CAPÍTULO 3

El cadáver

Llegamos a la parte de atrás de la Facultad de Estadística y observé que estaban aparcados dos coches del Cuerpo Nacional de Policía. Todo me hacía sospechar que eran los miembros de la policía científica o de la judicial. Me sacó de mis dudas el oficial Alonso cuando dirigiéndose a Martín le comentó:

—Ya llegaron, pero no veo al juez, ni al forense. El comisario López está en la zona vallada y por la mirada que nos ha dirigido no debe de estar muy contento.

—¡Qué se vaya a paseo! —espetó Martín—. Mira a ver si nuestra gente grabó el vídeo. Si López se dio cuenta de que estaban grabando estará cabreado y me pedirá la cinta, así que les dices que preparen una copia rápidamente. Tú, muchacho —me estaba molestando que no me llamara por mi nombre, pero no estaba en condiciones de presentar mis protestas—, acompáñame.

Atravesamos la zona encintada, en ella se encontraba el comisario López. Un personaje curioso, pensé en aquel momento. Sus ojeras cubrían prácticamente su cara, tal vez una mala noche, tal vez una mala vida. Dos días sin afeitar, eso fue lo que le calculé. No intentaba ocultar su calvicie, todo lo contrario, parecía orgulloso de ella, pues el poco pelo que se le adivinaba lo rasuraba al cero. Su americana estaba arrugada, sus pantalones hacía años que habían perdido la raya y sus zapatos se olvidaron del betún, si es que alguna vez lo conocieron. No llevaba anillo. Por su aspecto y sin anillo, estaría soltero, separado, divorciado o viudo, pensaba entonces, más tarde me enteré que mis suposiciones eran falsas, como casi siempre, no daba ni una en el clavo. Era un padre de familia con cinco hijos, con cinco problemas que le rayaban la cabeza, la vida. Pero eso es otra historia. Aquel día estaba verdaderamente enfadado con Martín, por eso, cuando nos acercamos a él, le dirigió una mirada asesina mientras le espetaba:

—Martín, esta vez, ¡no me toques los cojones! Has mandado grabar la zona. Quiero la cinta inmediatamente. Y acostúmbrate a limitarte a tus competencias y dejar a los demás las suyas. Lo tuyo es el tráfico y la seguridad ciudadana. La investigación de homicidios es mía, ¿te enteras?

Martín no le hizo ni caso y se dirigió al cadáver que estaba tapado con una manta e hincando una rodilla en la tierra destapó un poco el cuerpo, suficiente para verle la cara. En ese momento quedé paralizado, sin posibilidad de articular ni una sílaba. Vi aquel rostro desfigurado con su parte izquierda destrozada y su zona craneal hundida, pero no me era ajeno. Aquella tez enjuta, con su pelo rizado, algo canoso, y su mentón afilado enmascarado bajo una perilla muy cuidada, me era familiar, había cambiado poco, a ese Leroux, yo le conocía. Había estado hacía años en casa, había comido y dormido en la casa de mis padres, era un amigo o un conocido de mi padre. Martín seguía con una rodilla hincada ante el cadáver y se cubría la cara con una mano, posiblemente ocultando alguna lágrima. Al verle así, López se dirigió a él y lo levantó para darle un abrazo, que Martín le devolvió. En aquel momento tuve la impresión de que aquellos dos no se llevaban tan mal, que eran como dos hermanos, siempre peleándose, pero siempre juntos.

—Te hago llegar la cinta en cuanto la revelen —le dijo Martín mientras secaba una lágrima, pero sin poder ocultar sus ojos llorosos.

—De acuerdo Martín —el tono de López era más conciliador—. Ya sé que Leroux era amigo tuyo, pero esta vez déjame hacer mi trabajo, te aseguro que detendré al asesino y te tendré informado de los pasos que vaya dando. Sé que muchas veces me has ayudado a resolver crímenes y que luego me he llevado toda la fama, pero esta vez es diferente. Leroux era amigo tuyo y la pasión, la rabia, no te dejará razonar bien y cometerás errores.

—Está bien, Miguel —López se llamaba Miguel, no sé por qué en aquel momento pensé que era un nombre que no le encajaba para nada—, el caso es tuyo, eso me queda claro.

Martín comenzó a pasear despacio, en silencio, por la zona vallada mirando el suelo con detenimiento, yo me preguntaba qué estaría buscando. Su expresión de tristeza y desazón fue dando paso a otra de turbación. Se agachaba, tocaba la hierba, miraba alrededor, yo le esperaba sin saber qué estaba haciendo. En esto, se alejó unos cuantos metros de la zona encintada y le volví a ver arrodillarse para tocar y observar de cerca la hierba. El comisario López le miraba perplejo, pero no hablaba. Era como si Martín hubiese presentido algo en todo aquello que nadie más había visto. Le vi acercarse a López y decirle algo al oído como si fuese un ruego:

—¿Te has percatado de que no hay sangre alrededor del cadáver?

—Ya me di cuenta nada más llegar —respondió López seguro de sí mismo, como si el descubrimiento de Martín no le pillaba de sorpresa.

—¿Qué opinas de todo esto?

—Lo más lógico —López iniciaba la conversación en un tono solemne, de profesor universitario, como impartiendo una lección—, es pensar que Leroux estaba muerto cuando lo dejaron aquí, eso explicaría la falta de sangre. Debieron de bajarlo desde un vehículo en la zona asfaltada, más o menos allí —y señaló una parte de la calzada que era la más próxima a donde estaba el cadáver—, y lo debieron traer hasta aquí arrastrándolo. Fíjate en la hierba cómo está aplastada desde esa parte de la calzada hasta aquí —y le señalaba una especie de rastro en la hierba, que se distinguía levemente por ciertas zonas de hojas rotas o dobladas respecto a las demás.

—Tal vez tengas razón Miguel —prosiguió Martín como dándole un premio moral a su razonamiento—. Pero deberíamos mandar vallar aquella zona —y le señaló unos matorrales que se encontraban fuera de la zona encintada a unos quince metros de dónde estaba el cuerpo de Leroux.

—¿Por qué? —preguntó López dirigiendo una mirada de extrañeza a Martín.

—En aquella zona hay sangre, varias manchas pequeñas, a lo mejor tienen algo que ver con todo esto o pueden ser de Leroux.

—¿Dónde?

—Acompáñame.

Ambos se alejaron unos cuantos metros fuera de la zona vallada y Martín le indicó el lugar dónde había visto las manchas de sangre. López se agachó para observarlas mejor y desde esa posición extrajo su emisora portátil y debió de dar órdenes a los agentes uniformados que estaban allí destinados pues se les vio dirigirse al maletero del coche y extraer un rollo de cinta con la inscripción «Policía - No pasar». Y, comenzaron a ensanchar la zona vallada englobando en la misma la parte donde Martín aseguró que estaban las manchas de sangre. Martín indicó con un gesto al oficial Alonso que los agentes de la policía local ayudasen a los del Cuerpo Nacional a vallar la zona nueva e ir separando a los pocos curiosos que a esas horas se agrupaban alrededor de los coches patrullas y del cuerpo tendido de Leroux.

—Miguel —Martín le volvió a susurrar al comisario López—, si te parece mando grabar esta nueva zona, al fin y al cabo tengo que entregarte la cinta.

—Me parece bien —esta vez el comisario López se mostraba más complaciente, como una especie de compensación a Martín por las lágrimas vertidas o por el descubrimiento de esas manchas de sangre—. Pero no te olvides de darme la cinta, me has prometido dejarme todo esto a mí.

—De acuerdo Miguel.

Con un gesto Martín indicó a los agentes del equipo de atestados que grabasen la nueva zona, esta vez sin la clandestinidad que les había impuesto la presencia de los miembros de la policía judicial.

Un nuevo vehículo hizo su aparición en aquel lugar. De él descendieron tres personas, el juez de guardia, el forense y la secretaria del juzgado. El más pequeño con estampa de niño empollón y con un traje inmaculado al que acompañaban unos zapatos que brillaban en aquel barrizal, era el juez, en eso tenía pocas dudas. Su baja estatura intentaba disimularla un poco, con unos zapatos de alzas clandestinas y un porte arrogante, simulando la llegada del patrón a la plantación de algodón. El alto era el forense, desgreñado, sin que su estética le importase lo más mínimo, había visto tantos muertos en su carrera profesional que parecía haber llegado a un punto en la vida en el que comprendía que cualquier tipo de seda que cubriera a una mona no la transformaría en otra cosa. La mujer con el bloc de notas era la secretaría del juzgado, ropa clásica en una mujer clásica, que colocándose las gafas que colgaban de su cuello por aquel cordel de color ocre abrió el bloc para tomar notas que sirviesen de eje al acta que tendría que levantar de todo aquello.

El comisario López se dirigió a ellos para darles las novedades pertinentes de todo lo ocurrido. Martín quedó rezagado como si la visita de los tres le resultase irrelevante y se dirigió de nuevo al cuerpo de Leroux. El forense fue el primero que se acercó al lugar en el que yacía el cadáver, se arrodilló y lo destapó. Martín permanecía a su lado sin pronunciar palabra.

—Vamos a ver que tenemos aquí —repetía el forense como si hablase con otra persona, pero simplemente hablaba en voz alta para que la rezagada secretaria le oyese y pudiera tomar notas—. No tenemos sangre alrededor, luego lo mataron en otro sitio y lo trajeron hasta aquí —Martín escuchaba aquel monólogo con atención—. Por los moratones, supongo que le habrán golpeado varias veces, pero el golpe fatal debió de ser éste de su parte izquierda en la cabeza, es un golpe mortífero. En fin, debe de llevar muerto unas dos o tres horas por su temperatura —hizo un breve silencio y quitó toda la manta que cubría el cadáver—. Le falta un zapato —giró la cabeza hacia López y en tono más alto le preguntó—. ¿Han encontrado el otro zapato?

—No, no ha aparecido —respondió López mientras dirigía una mirada a sus agentes uniformados para que dieran una batida por el lugar buscando el dichoso zapato. Martín recogió la manta que cubría el cuerpo de Leroux y la sostenía en sus manos de pie ante el forense arrodillado.

El juez repetía las palabras del forense y se las trasladaba a la secretaria que iba anotando en su libreta con jerga jurídica. Cuando el forense terminó la inspección ocular del cuerpo de Leroux se levantó y sacudió sus manos como diciendo que allí no había nada más que hacer. En ese momento Martín extendió de nuevo la manta sobre el cuerpo tendido, como si le molestase ver a Leroux allí inerte, desprotegido, ante la mirada de todo aquel bullicio que se iba formando.

El vehículo que iba a trasladar el cadáver había llegado. Los operarios dirigieron una mirada al forense y éste les indicó que podían llevarse el cuerpo. Mientras lo cargaban, los curiosos se fueron dispersando. El juez seguía dictándole a la secretaría y el forense se dirigió a López.

—¿Lo tienen identificado?

—Si —dijo López dirigiendo una mirada a Martín.

—Era Víctor Leroux —remató Martín, dirigiéndose al forense.

—¿Tenía familia? —el forense continuaba preguntando.

—Tenía mujer —añadió Martín—, pero no tenía hijos.

El forense se alejó de López y Martín dirigiéndose hacia el juez y la secretaria, para repasar las notas que ésta había ido tomando. Martín se aproximó al comisario susurrándole al oído:

—Si no te importa, a la viuda, a María, le doy yo la noticia.

—Por mí de acuerdo —respondió López sin prestarle mucha atención ya que el juez le había llamado, posiblemente para firmar el acta.

Martín se alejó en silencio sin despedirse de nadie, en ese momento pensé que tampoco les había saludado cuando llegaron. Yo iba detrás de él, como su perrito faldero, me empezaba a sentir incómodo. Se dirigió al coche y yo detrás. Antes de entrar en el vehículo se acercó al oficial Alonso y en voz baja le dijo:

—No te olvides de la copia de la grabación de todo este lugar y recoge las cintas de las cámaras de tráfico de todas las vías que den acceso hasta este punto…

—¿Desde qué hora? —le interrumpió Alonso.

—Todo el turno de noche. Añade la lista de todas las intervenciones que nuestra gente en todos los distritos hizo esta noche y todos los telefonemas que se han recibido. Se los entregáis a Castro en sobre cerrado. ¡Ah!, entregarle una cinta a López, para que se calme un poco.

—De acuerdo —dijo Alonso que por su tono seguro aventuré que era un jefe de turno eficaz y por la forma que tenía Martín de dirigirse a él era un hombre de su confianza.

—Nosotros vamos a darle la noticia a María, a la viuda. Tú cógete otro vehículo y vuelve a jefatura a prepararme eso.

—De acuerdo, jefe —le saludó llevando la mano a la gorra y se dirigió a otro vehículo que estaba allí aparcado.

Martín y yo nos introdujimos en el coche que habíamos llevado hasta allí y nada más entrar, le pregunté:

—¿A dónde vamos?

—A la calle Libreros, a la librería Loica.

El silencio se hizo en el interior del coche, quise romperlo, y sin decirle que yo conocía a Leroux, le pregunté:

—¿Quién era ese Leroux?

—Un amigo —me respondió secamente, estaba claro que no deseaba hablar del asunto, así que me callé.

El silencio volvió al interior del vehículo, sólo interrumpido por los comentarios y llamadas de las diferentes patrullas que se oían por la emisora. La segunda vez que se oyó un requerimiento por la emisora, extendió su mano y la apagó. Estaba claro que no quería hablar, ni que le hablasen, sólo quería introducirse en sus pensamientos. Si él no me decía quién era ese Leroux, por la tarde llamaría a mis padres, ellos tenían que saberlo, pues tenía claro que había estado en nuestra casa hacía tiempo. Saqué el vehículo de la parte de atrás de la Facultad de Estadística y lo introduje en el camino asfaltado que enlazaba con la M-30. Atrás quedaba el comisario López hablando con el juez y el forense, por el retrovisor veía a los agentes uniformados dando vueltas por el lugar mirando el suelo, posiblemente estuviesen buscando el zapato perdido. Los curiosos se alejaban. El cuerpo de Leroux ya estaba dentro del vehículo que lo iba a trasladar a las «oficinas» del forense para que le realizasen la autopsia. Dejé de pensar en todo ello y me concentré en la conducción y en el silencio que se respiraba en el interior del vehículo, con Martín encerrado en sí mismo y la emisora del vehículo apagada. Cogí la M-30 y sorteando vehículos me dirigí hacia la salida que me diese acceso a la Gran Vía. Íbamos a dar la noticia a la viuda, suponía que era un tema del que se encargaría Martín, yo desconocía como se le daba la noticia a alguien sobre un familiar que ha muerto, mejor dicho, que han asesinado. Lo más cerca que estuve de ello fue en Bosnia, pero aquello era más burocrático y más solemne al mismo tiempo. Una nota oficial a la familia, un comunicado en la prensa, una medalla póstuma y un entierro solemne con ministros y secretarios de estado, todo para alabar al fallecido y justificar una muerte que no tenía porqué haber ocurrido.