CAPÍTULO 7
Las noches de Madrid
Una sola farola iluminaba la calle. ¡Bendito ayuntamiento!, grité para mis adentros, que había privatizado el servicio de mantenimiento de la iluminación nocturna y, claro, no les era rentable tener un retén que cambiara bombillas por la noche, pero me alegró que en esa ocasión la calle estuviese casi a oscuras. Pasé despacio detrás de ellos, hablaban alto, discutían, más bien.
—Vais a preparar una concentración que terminará con heridos y seguro que con detenidos y todo por algo incierto —María parecía que quería convencer con buenas palabras a ese tal Paco.
—La policía ha matado a Víctor y ¿tú dices que es algo incierto?
—Sé que Víctor está muerto, eso es cierto, pero no sabemos quién lo mató.
—¿Qué no lo sabemos? María, fuimos varios los que vimos como la policía, en la manifestación de Sol, le persiguió hasta el Teatro Real y a porrazos lo introdujeron en una furgoneta gris, matrícula de Toledo que tengo anotada para cuando se necesite mostrar a alguien —Paco decía aquello con un tono de voz seguro, convincente.
—Pues, Paco, dale todo eso a la policía, para que investigue quién pudo ser el asesino.
—¿A la policía? Han sido ellos y voy a descubrirme para que me hagan lo mismo, tú estás soñando niña.
—Pues dale esos datos a Simón, él nos ayudará.
Se hizo un breve silencio, no miré para ellos sólo escuché mientras caminaba despacio. Ese silencio denunciaba que ese Paco se lo estaba pensando, pero el resultado de esa pausa era el que sospechaba.
—A Simón dices. Simón fue uno de los nuestros, posiblemente el mejor de todos nosotros, pero dudo que hoy esté de nuestro lado. El sistema lo absorbió.
—Creo que te equivocas Paco —María parecía que le suplicaba.
—Adiós María. Nos veremos el día del entierro, ese día, ¡explotará Madrid!, te lo aseguro.
Me alejé y amparado por los contenedores de la calle que me servían de trinchera, giré hacia atrás mi mirada para ver sus movimientos. Paco se alejaba calle abajo con paso decidido. María se dirigió al parking de Santo Domingo. Aquello había acabado. Estuve tentado de seguir a uno de ellos pero, como si fuese un reflejo que acudió a mi mente, me pregunté que para qué; ninguno de los dos era sospechoso, además, no hubiese sabido qué hacer con la información que recabase. Me limité a caminar por las calles de Madrid, sin rumbo, dejando que la noche con su manto me fuera tragando. No quería llegar a casa, a la pensión, quería caminar por las aceras de un Madrid desconocido para mí, el del neón azul. Dos detalles se me grabaron en la mente: «Simón fue uno de los nuestros, posiblemente el mejor»; «una furgoneta gris, matricula de Toledo». Yo había repasado los vehículos que habían detectado las cámaras de tráfico en las vías que daban acceso al lugar dónde se encontró el cadáver de Leroux y recordaba dos furgonetas, pero no me acordaba de sus matrículas, ni de su color. Mañana lo comprobaría, pensé en ese momento. Si hubiese una furgoneta de Toledo, todo aquello que contaba Paco tendría sentido, y era posible que la policía, en ese caso las unidades antidisturbios, tuviesen algún presunto asesino en sus filas. Mañana tendría que comprobar aquello, me repetía insistentemente.
Pero lo que me preocupó, sin sentido, fue lo que dijo de Martín: «Fue uno de los nuestros, posiblemente el mejor». Volví a la Gran Vía, sin darme cuenta, y comencé a caminar en dirección a La Cibeles. La noche me cubría, mi mente se evadía del mundo y se centraba en todo aquel enredo. Por un instante no me interesaba descubrir al asesino de Leroux, ni sabría cómo hacerlo, ni me importaba lo bastante para que pudiera competir en mi mente con la imagen de un pasado que parecía resucitar en los vericuetos de aquella historia y que iba poco a poco enredando a todos. Era como si el pasado hubiese vuelto y los hubiese rescatado a todos para envolverlos en una maraña de lazos, tensiones, miedos e historias inacabadas. Los fantasmas de todos yacían dormidos en los goznes de su memoria esperando cualquier llamada para volver a vivir lo pasado. Era como si la muerte de Leroux les hubiese dado un capotazo a todos y les redimiese de sus particulares espectros; pero no los redimía, éstos se los estaban comiendo a todos. ¿Cómo era aquello que decía mi padre que había escrito no sé quién? ¡Ah!, sí. Era algo parecido a que la historia se repetía dos veces, una como comedia y otra como tragedia. Sí, aquello era cierto, sólo faltaba discernir cuál de las dos historias, la del ayer o la de ese momento, era la comedia y cuál la tragedia.
Iba en dirección a La Cibeles y sin saber el porqué me detuve a la altura de la calle Montera. Y, empecé a caminar entre las putas de todos los colores y sabores. Si antaño eran un cúmulo de descamisadas venidas de Portugal o sus antiguas colonias, la globalización hacía que se retorciesen en la complejidad de razas y nacionalidades, en un punto de encuentro de mujeres sudamericanas y de los países del este, en un mundo que internacionalizaba la miseria y el asco por vivir. Si habían cambiado su nacionalidad no habían modificado su forma de ser y estar. Siempre me había interrogado sobre las razones que unen a policías y putas, era un binomio que nunca había entendido. Una placa siempre destacaba y era moneda de cambio entre aquella miseria humana y ellas seguían ejerciendo una atracción desmedida entre todos ellos. Puede ser que el profano crea que el interés de los policías por ellas fuera por ser una fuente de información inagotable. Pero no es cierto. Si fuese así, no se jactarían de cómo atraen a unas y otras. También hay un punto de contacto entre los macarras y los polis, cada uno sueña con ser el otro, qué psicología tan compleja. Leí en algún lugar que la filosofía que más cuadraba con la conducta del policía era el escepticismo, se han cansado de metas, de éticas absolutas, de conductas irreprochables, han visto en las calles que los grandes valores y las grandes proclamas se caen por sí mismas y que la verdad ya no se encuentra en ningún sitio, se fabrica cada día. Tal vez, esa sea la unión de ambos y los macarras sean otros escépticos de este asqueroso mundo.
Seguí caminando y sin darme cuenta llegué a la Puerta del Sol, donde hacía apenas veinticuatro horas se había celebrado una manifestación ilegal que terminó como el rosario de la Aurora, con las unidades antidisturbios cargando contra manifestantes pacíficos. Recorrí despacio el camino que se suponía describieron aquellos policías persiguiendo a Leroux. Debieron de llegar hasta el teatro y en uno de sus laterales se sospechaba que estaba una furgoneta gris matrícula de Toledo esperando para llevárselo. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué querían matar a Leroux? ¿Qué había hecho para que alguien premeditadamente desease su muerte? ¿Qué unión existía entre mi padre, Leroux, Martín, María y todo ese belén kafkiano al que no le encontraba sentido?
Tenía hambre y sueño, pero no quería comer nada, ni dormir, necesitaba pasear y pensar en todo lo ocurrido aunque no tuviese ninguna respuesta. Una luz roja, un club nocturno, una copa para acompañar mis pensamientos, un momento de descanso en ese paseo hacia no sabía dónde, eso es lo que debí de pensar entonces. Entré sin saber el porqué. Seis mujeres, tres clientes y un fornido camarero. Pedí un havana 7.
—¿Con cola? —me preguntó el camarero, con aire cansino, posiblemente de ver otra noche que transcurría igual en ese tugurio de baja nota.
—No —respondí seguro, odiaba las colas, fueran de una marca u otra—. Solo, con hielo y una rajita de limón.
—Ok —respondió como si comprendiera el resultado de una trama que le había expuesto alguien un día perdido en su memoria.
Se me acercó una muchacha, rubia, alta, con más curvas que una carretera de alta montaña. Me pidió que la invitara a una copa con su dulce acento de algún país del este, a cambio, sin decírmelo, me ofrecería compañía. La invité y se sentó a mi lado, me pasó su mano por mis cabellos como ofreciéndome su ser. Aquella noche no quería compañía, ni siquiera sabía lo que quería, tal vez contemplar aquella belleza ucraniana y dejar que sus rubios cabellos me ayudaran o distrajeran de un día duro o más bien extraño.
—Eres muy joven para venir a estos sitios —no me preguntaba, lo aseguraba.
—No suelo venir —mentía, en la Brigada Paracaidista íbamos casi todos los fines de semana a contar nuestras hazañas a mujeres a las que les importaba una mierda nuestra vida y sólo querían la comisión de una copa o el dinero de sexo rápido—. Estaba paseando y entré por casualidad.
—Ya me parecía a mí —prosiguió como si mis palabras hubiesen respaldado su aseveración y esa le dio confianza para proseguir—. Aquí vienen cuatro amargados y otros tantos «veguestorios».
—Vejestorios —le corregí su dulce equivocación.
—Eso, vejestorios. También algún poli que otro, preguntando algo sobre algún cliente, pero no buscan eso, quieren la copa gratis y llevarse a la cama alguna chica sin pagar. ¿Cómo te llamas guapo?
—Ernesto —respondí seguro para que no se diera cuenta que mentía, pero estaba aseguro que le daba igual cómo me llamara—. ¿Y tú?
—Ivana —pronunciaba la «v» como una «f» y no me desagradaba.
—¿Llevas mucho tiempo en España?
—Casi seis años. Desde que se derrumbó la mierda del muro.
—Debía de ser dura la vida allí.
—Sí. No se ganaba casi dinero. Casi nadie tenía un buen coche ni una buena casa. Las tiendas estaban vacías. Este vestido que llevo, allí no lo hubiese podido comprar nunca con mi sueldo.
—¿En qué trabajabas? —la interrumpí curioso por su pasado.
—En una fábrica textil.
—Y, ¿dejaste la fábrica para venir a este lugar? —giré mi cabeza mirando los rincones de aquel antro intentando encontrar algo interesante.
—Me engañaron, nos engañaron a muchos, diciéndonos que este mundo era el mejor.
—Y, ¿no es mejor que aquello?
—Bueno… —dudaba la contestación y para darse tiempo a pensar bebió un sorbo de aquel «benjamín»—. Es distinto. Allí nunca tuvimos tantas cosas como tienen ustedes aquí. A ustedes les sobra de todo. Eso es lo que envidiábamos. Pero nunca vería mendigos por nuestras calles y a ustedes todas las noches se les muere alguno en alguna boca del metro…
—Ya, pero ustedes no tenían libertad, no podían criticar a los dirigentes…
—En eso tienes razón. Pero para qué les vale a ustedes criticar a sus dirigentes, si en realidad a ellos se les nota que son prisioneros de poderes que ni ustedes conocen ni saben dónde están.
—Pero tenemos la prensa libre, una policía no corrupta, mecanismos para reclamar nuestros derechos, partidos políticos…
—Y una sociedad que les mata poco a poco. Nunca conocí este ritmo de vida tan acelerado. Da la impresión que aquí nadie controla su tiempo, de que alguien lo controla por ustedes. Incluso tienen miles de parados que no encuentran trabajo en esta sociedad, eso es algo que nosotros nunca conocimos.
—¿Seguro que trabajabas en una fábrica textil? —ninguna trabajadora del textil se expresaba como ella lo hacía, además en menos de seis años hablaba perfectamente el castellano, algo no me cuadraba en todo aquello.
—Bueno… —otro trago para darse tiempo a pensar la respuesta—. Nunca trabajé en una fábrica de textil. En realidad era estudiante de psicología, pero no lo suelo contar pues a los clientes no les interesa y a veces les da miedo relacionarse con una mujer más inteligente que ellos.
—¡Ya!, y de la facultad de psicología a este antro —en mi tono se desprendía la ironía de la propia incredulidad.
—Créete lo que quieras —bebió el último sorbo y se alejó algo enfadada.
En fin, tal vez no era el día más adecuado para hacer amistades. Aquello me sonaba a la vieja historia de la puta buena en una sociedad mala, pero a mí esas lacrimógenas versiones de la realidad me traían al pelo. Pagué las consumiciones y salí a la calle. Eran más de las dos, la noche estaba estrellada, pero hacía frío en las calles y yo no llevaba la ropa adecuada para una noche así. Subí la solapa de la cazadora y miré a la derecha y a la izquierda sin saber a dónde ir. De repente se abrió la puerta del club, salió Ivana y dirigiéndose a mí me espetó:
—Salgo a las tres, me gustas, ¿me vienes a buscar? Te invito a tomar una copa fuera de aquí.
La guiñé el ojo en señal de asentimiento y me dio un beso en la mejilla, mientras me acariciaba la nuca.
—A las tres, estaré aquí.
Daba igual hacia dónde caminara, debería estar de nuevo allí a las tres para acompañar a esa muchacha a tomar una copa fuera de ese antro. Caminé de nuevo hasta Sol y sin querer miré hacia la boca del metro. Estaba lleno de mendigos refugiándose del frío. Me acordé de las palabras de Ivana y pensé que tal vez uno de ellos moriría esa noche, helado. Las puertas del metro se iban a cerrar, dos vigilantes jurados de la empresa de seguridad, empujaban a los mendigos hacia fuera, que recogían los cartones y se marchaban hacia las escaleras. Así solucionamos los problemas hoy en día, pensé, trasladándolos de sitio. Un vendedor en la esquina sufría la noche ofreciendo tabaco a los transeúntes. Nadie le hacía caso, yo no fumaba, por eso aún hoy me sorprende la razón por la que le compré aquel paquete de Camel y un mechero. Quizá necesitara un compañero aquella noche y pensé que un cigarro era la mejor compañía. Encendí un cigarro al mismo tiempo que una patrulla de policía se detenía al lado del vendedor. No le dio tiempo a escapar, le incautaron la mercancía y al no tener documentación se lo llevan en el coche patrulla. Otro candidato a la expulsión.
Una cafetería abierta. Me apetecía un café con leche y unos bollos, no había cenado nada. A lo mejor tenían bocadillos, pensé. Entré y el camarero me miró con desprecio, no necesitaba más clientes, estaba deseando cerrar.
—¿Qué le pongo señor? —orienté mi mirada de una forma rápida por encima de la barra, quería ver lo que aún les quedaba.
—Una caña y un pincho de esa tortilla —no pedí el calé pues vi la cafetera recién limpiada y no quería molestarle aún más, me conformaría con la reseca tortilla recalentada en el microondas tantas veces que sus ingredientes apenas resistirían otro más.
Dos borrachos en la barra sin lugar adonde ir después de cerrarles la cafetería, no incomodaban al camarero, deberían de ser clientes habituales. El camarero mataba su tiempo mirando las noticias de la televisión, volví a ver la imagen de Paco declarando que fue la policía la que asesinó a Leroux, otra vez salía el comisario López declarando que se estaba investigando el asunto y que pronto darían con los autores del asesinato. Destilaban líderes políticos y sindicales llamando a un acto de repulsa que se celebraría en Madrid. Las palabras de Paco se habían extendido como la pólvora, parecía que todos habían asumido que era la policía la responsable de la muerte de Leroux, o a lo mejor era que ese asesinato estaba sirviendo de excusa para algo más. En aquel momento no tenía respuesta a eso, me faltaban datos, me sobraba juventud.
Una mujer con un bebé en brazos entró en la cafetería suplicando limosna. Mendicidad con menores, un delito, si hubiese estado de servicio tendría que haberla detenido, por el bien del bebé, por el bien de la sociedad, pero hacía frío en la calle, no estaba de servicio y no tenía ganas de aventuras, le di quinientas pesetas. Me dio las gracias. El camarero la expulsó de malos modos, me dieron ganas de detenerlo a él.
—Todo el día andan igual, deberían encerrarlos a todos o expulsarlos a su país —comentó en voz alta para que le oyésemos bien los allí presentes.
No le hice caso, seguí comiendo mi pincho de tortilla y bebiendo mi caña. La televisión seguía dando noticias: al parecer la famosa oveja «Dolly» seguía viva y sus mentores se sentían orgullosos de ello; el Real ganaba su séptima copa de Europa. En fin, pagué la caña y el pincho y salí a la calle después de despedirme de aquel camarero.
Otro vendedor ocupó el sitio dejado por el que se llevó la patrulla policial, la mujer con el bebe en brazos seguía pidiendo a los pocos transeúntes que esperan el autobús, los mendigos se apiñaban en la boca del metro. Todo eso ocurría a esas horas en la Puerta del Sol mientras en otro lugar del inundo alguien se felicitaba por haber clonado una oveja, por poner un peldaño en la escalera hacia «Un mundo feliz», como si el relato de Huxley fuera la meta de la humanidad. Me pareció que vivía en un mundo de locos.
A las seis tenía que estar en la estación de Chamartín para recibir a mi padre. No me esperaría, pero tenía que hablar con él, que me explicase algo de todo aquel asunto y que arrojase algo de luz sobre un pasado que posiblemente diera algo de claridad en todo aquello de la muerte de Leroux. Eran las tres menos cuarto, había quedado a las tres con Ivana, esa noche empezaba a tener claro que no me acostaría. Ivana a las tres, mi padre a las seis y Martín a las ocho. La noche estaba completa.
Entré de nuevo en el club, todavía había clientes: un borracho en la barra que apenas se sujetaba; dos cubanas animaban a un grupo de ejecutivos; dos solitarios en una esquina, son policías, nadie se acercaba a ellos, parecía que lo llevaban escrito en la cara. En fin, pedí mi copa de havana 7, el camarero me reconoció, ya no me preguntó, me la puso sola con hielo y una raja de limón. Miré alrededor, no vi a Ivana, supuse que se estaba cambiando, esperé. Las tres y cuarto, las luces se iban apagando, los policías marcharon, no pagaron las consumiciones, ¡bendita ética policial! Pregunté al camarero por Ivana.
—Aquí no hay ninguna Ivana —debió de ver mi cara de desconcierto, por eso apostilló—. Pero si se refiere a la chica que estuvo con usted hace un rato, se llama Talia. Saldrá ahora, está cobrando.
—Gracias —di un sorbo a mi copa.
Así que me había mentido, no se llamaba Ivana, era Talia. Pero qué importancia tenía aquello, yo también la había mentido, no me llamaba Ernesto. La vi salir del cuarto que daba al reservado. Se dirigió a mí.
—Cuando quieras nos vamos.
Pagué la consumición y salimos a la calle. Nada más atravesar la puerta me espetó:
—Sólo tomar una copa, nada de sexo. Necesito estar con alguien que no esté deseando llevarme a la cama —la verdad es que en esos momentos no había pensado en ello, mi mente pululaba por otros parajes.
—De acuerdo, ¿dónde vamos? —pregunté, dejándole a ella la iniciativa.
—Cojamos un taxi —y giro la vista observando a los dos polis que paseaban por la calle, eran los mismos que antes habían estado en el club—. Ahí están esos, todas las noches igual, toman sus copas sin pagar y esperan que su placa les sirva para llevar una chica a la cama.
Giré disimuladamente la cabeza y les vi introducirse en un coche K, un vehículo camuflado, memoricé la matrícula, cuestión y degeneración de la profesión. Cuando nos introdujimos en el taxi la anoté en la palma de mi mano, disimuladamente, para que Ivana, Talia o como se llamase, no se diera cuenta.
—Al Albatros —le dijo al taxista, no le especificó calle, ni nada, eso me hizo sospechar que el local era suficientemente conocido en las noches de Madrid.
—Y, ¿esos dos qué buscan? —me refería a los «polis», ella me entendió.
—Saben que a la mayoría de nosotras nos faltan algunos papeles, podrían expulsarnos y cerrar el local, pero prefieren otro tipo de presión. Así beben gratis, ligan a alguna chica y cuando sus caprichos no se cumplan nos detendrán, expulsarán y cerrarán el local.
—Pero, eso es ilegal…
—La ley son ellos, hacen lo que quieren, además el dueño y la dueña les doran la píldora.
Llegamos al Albatros, estaban llegando taxis de todos los lugares. Aquel local era el punto de encuentro de todas las chicas de los bares de alterne a la hora de cerrar. Su última copa antes de ir a su casa. Putas, travestíes, macarras, camareros, polis y algún noctámbulo despistado, el local de moda a esas horas. Me acorde de Begoña y de sus comentarios sobre el mundo en que vivíamos, el del pensamiento débil, no importaba lo que ocurría en el mundo, sólo el día a día, la diversión continua y caiga quien caiga o sálvese el que pueda. No sé por qué me acordé de que unos locos estaban clonando embriones, me empecé a preguntar la razón, no entendía la causa por la que ese dinero no se empleaba en acabar con el hambre en el mundo. Pero claro, eso sería en un mundo lógico, y el mundo en el que vivíamos era todo menos lógico. Miraba a mi alrededor y todo me aburría, nunca entenderé que encuentra la gente de divertido en una sala de esas, donde la música te destroza los tímpanos y te impide hablar con la persona que tengas a tu lado, la comunicación verbal muere y nace otro tipo de comunicación, la asemántica, toda relación es por gestos, por movimientos, por miradas, por silencios. Todo eso no se había hecho para mí, ni me divertía, ni le encontraba un punto de unión con mi forma de ser. Empezaba a desear no haber ido, pero siempre he sido un caballero y si había quedado con Ivana debía seguir soportando aquella muchedumbre.
El reloj marcaba las cinco, dejé mi copa sin beber. Me despedí de Ivana, Talia o como se llamase, me dio un beso en la boca y las gracias por acompañarla. Sentí que todas las noches necesitaba un acompañante para librarse de aquellos dos «polis» que las acosaban. En fin, en aquel momento aquello no era mi problema. Pero mientras lo decía para mí, me preguntaba si ese no era el cáncer del mundo, y que cada vez que alguien decía: «eso no es mi problema», el mundo seguiría caminando por los derroteros de la nada. Salí a la calle, me alivió el silencio de la noche. Caminé hasta una parada de taxis. Otro mendigo durmiendo en un banco. En fin, no sé la razón por la que me vinieron a la mente aquellos científicos queriendo clonar embriones humanos en la otra orilla del Atlántico y sintiéndose orgullosos de una oveja clónica que tenía a medio mundo adorándola y preocupado por ella, cuando cada minuto muere un niño de hambre en el mundo. Demasiadas paradojas de esta puta vida.
Llegué a Chamartín a las seis menos cuarto, no habría llegado el tren, pregunté en información, llegaría sobre las seis y diez, andén segundo. El tren fue puntual. Vi salir a mi padre de él y me dirigí hacia él. Nunca sospeché que lo que me iba a desvelar comenzaría a cambiar mi concepción de este mundo.