, también con mi padre, con nuestra familia, conmigo.
Entramos en la cafetería de la estación. Buscamos una mesa alejada del bullicio, que nos permitiera hablar sosegadamente de los silencios de hacía muchos años. Intuía que le había agradado que estuviese allí, tal vez, él necesitase un día, un hueco, para hablar conmigo sobre las causas que crearon una distancia que yo nunca entendí. Jamás pude asimilar que luchar día a día por un mundo distinto, mejor, pudiera significar que había que arrinconar a los seres queridos. No entramos de lleno en el tema, se limitó a ir por las ramas, con preguntas sobre mi trabajo, mi salud, mis amigos. Fui yo quien se sumergió directamente en la materia, deseaba conocer detalles.
—Vais a preparar una gran manifestación, una «movida» sobre una entelequia. No se sabe si a Leroux lo mató la policía. Se está investigando, me consta, es más, el propio Martín, aunque no es su competencia, también está detrás del asunto.
—Mira Héctor —su tono era conciliador—, varios militantes vieron como la policía, a golpes, después de la concentración contra la política de Fondo Monetario Internacional, le introdujeron en un vehículo y nadie lo volvió a ver más. Al día siguiente aparece muerto a golpes en un descampado, detrás de la facultad de estadística. ¿Tienes otra respuesta a todo eso?
—No, no la tengo —bajé los ojos, no tenía respuestas, tampoco quería eludir la responsabilidad de la policía si eso había sido así—. Pero deberías tener en cuenta la presunción de inocencia de todo el mundo…
—¿La presunción de inocencia? —me interrumpió rompiendo su tono conciliador—. Siempre apeláis a lo mismo cuando os interesa. La verdadera inocencia es la de los muertos y éstos no pueden hablar.
—Tranquilo —quise volver al tono sosegado del principio, si nos irritábamos no conseguiría ninguna respuesta—, hablas como si yo fuese tu enemigo, o como si estuviese con vuestros enemigos. Que esté en la policía no quiere decir que esté en contra de la verdad. Yo también quiero encontrar a los asesinos de Leroux.
—Perdona —se había relajado—, estoy demasiado tenso. Todo este asunto no me deja pensar. El asesinato de Leroux significa algo más para nosotros que una muerte. En realidad significa que el poder nos ha derrotado totalmente, que nos ha aniquilado, no quiere ni rastro de todos nosotros. Así lo estamos sintiendo. Es como si hubiesen dado orden de borrarnos de las páginas de la historia —estaba escuchándole y no me creía que esas palabras salieran de un minero prejubilado, que aprendió lo que sabe en la boca de los pozos, en la batalla diaria de las huelgas sin pan, en los encierros heroicos y esquivando explosiones de grisú—. Están volviendo a escribir la historia y nosotros no interesamos, nos borrarán hasta de las fotografías.
—Nunca me has contado nada de aquellos tiempos. Háblame de ti, de Martín, de Leroux. Cuéntamelo todo, te lo pido de corazón, estoy deseando conocer esa página de vuestra vida.
—No sé por dónde empezar —tomó el último sorbo del café con leche y se inclinó hacia atrás, buscando, tal vez, el punto de comienzo de una narración, tomó aire y prosiguió—. Mira, a mediados de los sesenta, concretamente el siete de julio de mil novecientos sesenta y cuatro, el mismo día de San Fermín, por eso no lo puedo olvidar, una explosión de grisú mató a tu abuelo y al padre de Martín. Yo tenía catorce años y Martín doce, éramos amigos de correrías, unos inocentes «guajes» que aquel día despertaron, dé golpe, a la madurez. Se habló de que no había sido un accidente. Ambos eran militantes del partido comunista y unos organizadores natos de las Comisiones Obreras en El Bierzo. Se habló de que el capataz sabía que en aquella zona del pozo había una bolsa de grisú y que los mandó allí sin decírselo.
—¿No hubo investigación? —pregunté intrigado.
—En aquellos tiempos eso no se investigaba. El patrono decía que había sido un accidente y punto, todos obedecían.
—Y, ¿la policía no investigaba?
—¿Qué policía? ¿Qué crees, que la policía de entonces era la de ahora? No te olvides que vivíamos en un régimen dictatorial y los que más sufrían la represión eran los trabajadores y sobre todo los que luchaban por otro sistema político.
—¿Cómo el abuelo?
—Como el abuelo y el padre de Martín, y como tantos otros que fueron dejando el pellejo para que en este país las generaciones futuras disfrutarais de una democracia.
—Sigue, por favor.
—La muerte de los dos sirvió de excusa para una de las mayores huelgas que conociera la minería de León. El régimen paró la huelga a tiros. Tres muertos. Tenían miedo de que aquel conato se extendiera a Asturias, por eso la pararon a tiros. Aquello nos marcó a Martín y a mí. Vimos a nuestros padres como héroes y quisimos seguir su camino. Yo tuve que dejar el colegio e ingresé en la mina con catorce años. Martín acabó viniendo a Madrid con su madre a casa de sus abuelos. Desde ese momento ambos comenzamos a leer todo lo que caía en nuestras manos sobre política, generalmente eran los contenidos del Mundo Obrero en primer lugar, luego íbamos leyendo libros clandestinos que iban llegando a nuestras manos, de Lenin, de Marx.
—¿Ingresasteis en el partido comunista?
—Éramos muy jóvenes, los mayores no nos presionaban, no nos querían quemar, decían. Todo siguió así hasta mil novecientos setenta. Martín ingresó en la universidad, yo ya tenía veinte años y estaba principalmente involucrado en la organización en la mina de las Comisiones Obreras. En aquel momento no existía otro sindicato, todos los demás nacieron después de una forma casi artificial, si exceptuamos, claro está, el sindicado vertical del régimen. Tampoco existía más partido en la clandestinidad que el partido comunista, o eso era lo que creíamos entonces. Cuando Martín, te decía, ingresó en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, entonces, conoció a Leroux… —hizo una pausa y prosiguió— y a María.
—Tenía entendido que Martín y María eran novios…
—Espera, eso vino después. ¿Tomamos otro café? —asentí—. Por favor, otros dos cafés con leche.
—Continúa, por favor —no podía ocultar que aquello me estaba entusiasmando, era como sumergirme en un pasado que me era ajeno—, ¿qué pasó luego?
—Víctor Leroux tenía en común con nosotros que su padre había muerto hacía menos de un año, por eso vino con su madre a España…
—Leroux, ¿no era español?
—Su padre era francés, él nació en Francia. Pero su madre era española, por eso a la muerte de su marido vino con él a España, dejando al hermano mayor de Víctor en Francia ocupándose de los negocios familiares. Leroux traía de Francia otra idea política que a nosotros nos era ajena. Él vivió con sus padres el mayo del 68, sus padres eran militantes en Francia de la Liga, un grupo político de extrema izquierda que seguía la línea política de Trotsky…
—¿De quién?
—De León Trotsky, un revolucionario ruso que dirigió con Lenin la revolución de octubre en el diecisiete. Fue uno de sus instigadores principales y motor de aquel cambio social. A la muerte de Lenin se enfrentó con Stalin denunciando el régimen social que estaba construyendo, que estaba traicionando los principios por los que habían luchado. Stalin lo desterró y al final consiguió matarle en México. Pero quedó toda su herencia política. Mandó levantar otra internacional obrera, la cuarta, que luchara contra el capital y contra el régimen prostituido que estaba construyendo Stalin. Una internacional de luchadores contra todo y perseguido por ambos bandos. El caso del POUM en la guerra civil española fue un ejemplo de que eran incómodos a todos, ¿habrás leído algo de eso?
—Sí, sí —mentí, no quería que se diera cuenta que yo no era más que otro ignorante que desconoce la historia que le ha forjado.
—Lo que distinguía a los trotskistas del resto de organizaciones de izquierda era que defendían la teoría de «la revolución permanente». La revolución hasta sus últimas consecuencias y hasta la meta final, sin pausas. Así se evitarían las parálisis que habían sufrido los países del este por culpa de Stalin. Querían hacer la revolución dentro de la revolución.
—¿La revolución permanente? —pregunté perplejo.
—Sí, la revolución permanente, un sueño, te lo aseguro.
—En fin, sigue por favor.
—Bueno, pues Leroux venía muy politizado de Francia. Fue introduciendo a Martín en el debate político y en el trotskismo. Un año después, Martín, había hecho varios viajes a Francia y estaba tan preparado políticamente como Leroux.
—Y, ¿María?
—María se había enamorado perdidamente de Martín. Se enamoró de un mito.
—¿Cómo es eso?
—Aquellos círculos clandestinos de debate político en la universidad eran conducidos teóricamente por Leroux. Pero Martín estaba hecho de otra pasta, era tan inteligente como Leroux, estaba tan preparado como él, pero era un hombre de acción. Era capaz de escribir los textos más intelectuales que le puedas imaginar sobre Marx, Hegel y al mismo tiempo era capaz de dirigirse en las asambleas a la gente arrastrándola a la lucha. Pero era algo más, disfrutaba con aquello, disfrutaba enfrentándose a la policía, incendiando contenedores en las manifestaciones y lanzando cócteles molotov, disfrutaba enfrentándose dialécticamente con los militantes del partido comunista. María se enamoró de toda esa forma de ser.
—Y, ¿Leroux?
—Leroux era de otra forma. Su familia era muy pudiente, creo que hasta millonarios, no sé exactamente cómo, pero creo que eran gente con gran poder económico aunque estuviesen cercanos a la extrema izquierda. Leroux era un intelectual exclusivamente, odiaba la acción, prefería pasarse las horas en la biblioteca, le costaba dirigir a la gente, siempre quedaba en un segundo plano detrás de Martín.
—Un niño de papa, ¿eso es lo que me quieres decir?
—No exactamente, su familia era millonaria, pero él había renunciado a todo, vivía en un piso con más estudiantes y vivía con lo poco que sacaba de dar clases particulares y algún dinero que aceptaba de su abuela.
—Un poco excéntrico…
—No hijo, no. Él vivía de acuerdo a sus principios. Bueno, sigo contándote —hizo otra pausa mientras se colocaba mejor en los asientos incómodos de la cafetería—. En el año setenta y uno se creó la Liga en España, de forma clandestina y a imitación de la francesa. Martín, Leroux y María entraron de lleno en su organización. Los años que siguieron fueron años duros: potenciación de aquel grupo político para convertirlo en un partido político, todo ello en la clandestinidad y perseguidos por la policía e incomprendidos por miembros del partido comunista, los más sectarios y seguidores de Moscú, que los veían como enviados e infiltrados del capital. En ese momento entré yo también en la Liga y comencé a organizarla en El Bierzo. Fueron años duros, muy duros —hizo un silencio y se llevó los dedos a los ojos, cómo limpiándose una lágrima que no llegué a ver.
—En el fondo os envidio —dije para que sintiera mi apoyo—. Tenías porqué luchar. Erais unos románticos.
—Había poco romanticismo en aquello. Fueron momentos de detenciones, de torturas, de sacrificios, del desprecio de los propios compañeros de los otros partidos comunistas que utilizaban el término trotskistas con desprecio, no entendían que quisiéramos hacer también la revolución en los países del este, pero el tiempo nos dio la razón. Hoy miro atrás y siento que invertí parle de mi vida en algo que a veces dudo sea reconocido por nadie y menos valorado.
—Este país es lo que es gracias a gente como vosotros, que lo hicisteis posible. Esta democracia que disfrutamos hoy la forjasteis gente como vosotros.
—Y, ¿a qué precio? A costa de dejar abandonada, relegada a la familia, dejamos nuestra individualidad, nuestra felicidad, por construir un mundo que nos ha vencido.
—No digas eso —en aquel momento sentí que todas mis críticas a su lejanía carecían de sentido—. Mamá te quiere y yo siempre te he admirado.
—Tu madre ha sido una santa y se merece lo mejor.
—Tengo que estar trabajando a las ocho —dije mirando el reloj—. Me sigues contando…
—Sí, como le decía, fueron tiempos difíciles. Todos estábamos inmersos en la construcción de la Liga como un gran partido político revolucionario. Pero las discusiones internas, a veces, nos hacían perder fuerza, se produjeron escisiones, rupturas. En esas organizaciones políticas pequeñas, en ocasiones, los debates políticos se entrecruzan con las cuestiones personales, como el que ocurrió en el setenta y cuatro, el año que tú naciste.
—¿Qué pasó?
—La discusión se produjo dentro de las juventudes de la Liga, fue una de las primeras. Los dos líderes políticos de las juventudes eran Leroux y Martín. En aquella asamblea se produjo la ruptura entre ambos. Leroux defendió un documento político clásico: potenciar la organización; introducción en los sindicatos, principalmente comisiones obreras; trabajo con las asociaciones de vecinos, en el movimiento estudiantil; con el incipiente movimiento feminista y participar en todas las formas de lucha que se dieran contra la dictadura. Martín, ese año, había quedado prendado con la revolución de los claveles en Portugal y le sirvió de ejemplo para su documento político totalmente opuesto al de Leroux.
—¿Qué propuso?
—Atacaba el documento de Leroux por considerarlo irreal, anclado en el pasado. Partía de la revolución portuguesa como ejemplo, e incluso citaba la propia revolución rusa. Decía, más o menos, que el documento de Leroux era un documento anclado en un análisis del mundo occidental sesgado. Que la escisión entre el estado y la sociedad civil no nos podía hacer concebir que la trasformación social se llevaría a efecto cuando fuésemos capaces de construir un partido revolucionario que dirigiera la revolución asaltando, tomando, el estado. Que eso nos hacía ver que todos los órganos del estado, la policía, el ejército, la magistratura, eran órganos contra los que había que luchar, cuando en realidad lo que había que hacer era resquebrajarlos. La revolución portuguesa del año setenta y cuatro había demostrado que era necesario escindir los aparatos del estado si se quería triunfar y eso sólo sería posible cuando se empezara a aplicar otra línea política. Ya no servía estar toda la vida construyendo un partido revolucionario que fuese la vanguardia, ni tampoco centralizar todo el movimiento obrero en un solo sindicato cuando éste se iba fragmentando cada vez más. La transformación social se produciría por el trabajo conjunto entre «asaltantes» y «neutralizadores», no sólo por la organización de los «asaltantes», como pretendía Leroux. Que lo que había que hacer era llevar a nuestros militantes a entrar en el ejército, en la policía, en la magistratura, todo ello para preparar la neutralización de esos aparatos represivos y conseguir partirlos en dos. La revolución de los claveles en abril en Portugal le servía de ejemplo. Pocos entendieron lo que quería decir. Su documento fue derrotado estrepitosamente. Yo mismo voté en contra. No me veía recomendando a nuestros militantes entrar de militares, ni de policías, ni de jueces, sólo se entendía la organización de los obreros en los sindicatos, en los movimientos sociales. Nadie se imaginaba un militar revolucionario o un policía revolucionario. En fin, el documento político de Martín no tenía desperdicio, era un análisis de las sociedades occidentales avanzadas que hoy más que nunca tiene un gran valor.
—Y…
—Martín quedó prácticamente solo. Pero él, no lo conoces, te puedo asegurar que lo que dice lo mantiene con hechos. Después de aquello no sé si acabó la carrera, pero sí sé que ingresó en la academia militar a la muerte de Franco. Se veía a sí mismo como un capitán de abril. Nadie supo más de él. Dejó a María, nos dejó a todos, y siguió la guerra por su cuenta. Yo era el único que tenía noticias de él, nuestra amistad de niños pesaba mucho para que aquel debate político pudiera romper los lazos afectivos que nos unían. Seguimos escribiéndonos.
—¿Qué pasó en el intento de golpe de estado del veintitrés de febrero?
—Ya veo que algo sabes…
—Su hija me comentó algo…
—¿Qué tal su familia?
—Bien, pero deben de tener algún problema Martín y su mujer.
—De verdad que lo siento. Pero fue una unión que nunca fui capaz de ver… En fin, como te decía, el día del intento de golpe, Martín era teniente. Cuando ordenaron salir a ocupar Valencia, él se negó a salir, fue arrestado por el teniente general Milans del Bosch, con orden de fusilamiento al día siguiente. Aquel día muchos de los que asistimos al debate político entre Leroux y él, empezamos a pensar si Martín no tendría un poco de razón. Si los militantes de la izquierda hubiesen entrado en los aparatos armados del estado hubiesen hecho casi imposible que se produjeran esos acontecimientos. Pero bueno, eso es otra historia. Supe por él que aquello lo había quemado y abandonó el ejército, pero fiel a su teoría ingresó en la policía. En el fondo Leroux y él se parecían mucho, eran personas que lo que decían lo hacían, pesase a quien pesase.
—¿Por qué dijiste antes que la relación entre Martín y su mujer nunca la llegaste a ver?
—Pues, verás, Martín en la academia militar empezó a conocer gente de la pequeña burguesía, gente de rico abolengo militar y a sus hijas. Durante la academia se casó y tuvieron a Begoña, fue sobre el setenta y nueve. Su mujer no procede de nuestro mundo, no entendería nada de lo que te he contado, ella fue educada para casarse con un militar, fuese Martín u otro. Nunca entendió que dejase el ejército. Bueno, en realidad, nunca ha entendido a Martín.
—Y, ¿María?
—María, cuando Martín desapareció, se unió a Leroux. Eran totalmente distintos, Leroux era un luchador, un soñador, María era más pragmática.
—Creo que, anteriormente a que mataran a Leroux, más o menos unos meses antes habían roto…
—No me extraña nada. Y si no me equivoco Martín acabará también rompiendo con su mujer tarde o temprano.
—¡Dios!, son las ocho y cinco. Llego tarde, tenía que estar en jefatura a las ocho. Martín me va a echar una bronca.
—Marcha, ya tendremos tiempo de hablar —se levantó para despedirse de mí.
Le di un abrazo, un abrazo con el corazón, con toda mi alma. Empezaba a comprender un poco mejor las razones por las que en el pasado le había sentido lejos.
—Ten cuidado en el entierro de Leroux, la carga de las unidades antidisturbios puede ser criminal —le recomendé y me sorprendí a mí mismo aconsejando a mi padre—. ¿Dónde vas a alojarte estos días?
—No te preocupes, no será peor que lo que ya he vivido. Estoy en el Hotel Colón, edificio América, llámame y quedamos para comer o cenar.
—De acuerdo, ya le llamo —me despedí con otro abrazo.
Cogí un taxi, llegaría tarde. Pero no pensaba en ello, pensaba en mi padre, en Martín, en María, en Leroux, en la Liga, en Begoña, en la siniestra Brigada K y no sé porqué también vino a mi mente la imagen de Ivana, o Talia, o como se llamase. Miré la palma de mi mano, quería saber si todavía tenía anotada y no se me había borrado la matrícula de aquel coche que llevaban aquellos policías en el club. Sí, allí estaba todavía, tendría que hacer algunas comprobaciones. No había dormido, pero no tenía sueño, y es más, lo que me esperaba me despejaría del todo.