CAPÍTULO 5
Piezas del rompecabezas
Al llegar a jefatura me esperaba una sorpresa. Encima de la mesa del cabo Castro se encontraban un ingente volumen de documentos. Eran los que Martín había pedido a Alonso. Las cintas de vídeo de las cámaras de trafico del turno de noche por las vías por las que posiblemente pudo pasar un vehículo en dirección al lugar donde se encontró el cadáver, la grabación de la escena del crimen o por lo menos las imágenes de la primera inspección ocular de toda la zona donde se descubrió el cuerpo de Leroux y, en un extremo de la mesa, un volumen de hojas en las que se reflejaban todas las incidencias de la noche recogidas o atendidas por todos los turnos de la policía de todos los distritos. Tenía la sensación de que lo que había que hacer era revisar todo aquel material y me entraron convulsiones. Pero Martín no le dio importancia a todo aquello, se sentó en la mesa del despacho y efectuó una llamada a López, al comisario Miguel López.
—López, soy Martín, estuve con la viuda, ya lo sabe todo. Pero me enteré de algo que te puede servir. Ayer, Leroux estuvo en la manifestación ilegal que se celebró en la puerta del Sol. Hay testigos que aseguran que dos policías de las unidades antidisturbios le persiguieron desde Sol al Teatro Real. Es posible que se acuse a la policía de su muerte. Tengo la sensación de que tienes de plazo hasta su entierro para averiguar quién fue, pues se va a armar una bronca curiosa en las calles y os van a cargar la culpa. No me extrañaría que el asunto ya estuviese en los medios de comunicación.
Se impuso el silencio, López debió preguntarle cómo se había enterado de aquello, pero Martín no revelaría las fuentes de información ni bajo tortura.
—Bástate saber que lo sé —le espetó.
Pero Martín no era de los que daba información sin recibir nada a cambio por eso cerró la conversación con López con una pregunta que escondía todo un proceso de selección a nuestro trabajo.
—Al final, ¿el forense ha determinado la hora de la muerte?
No debía de haber llegado a ninguna conclusión pues Martín se limitó repetir cada palabra que le decía mientras las iba anotando en una libreta.
—O sea, que aproximadamente lo sitúa sobre las 6, sin precisar, a falta de la autopsia. ¡Ah!, que los primeros golpes mortales los debió de recibir una hora antes. Ya te entiendo. Que todo su cuerpo estaba lleno de golpes de varias horas antes, sin que fueran mortales, ya entiendo. Gracias López, haz caso de lo que le digo, esto hay que resolverlo antes del entierro. Si fuese posible te aconsejaría que se retrasase el entierro, hasta por orden judicial, si fuese preciso. Permitiría ganar tiempo para la resolución de todo y apaciguaría un poco los ánimos.
Colgó el teléfono y le miré la cara. Quería encontrar un rasgo que me indicara si era de satisfacción o decepción, pero no encontré nada de nada; seguía teniendo esa expresión que era un punto de encuentro entre el jugador de póquer, el de ajedrez y el que disfruta con los puzzles. En aquel momento me desconcertó que la información a López no se la hubiese dado completa, pues no le había mencionado nada de la Brigada K, era como si le empezase a ocultar datos o como si sólo le fuera dando los que considerase importantes en cada momento. Se levantó y miró alrededor aquel volumen de cintas de vídeo y papeles. Recogió la cinta de la grabación del lugar donde encontraron a Leroux y la introdujo en el vídeo que le habían subido. Mientras la cinta se rebobinaba se dirigió al cabo Castro, diciéndole:
—Castro… —no le dio tiempo a terminar y aquel agente acostumbrado a una obediencia que rayaba lo grotesco le interrumpió.
—A la orden jefe —no entendía por qué le decía aquello, sería más correcto esperar a que hubiese terminado de decirle lo que quería, pero, en fin, aquel hombre era un personaje muy especial.
—Castro, mande subir otro vídeo para visualizar las cintas de tráfico. Después vaya revisando las hojas de incidencias y telefonemas y me separa las que considere usted que pueden tener alguna relación con la manifestación que se celebró ayer en la Puerta del Sol y con la zona en la que se encontró el cadáver. Usted —otra vez me volvía a tratar de usted, no sabía a que atenerme con él, a veces me tuteaba, otras me llamaba muchacho y otras de usted, me estaba desconcertando—, se coge todas las cintas de vídeo y las revisa. Elimine las calles que no dan a la zona en que encontramos el cuerpo, sólo visualice las que el paso es obligatorio para llegar allí. De noche no habrá mucho tráfico, así que desde las dos o tres de la mañana, hasta las cinco, anote todas las matriculas y modelos de coche que pasen por esa zona. Cuando termine, pase los datos por informática y anote los titulares de esos vehículos, a un lado. Póngase a ello en cuanto le suban el vídeo.
—Si me lo permite jefe —encontré la oportunidad para escaparme un rato y poder llamar a casa de mis padres—, no he desayunado en toda la mañana y son más de las doce, si me lo permite hasta que me suban el vídeo voy a tomar un café.
—De acuerdo, vaya usted. Tardarán un cuarto de hora en traérselo. Puede ir.
Indirectamente, me estaba diciendo que podía ir, pero no más de un cuarto de hora. Era curioso observar la forma que tenía de ordenar sin mandar. Salí deprisa en busca de una cafetería, me importaba poco tomar café, sólo quería hablar con mi padre, que me explicase quién era ese Leroux. Las dos cafeterías de al lado estaban llenas de policías tomando un bocadillo. Busqué otra más alejada en la que no hubiese ninguno. La encontré, un poco distante, pues sólo tenía un cuarto de hora para realizar la llamada y volver. Miré el bolsillo y conté las monedas que tenía, suficientes para hablar un buen rato.
—Dígame —era mi madre al otro lado del teléfono.
—Soy Héctor —mi tono era tajante y rápido quería ir pronto al grano.
—Hola hijo, qué tal va todo, qué tal estás —me espetó sin darme tiempo a reaccionar, así era ella, así son las madres.
—Bien, todo va bien. No te preocupes por mí que me va bien. Llamaba para preguntar por papá, quería preguntarle algo.
—No está. Ha marchado a alquilar autobuses. Al parecer la policía en Madrid mató a un militante del sindicato y van a realizar una marcha de protesta hasta allí —me dejó helado, ¿cómo había llegado ya el asunto a su conocimiento? En fin, dejé de preguntármelo, me había olvidado de que existía el teléfono, el fax y toda esta parafernalia moderna de comunicaciones. Martín había adivinado lo que sucedería, una gran protesta social se empezaba a fraguar. Todo aquello me estaba sobrepasando.
—En realidad no se sabe si fue la policía —dije tajante—. Llamaba para una duda que está relacionada con ese tema. El muerto es un tal Leroux, Víctor Leroux, y yo me acuerdo de verle por casa hace años. ¿Te acuerdas quién era?
—Sí. Era un miembro de la dirección del partido al final de la dictadura y siguió siéndolo durante la transición. Llevaba en el partido la responsabilidad sindical, por eso subía hasta Ponferrada de vez en cuando y se alojaba en casa. Ya sabes, en aquella época nos ayudábamos entre todos, no había mucho dinero para hoteles, por eso se quedaba en casa.
—Y, ¿qué relación tenía papá con él?
—Mucha, tu padre era el dirigente del partido en la provincia, en aquella época, y era al mismo tiempo el responsable sindical, eso les unió mucho.
—¿De qué partido me hablas? —no entendía nada, nunca había oído hablar a mi padre de que hubiese militado en algún partido político.
—De la Liga… —no la dejé terminar.
—¿De la qué? —qué leches era aquello de la Liga, cada vez entendía menos, creí que se refería al PSOE o a IU.
—Es una historia un poco larga, mejor que te la explique tu padre, yo sólo la conozco de pasada, él fue el que militaba en ella. Llama por la noche a la hora de la cena, ya estará aquí —mi madre me quería quitar de en medio, la conocía muy bien, ella conocía más de lo que decía, estaba seguro de ello, pero no insistí, mejor llamaba por la noche.
—Dile a papá que le llamo por la tarde. Y para ti un beso.
—Otro para ti hijo, cuídate —miré el reloj y colgué.
Me acababa de enterar que existió un partido político en la clandestinidad y en la transición que se llamaba la Liga. En el cual debió de militar mi padre y Leroux, por eso se conocían. Pero seguía sin ver la relación con Martín. Esperaba que mi padre me sacase de esa duda por la tarde. Seguía masticando mis dudas y mis preguntas cuando me percaté que no me daba tiempo ni a tomar el café, se había pasado el cuarto de hora y me estarían esperando para revisar esas cintas de vídeo.
Cuando llegué, Martín no estaba, sólo se encontraba el cabo Castro, revisando hoja por hoja, línea por línea, los partes de servicio y los telefonemas de aquella noche. Allí me esperaba un vídeo y tenía que ir seleccionando las cintas de tráfico.
—¿No está el jefe? —le pregunté al cabo Castro.
—No. Estaba viendo la grabación del lugar donde se encontró el cadáver y algo le debió de llamar la atención, pues extrajo la cinta y marchó como si lo llevasen los demonios —qué sería lo que había visto que le había llamado la atención, en fin, para ser mi primer día de prácticas todo se me estaba enredando demasiado.
Comencé a seleccionar las cintas de vídeo que correspondían a las dos calles que daban acceso y salida en aquella zona. Empecé a visualizarlas desde las dos de la mañana.
Tenía razón Martín, no pasaban casi coches. Eso me permitía pasar la cinta hasta que llegase alguno. Si eso seguía así, estaba seguro que iba a terminar pronto. Pocos coches, uno cada veinte minutos, aproximadamente. Iba anotando la hora, la matrícula y el modelo de cada vehículo que pasaba. Me pareció que me había dicho hasta las cinco aproximadamente. Bien, eran treinta coches y cuando los tuve emprendí la tarea de pasarlos por el departamento de informática para localizar los titulares.
—Ya acabé —le dije al cabo Castro, orgulloso de haber terminado en una sola hora.
—Yo todavía tengo para un rato —me dijo resignado.
Fui al departamento de informática con los datos y los extraje todos. No encontraba nada anormal en el listado. Pasé los titulares por la base de datos de antecedentes penales, eso no me lo había pedido Martín, pero tenía claro que él lo acabaría haciendo tarde o temprano. Nada anormal. En fin, me limitaría a pasar esos datos a Martín, él sabría que hacer con ellos. Me senté a esperarle y contemplar como Castro se sacaba los ojos buscando algo en aquel montón de datos y horas.
—¿Quiere que le ayude? —dije cortésmente, pues me sentía incomodo mirándole.
—Se lo agradezco. Coja ese montón de ahí, le resultará más fácil de revisar.
Así lo hice. El trabajo era monótono. Revisar todas las llamadas, una por una, del turno de noche, en fin, le eché paciencia, confiaba en Martín y que aquello diese resultado. Recuerdo que el tiempo pasaba lentamente y en ese acercamiento a Castro me atreví a preguntarle:
—¿Qué tal es el jefe? —después de decirlo me maldije a mí mismo, ¿qué me iba a responder?, ¿acaso, iba a contarme la verdad?
—Es el mejor jefe que ha tenido este distrito —eso era lo que me imaginé que me iba a responder, no sé ni para qué había realizado esa pregunta.
—O sea, que es bueno.
—¿Bueno? La experiencia de mi vida profesional me dice que los policías valoran a los jefes por si son buenos o malos y al final se basan en si a ellos les va bien o mal. Por eso el jefe Martín no es bueno ni es malo, es justo. Es la cualidad que mejor define a los buenos jefes —me estaba dando una lección sin que me diese cuenta.
—Y, este Leroux, ¿exactamente quién era? —me lancé a preguntarle.
—Un intelectual —me respondió secamente.
—¿Un intelectual? —era la primera vez que oía eso, hasta ese momento todo el mundo lo había definido como un militante de un partido político extraparlamentario o como un activista en los movimientos antiglobalización.
—Sí, tiene varios libros publicados sobre política, sociología y filosofía —en ese momento me sentí un ignorante y maldije haber abandonado la facultad, al fin y al cabo en la Brigada Paracaidistas no se conocían, ni se leían, a los intelectuales, sólo se hablaba de la cantidad de testosterona que teníamos, a veces pensaba que éramos cultivadores de la misma.
No seguí hablando, me sentía avergonzado. Continué revisando aquellos listados interminables, sin resultado. Eran casi las tres, hora de salir, y Martín no había aparecido. Castro había terminado y debió de encontrar algo que subrayó y se lo puso encima de la mesa a Martín, para que lo viera. Yo en mis listados no encontré nada que pudiera ser relevante para el caso.
Me senté esperando que llegase Martín. Castro se ausentó a quitarse el uniforme y me quedé solo en el despacho. Allí estaba, en una esquina de la mesa, como olvidado, el archivador de Leroux con recortes de prensa sobre ese siniestro asunto de la Brigada K. Era superior a mis fuerzas tener aquello allí y no ojearlo. Estaba solo, nadie me veía y me atreví a husmear en él. Eran sólo recortes de periódicos de hacía escasamente un año. Todos se hacían eco de la noticia de la muerte de ciertas personas en accidentes y, como había dicho María, también había un suicidio. En total eran las crónicas de cinco muertes en todos los medios de comunicación. No tenía tiempo de leerlas todas, Martín podía aparecer en cualquier momento, pero yo estaba intrigado con su contenido y no podía marcharme sin tener algo más, por eso anoté deprisa en mi agenda las fechas, las páginas y los nombres de los periódicos en los que aparecían aquellas noticias. Con un poco de tiempo, pensé, podría rescatar esos recortes en una hemeroteca. Tenía interés en ese asunto de la Brigada K, y posiblemente el asesinato de Leroux estuviese relacionado con aquella siniestra organización policial de la dictadura. Eran casi las tres y media y ya tenía todo anotado en mi agenda, cuando hizo su aparición Martín.
—¿Qué tal todo?
—Localicé treinta coches —dije orgulloso—. Al lado tiene a sus titulares y además los pasé todos por los archivos de penales, creo que no hay nada raro. El cabo Castro le dejó ahí sus partes de incidencias y de telefonemas, le debió de subrayar lo que le parecía más interesante.
—Bien, de acuerdo —daba la impresión de que no le interesaba nada lo que le estaba diciendo.
Pasaban treinta minutos de la hora de ir a comer; era pues, hora de abandonar la jefatura. Martín me miró y en un tono desconocido para mí hasta entonces me propuso:
—Si deseas, puedes venir a casa a comer. Mi mujer hace que no te ve desde que tenías ocho años, se alegrará de verte. Mi hija Begoña estoy seguro que también se alegrará de verte, ella tenía tres años cuando te conoció y acaba de empezar periodismo, le gustará preguntarte sobre la facultad.
Me desconcertó aquel ofrecimiento, no se había mostrado tan amable hasta ese momento. Acepté, quería saber algo más de todo ese asunto y él sabía más de lo que aparentaba.
En su coche con destino a su casa me iba preguntando cuestiones sin importancia, sobre qué tal el primer día de trabajo, sobre cuales eran mis planes de futuro, sobre temas que en el fondo estaba seguro le interesaban un comino. De repente le interrumpí, quería retomar el asunto del asesinato, en ese momento era lo que más me preocupaba.
—En realidad, ¿para qué hemos estado recogiendo Castro y yo esos datos? —le pregunté en tono de súplica.
—Buscabais piezas del rompecabezas —una sonrisa se esbozó en su rostro, como si perdonara mi ignorancia.
—¿Piezas del rompecabezas? No entiendo nada.
—Llegar a la verdad en cualquier campo de la investigación y más concretamente en la investigación criminal supone colocar bien las piezas del puzzle para que la verdad o lo más cercano a la misma surja ante nosotros.
—Pero antes de colocar las piezas, tendríamos que tenerlas, ¿no es así? —dije con aire de entender de qué me hablaba, como intentando dialogar con él dentro de mi desconocimiento.
—Efectivamente. Las piezas hay que buscarlas y no todas sirven. Luego, cuando las tengamos, hay que hacerlas hablar. Tenemos que colocarlas de tal manera que nos digan lo que queremos saber.
—Lo que se dice vulgarmente, «que las pruebas hablan por sí solas» —proseguí en ese tono de alumno aventajado.
—No. Ese es un error muy común. Las pruebas no hablan por sí mismas, hay que hacerlas hablar. Es más, cada uno de nosotros interpretará las pruebas según sus creencias, su formación —aquello era demasiado para mí, estaba entrando en un terreno que se me estaba escapando.
—No entiendo —se lo hice saber sin ambages.
—Coge de mi agenda un dibujo que tengo ahí —me incliné hacia el asiento de atrás y extraje de su agenda un dibujo, que parecía más bien una mancha de tinta.
—¿Éste?
—Sí. Míralo detenidamente. ¿Qué ves? Ahí hay una mancha de tinta pero ¿qué te parece que representa?
—Parece… Sí, es el dibujo de una señora mayor con una pañoleta a la cabeza —dije mientras contemplaba aquella mancha de tinta.
—Fíjate bien, si la vuelves a mirar, verás que también representa una chica joven con una flor en el pelo.
—¿Dónde? —miraba aquel dibujo y no encontraba a la chica joven que me decía, sólo aparecía la anciana, me señaló con el dedo la supuesta flor en el pelo y entonces la vi, aquella chica que él decía, surgió del dibujo—. Es verdad, hay también una chica joven —dije desconcertado al ver cómo de un mismo dibujo o mancha surgían dos figuras contrapuestas: si veías una no veías la otra.
—¿Te das cuenta? Eso pasa con la investigación. Las pruebas no dicen siempre lo mismo. Las interpretamos. Y, lo hacemos según nuestras creencias.
—Es curioso ver como de esta mancha de tinta surgen dos figuras distintas, además, si vemos una, no vemos la otra —estaba entusiasmado mirando aquella figura.
—No es nada nuevo muchacho —otra vez me llamaba muchacho, me sacaba de quicio—. Toda una corriente psicológica, la escuela de la Gestalt, ha estudiado ese asunto. En la filosofía de la ciencia lo llaman la «carga teórica». Cuando vemos algo, no es objetivo, para cada uno de nosotros significará una cuestión, ya que desplegamos sobre ello todo nuestro arsenal teórico, nuestras creencias. En la investigación criminal significa que aunque tengamos todas las pruebas sobre un homicidio y parezca claro las causas e incluso el autor, es posible que otro investigador tenga otra visión de todo ese arsenal de pruebas.
—Y, ¿cómo se sabe quién tiene razón? Cuál es el verdadero dibujo que el autor quiso plasmar, ¿la joven o la anciana?
—En la ciencia, como en la democracia, la verdad se asume por mayoría, la visión que más compartan los científicos. La verdad no es más que el punto de vista hegemónico. Si la mayoría creyese que el autor del dibujo quiso pintar una chica joven, se dirá que ahí hay el dibujo de una muchacha y al contrario. En la investigación criminal, aquella que considere más próxima a la verdad, más creíble o verosímil el tribunal, el juez.
—Ya entiendo —lo decía sin mucha convicción, tenía que reflexionar un poco más sobre lo que me estaba diciendo, ¿la verdad, el punto de vista hegemónico?, qué querría decir con aquello.
—Es más —proseguía hablándome y explicándome todo aquello como si estuviese dando una conferencia sobre la teoría del conocimiento—, nuestras creencias no sólo actúan después de recoger las pruebas interpretándolas, también actúan «a priori», según ellas cada uno de nosotros las buscará de diferente forma.
—¿Cómo es eso? —Aquello comenzaba a intrigarme.
—Nuestras creencias, influyen a la hora de buscar las pruebas. A lo mejor llegamos al mismo punto de destino, pero cada uno de nosotros buscaremos las pruebas de diferente forma y, es más, algunas ni las buscaremos, otras las rechazaremos aunque para otros las consideren prioritarias.
—Entonces, esta mañana, cuando yo buscaba ese asunto de las matrículas, ¿otro policía las podría buscar de otra forma?
—No te confundas, buscar las matrículas lo haría todo el mundo igual, con más o menos entusiasmo. Tú no buscabas pruebas, es más, ni siquiera sabes porqué buscabas esas matrículas, ni Castro sabía para qué buscaba incidencias. La investigación la dirijo yo, yo soy el que busca las pruebas, vosotros lo hacéis según mi criterio.
—Pero —estaba molesto con aquella contestación, quería mostrarle mi indignación por sentirme ofendido—, pero la investigación, ¿no la dirige López? —estaba seguro de que le había tocado, era mi venganza por sentirme utilizado, pero su respuesta sólo hizo que me aumentara la indignación.
—Eso es lo que tengo que seguir manteniendo, que él crea que la dirige.
Se hizo el silencio en el coche. Nunca creí sentirme tan utilizado ni ver una mente tan manipuladora, pero Martín fue capaz de conseguirlo.