CAPÍTULO 6
Begoña
La comida con la mujer de Simón, Elena, y sus dos hijos, Begoña y Toni, fue agradable pero se respiró cierta tensión. Hacía mucho tiempo que no los veía, ni siquiera me acordaba de ellos, si les hubiese visto en la calle estoy seguro que no les hubiese reconocido. Elena era la que menos había cambiado, pero su rostro había ido abandonando la eterna juventud y comenzaba a reflejar el paso de los años, se notaba que realizaba ingentes esfuerzos por ocultar las incipientes canas y arrugas. Aunque todas ellas no le hacían perder un ápice de su belleza natural. Calculaba que era unos años más joven que mi madre, tres o cuatro, pero no podía evitar compararlas. Mi madre parecía varios años mayor de lo que era, a lo mejor, la falta de cuidados estéticos, tal vez, el esfuerzo del trabajo diario en la fábrica de tejidos, quizá que a ella no le importaba envejecer, vaya usted a saber el porqué. Cualquiera que fuese la razón, Elena seguía conservando un aspecto juvenil que comenzaba a dejar de ser natural y se notaba forzado por la química o la física o por otra ciencia que aún no tendría nombre. Pero aún conservaba ese aire y ese comportamiento de niña de papa, un poco caprichosa, demasiado frágil, algo mimosa. En fin, otra vez me dejaba llevar por mis especulaciones sin apenas conocer a la gente, en aquel momento creí que ya estaba bien, que no debería hacer más veces aquello hasta que no conociera antes a la gente. Pero han pasado los años y sigo igual, especulando sobre todo.
Toni era el que más había crecido, pero qué estupideces digo, era lógico, era un bebe la última vez que lo vi y ahora comenzaba a entrar en la pubertad, y daba la impresión de que nadie se había dado cuenta de ello. Begoña, era la que verdaderamente había cambiado, mi recuerdo de aquella niña con coletas se barrió de repente, cuando la vi. Era una verdadera mujer, aunque tuviese unos años menos que yo. No sólo había modificado su estampa de niña físicamente, había cambiado y evolucionado intelectualmente, era más culta, más seria, más madura, más mujer, más… todo, un verdadero peligro, desde aquel momento dejé de verla como la frágil niña de mis recuerdos, como si fuese una amiga pequeña, aquella imagen dejó de existir en mi mente y dio paso a otra.
Decía que había cierta tensión en aquella mesa, creo que la sentí cuando Elena se enteró de que habíamos ido a ver a María a darle la noticia. Es como si hubiese una cierta rivalidad entre ellas, guardada en el cúmulo de los años, tal vez celos, pero ¿celos de qué?, a eso, en ese momento no tenía respuesta. Daban las noticias en la televisión, lo que apareció me desconcertó, no lo esperaba, pero parecía que no había sorprendido a Martín, era como si lo esperara. Daban la noticia del asesinato de Víctor Leroux. La entrevista al comisario López, no se salía de los cauces reglamentarios, las palabras de él eran las lógicas en esos casos: que si se estaban poniendo todos los esfuerzos para localizar y llevar ante la justicia a los responsables o responsable de aquel homicidio; que si aún se estaba esperando los resultados definitivos de la autopsia, en fin, el manido discurso de siempre. Pero lo que verdaderamente me sorprendió fueron las declaraciones de un tal Paco, posiblemente era la misma persona con la que habíamos estado hablando por teléfono desde el despacho de María. Lo presentaban en la televisión como dirigente sindical, amigo personal de Leroux y testigo presencial de los hechos. Aseguraba que había sido asesinado por policías, que el gobierno estaba criminalizando los movimientos antiglobalización, que todo aquello no mostraba más que el gobierno daba un giro represivo hacia las capas populares. Aquel discurso era incendiario. Miré a Martín con extrañeza.
—Lo esperaba —sentenció, mientras tomaba el café y colocó en su rostro la expresión de jugador de ajedrez, ese que parece intuir el próximo movimiento, el suyo y el del contrincante.
Pero aquello iba demasiado deprisa, la calle se estaba calentando. La noticia del asesinato de Leroux se había corrido como la pólvora, se preparaba una gran manifestación de protesta, que hasta los militantes de organizaciones de izquierda de lejanos lugares, como mi padre, se estaban preparando para acudir a Madrid en señal de duelo, aquello no tenía visos de acabar bien. López debía de estar demasiado presionado, seguro que le estaban machacando demasiado para que detuviese a los autores antes de veinticuatro horas para calmar los ánimos de partidos de izquierda y sindicatos. Martín sabía lo que pasaría cuando le había dicho a López que se diera prisa, que los ánimos estaban demasiado caldeados, incluso que retrasara el resultado público de la autopsia, si fuera preciso hasta con orden judicial. ¡Maldito Martín!, empezaba a odiar esa capacidad suya para intuir los pasos del ser humano, daba la impresión de que tenía una bola de cristal. Me olvidé de Leroux, de Martín y de ese tal Paco, centré mis ojos en Begoña. Se dio cuenta y con aire de complicidad me dijo:
—Tengo que estar en la facultad a las seis. Si me acompañas, tomamos un café por el camino y así me vas comentando cosas de tu experiencia en ella, además, te tengo que preguntar por ciertos profesores.
Vi el cielo abierto, la iba acompañar. Sería la forma de conocerla mejor.
—Mañana a las ocho, muchacho —otra vez Martín llamándome muchacho, ¿cuándo me empezaría a llamar por mi nombre?, en aquel momento empecé a pensar que continuaría llamándome así hasta que él pensase que me lo había ganado.
—Allí estaré —contesté sin dudar.
Nada más salir a la calle, Begoña se colgó de mi brazo, aquello me gustaba. La sentí cerca de mí, el recuerdo de una niña pequeña en mi mente desapareció de repente. Caminábamos despacio, teníamos tiempo, aún quedaba más de una hora para las seis. Me hablaba de los profesores, de los problemas que estaba viendo, de lo que le estaban mandando estudiar. Todo me interesaba, venía de ella y todo lo de ella me importaba, pero en aquellos momentos mi interés hacia ella sólo era superado por todo el asunto relativo a Leroux. Y, lo que había ocurrido en la casa me había dejado algo turbado.
—No es que me importe —dije despacio— pero… ¿no había algo de tensión entre tu padre y tu madre?
—Te has dado cuenta, ¿eh? Eres muy observador. Siempre hay tensión entre ellos, llevan algunos años así. Cualquier día cada uno caminará por su lado, lo presiento, y, tal vez, sea lo mejor para cada uno.
—Lo siento —dije algo compungido, pues no era eso lo que me interesaba, pero debió de darse cuenta de ello.
—De todas formas —prosiguió—, lo que has presentido se debe a María.
—¿A María? —si hasta ese momento comprendía poco, ahí fue cuando entendí menos.
—Sí, mi madre no soporta a María, son celos —la escuchaba detenidamente, pues eso era totalmente nuevo—. María y mi padre fueron novios —algo había presentido cuando estuvimos en la librería, pero pensé que eran mis suposiciones estúpidas—. Algo debió de ocurrir en el año setenta y seis, aproximadamente, y rompieron. Mi padre dejó la universidad e ingresó en el ejército…
—¿En el ejército? —Aquello sí que era nuevo para mí—. ¿Sabes en que destino? —para un paraca como yo era de vital importancia si la unidad en la que estuvo destinado era una «blandita» o de las «duras», de las que había que tener cojones para estar allí, es lo que ocurre en una institución militarizada, todo se jerarquiza, hasta las unidades, y estas por el nivel de testosterona.
—Ingresó en la Academia General.
—O sea, que tu padre fue oficial del ejército.
—Sí, fue el número uno de su promoción.
—Un sable dorado —dije con cierta envidia.
—¿Tú has estado en el ejército? —me preguntó intrigada ante mi respuesta.
—Sí, en los paracas —dije, orgulloso de mi Brigada, pero no se inmutó—. Y, ¿por qué lo dejó?
—No habla de ello, pero creo que había sido nombrado teniente unos meses antes del golpe de estado del veintitrés de febrero. Se opuso al golpe de estado y lo metieron al calabozo…
—A banderas —corregí.
—¿A dónde?
—A banderas, los oficiales no van a los calabozos, son arrestados a banderas —aseveré desplegando mis conocimientos sobre el tema.
—No entiendo, pero bueno, lo arrestaron. Desde entonces me parece que estaba deseando largarse del ejército, hasta que un día, los mandó a todos a paseo e ingresó en la policía. Volvió a Madrid. Habían pasado casi seis años: María vivía con Leroux; mi padre se había casado y había nacido yo. No sé, pero tengo la sensación de que no se han olvidado el uno del otro.
—Sí, ya lo entiendo —comenzaba a conocer un poco mejor a ese Martín que se me presentaba como una incógnita—. Debieron de ser tiempos difíciles —dije, sin querer decir nada, pero Begoña lo tomó en serio.
—Debieron de ser más difíciles… —repitió mis palabras remarcándolas y prosiguió—. Cuando ellos tenían nuestros años, el mundo era otra cosa —y sin esperarlo, comenzó un análisis social, que no sospechaba yo estuviese en aquella cabecita tan bonita—. Imagínate su mundo con nuestra edad: sin prensa libre; perseguidos por expresar tus opiniones políticas; sin derechos de asociación, reunión o expresión; una vida vigilada y bajo sospecha. Nosotros por lo menos podemos expresarnos como deseemos, podemos criticar la política del gobierno, de la oposición, expresarnos a través de los medios de comunicación, no se persigue a nadie por sus opiniones políticas…
—Y, eso que ellos ya vivieron la época última del franquismo… —añadí para apostillar algo, pues parecía que me iba a dar una clase de historia política.
—Sí, pero en esa época también detenían y hasta fusilaban. El régimen se defendía como podía de las presiones interiores y de las exteriores. Franco estaba a punto de morir, le quedaban apenas unos meses y eso se respiraba, en las fábricas, en las universidades.
—Bueno, tu padre viviría esa época en la universidad, pero el mío la vivió en la mina. Y, por lo que me cuenta, fue detenido varias veces por estar organizando las Comisiones Obreras.
—Pero, no te engañes, por lo que sé, en la universidad no debió de ser más fácil. También hubo detenciones y expulsiones para toda la vida de las facultades, el régimen se defendía cómo podía de todo eso y aunque no eran los tiempos de la posguerra, no dio mucha tregua a los movimientos que se le oponían.
—Es posible que tengas razón. Mi padre me contó que a mediados de los setenta, estando mi madre embarazada de mí, le detuvieron por repartir propaganda sindical que se consideraba prohibida y peligrosa. Le tuvieron unos días en los calabozos del ayuntamiento de Ponferrada y le impusieron una multa que si no la pagaba tenía que ir quince días a la prisión de León. No la pagó, no había dinero en casa, lo ingresaron quince días por tirar en las taquillas de los vestuarios de la mina publicidad, que hoy si la viéramos en nuestros buzones no le daríamos ninguna importancia.
—Fueron otros tiempos. Salvando lo duros que debieron de ser, yo a veces les envidio…
—¿Qué les envidias?
—Bueno, sí —dijo como introducción a lo que vendría a continuación—. Me refiero a que cuando hablas con ellos se les iluminan los ojos. Es como si en aquella época tuvieran contra quien luchar. En realidad no sabrían hacia dónde ir, pero sí tenían claro hacia dónde no deberían caminar. Es increíble cómo a nuestra edad, tenían una preparación política y una conciencia social difícilmente igualable hoy en día. Hoy es difícil encontrar gente de su edad tan preparada.
—Ya…
—Bueno, nos tocó la época del pensamiento débil.
—Es verdad, es como si hoy sólo preocupase el instante, el momento. Lo demás, el futuro, el pasado, importan poco.
—El gran relato murió —lo dijo sin mirar para mí, como si hubiese estado deseando decirlo hacía tiempo a alguien y hubiese encontrado el momento para ello.
—¿A qué te refieres con eso? —sé que tendría algún significado para ella, pero para mí aquello del gran relato carecía de sentido.
—Me refiero a que si buscas en la vida de nuestros padres, de nuestros abuelos. Y, no sólo de los nuestros, también en la vida de los padres y abuelos de nuestros amigos, encontramos lo mismo: Una vida enfocada al futuro, a generar una historia que un día pudiera ser contada a las generaciones venideras con orgullo. A eso me refiero como el gran relato.
—Ya te entiendo. Y, hoy ya no queremos escribir ese gran relato de nuestra vida pues sabemos que aquellos que fueron capaces de escribirlo sufrieron cada una de sus letras. Hoy sólo queremos disfrutar el día a día sin importarnos que al final de nuestras vidas lo vivido no sirva ni para escribir una línea.
—Así es —estábamos conectando, estábamos conversando de temas que yo ni siquiera me había preocupado por ellos, aunque la conversación, verdaderamente, la estuviese dirigiendo ella—. Y, es más, un gran porcentaje de las depresiones actuales se basan en que mucha gente llega a un momento de su vida, miran hacia atrás y se dan cuenta de que su vida no da ni para un capítulo de telenovela, pero no hicieron nada para cambiarlo. Esa es su contradicción: lloran porque su vida no da ni para un relato corto, pero nunca hicieron nada para escribirlo.
Aquella muchacha comenzó a gustarme aún más. No sólo era preciosa, sino que era capaz de articular en su mente y en su discurso tantas palabras y razonamientos que me embrujaban. Un año en la Brigada Paracaidista me había alejado de todo aquello, de las palabras, de los razonamientos y, sobre todo, de las mujeres inteligentes. Allí sólo nos preocupábamos de las curvas, no de las neuronas.
Había pasado casi una hora y no me había enterado. El tiempo pasaba como si fuese ajeno a nosotros. Hablábamos y hablábamos. Caminábamos hacia la Facultad de Periodismo, ella seguía agarrada a mi brazo, aquello me encantaba. Vi rostros conocidos de compañeros que estudiaron los dos primeros años conmigo, deberían de estar en cuarto o quinto, pensé. No me habían reconocido, pues dejé atrás mis cabellos largos, mi ropa despreocupada, mi incipiente barba y lo cambié todo. No me presenté, no tenía deseos de explayarme en explicaciones demasiado extensas, que al final no servirían para nada. No deseaba volver a narrar mi vida a nadie.
Aún era pronto para que Begoña acudiera a su clase por eso nos fuimos a la cafetería de la facultad a tomar un café. Nos habíamos sentado en una de las mesas apartadas de la cafetería cuando, sin darme cuenta, empecé a vulnerar mi secreto profesional. Comencé a hablarle de Leroux, de su asesinato, del comisario López, de su padre y de la misteriosa Brigada K.
—O sea, que tienes anotados todos los periódicos en los que aparecen esas muertes —me interrumpió la exposición de todo lo que me había ocurrido en la mañana.
—Sí, aquí los tengo anotados —y extraje del bolsillo de mi americana la agenda de bolsillo donde había tomado nota deprisa de los datos de aquellos recortes de periódico.
—Déjamelos ver —dijo mientras me cogía la agenda sin que me diese tiempo a explicarle lo que había anotado en ella—. Ésta debe de ser la fecha, éste el periódico que dio la noticia y, ésta, ¿qué es, la página dónde apareció?
—Así es —aseveré desconcertado por la rapidez con la que había detectado mis rápidas anotaciones.
—Me quedo con la agenda —no me lo pedía, me lo afirmaba.
—Pero… —dije con turbación. No me dejó continuar.
—Tengo a mi disposición la mejor hemeroteca de este país, a sólo unos metros de donde estamos. Déjame que rescate estos recortes y busque alguno más que esté relacionado.
—Pero, es que… —mi turbación continuaba en aumento y me desconcertaba su ofrecimiento, creo que en ese momento se dio cuenta.
—Este tema de la Brigada K me ha intrigado, me puede servir para un trabajo de investigación para la facultad y al mismo tiempo a lo mejor arroja un poco de luz sobre el asunto del asesinato de Leroux.
—De acuerdo —dije desorientado—, pero te ruego que no le digas nada a tu padre, se podría molestar conmigo.
—Estate tranquilo —me dijo mientras me lanzaba una de esas miradas que podían destruir la resistencia de cualquiera.
—Con una condición —le dije sin darme cuenta que era lo único que se me ocurría—, me tienes informado de todo lo que descubras.
—Mañana me vienes a buscar a la facultad a las ocho y media y te cuento lo que tenga sobre este asunto de la Brigada K.
—De acuerdo.
Con una sonrisa maliciosa cerró el pacto y sus dos besos en mis mejillas le sirvieron de despedida a la puerta de su aula. Desde aquel momento la imagen de aquella muchacha me perseguiría hasta en mis sueños, pero eso es otra historia que ya les contaré otro día.
No tenía que volver hasta mañana al trabajo y sólo eran las seis y cinco. Pensaba en todo lo que había ocurrido en ese día, lo que se había desplegado ante mí en menos de doce horas. El asesinato de Leroux que en aquel momento tenía claro que empezaba a rasgar algo de las vidas de los que me rodeaban: en mi padre; en María; en López; en la familia de Martín; en la mía; en Begoña; en mí. Seguí caminado, esperando, dejando que el tiempo se esfumara. Tenía que llamar a mi casa, tenía que hablar con mi padre para que me contase todo lo que supiese de Leroux. Mi madre me había dicho que estaba preparando un viaje de varios afiliados a Madrid en señal de protesta. Empezaba a ocultarse el sol, necesitaba urgentemente una cabina, la encontré, e inmediatamente llamé a mis padres.
—Dígame —mi madre al otro lado del teléfono.
—Soy Héctor —dejé mi nombre en el aire, esperando que se acordase de que le había dicho que iba a llamar para hablar con mi padre.
—¡Ah!, hijo —había cierto desasosiego en su voz—. Tu padre marchó hace un rato. No volverá. Sale esta noche en el expreso para Madrid.
—¿Sabes a qué hora llegará?
—Creo que sobre las seis de la mañana, seis y media.
Lo demás careció de importancia. El viejo ya se me había escapado, tenía que ir mañana a esperarle a la estación de Chamartín a las seis, si quería saber algo más de todo lo relacionado con Leroux. No era tarde, continué paseando por las calles de Madrid. La noche se había apoderado de la Gran Vía, el neón, creo que entonces era azul, o así lo recuerdo, inundaba la noche, la calle. Debió de ser mi inconsciente, o el consciente, o vaya usted a saber lo que me llevó sin querer a la librería de María. Cuando miré alrededor estaba en la calle Libreros y al fondo me pareció ver a dos personas discutiendo. Dirán ustedes que a mí qué me importaba si estaban discutiendo. Tienen razón, pero me acerqué porque me pareció que una de ellas era María y la otra el tal Paco, el que había salido por la televisión lanzando aquellas proclamas y acusando a la policía del asesinato de Leroux.
Estaban discutiendo, no sabía la razón, pero sentí una fuerza irrefrenable de enterarme de qué iba todo aquello. María me conocía, no podía permitirme el lujo de que se diera cuenta que estaba por allí. Sabía que con ropa de calle los policías uniformados cambiamos mucho y que María me había visto de uniforme en una sola ocasión pero no podía arriesgarme a que me reconociera. Subí el cuello de la cazadora, me despeiné, me coloqué las gafas que utilizaba para el ordenador y busqué en el bolsillo un papel, algo que me permitiera disimular como que lo estaba leyendo, por fin lo encontré, era mi toma de posesión como funcionario en prácticas, lo desplegué y de esa guisa pasé por detrás de ellos, con los oídos prestos a grabar todo lo que oyera.