CAPÍTULO 26

Epílogo

—Desaparecer una temporada.

Nos recomendó Manel, el director del periódico. El asunto de la Brigada K fue una carga de profundidad para el Ministerio de Defensa, levantó demasiadas ampollas, destapó demasiados fantasmas dormidos y se extendió como la pólvora por todos los medios de comunicación del país. Todos se pusieron a buscar más datos que reforzaran la versión que habíamos facilitado sobre la siniestra brigada. Pero, lo más curioso de todo, es que los fueron encontrando, algunos tuvieron que bucear en las catacumbas del pasado, otros hasta debajo de las piedras. Testigos de alguna salvajada, participantes, implicados, renegados, familiares que conocían algo de todo aquello… en fin, todos los que alguna vez tuvieron algo que ver con la Brigada K no estaban a salvo, a todos se les empezó a señalar con el dedo. El coronel Alaiz tuvo que dejar Irak por imperativo de sus superiores y el jefe de los servicios secretos renunció a su cargo alegando motivos familiares. Toda la cúpula de los servicios secretos se les fue al traste. En realidad no había pruebas sólidas, irrefutables, contra ellos, pero cuando se ocupa un cargo público, no se necesitan, vale con una sutil insinuación. Y a todos aquellos que de una forma u otra, en alguna ocasión, estuvieron implicados, la vida se les empezó a complicar de una forma que nunca sospecharon.

A Begoña y a mí nos declararon políticamente incorrectos dentro de los mandos del ejército destinados en Irak, por orden del Ministro de Defensa. Dejamos Diwaniya a los dos días, rumbo a Madrid. Pero también tuvimos que abandonar Madrid, los compañeros de los otros medios nos buscaban por doquier, querían nuestras declaraciones. Manel, lo tenía muy claro, nos sugirió que desapareciéramos una temporada hasta que todo se calmase y aprovechásemos ese tiempo para terminar la historia del asesinato de Leroux. Abandonamos la capital y nos dirigimos hasta el pueblo, allí, a nadie se le ocurriría buscarnos, y la calma y el sosiego de nuestra tierra nos permitirían tener la historia terminada para la imprenta.

La Brigada K, quería Manel que se titulase todo el asunto. Nos negamos, aquello era marginal. Lo que habíamos querido desde el primer momento era contar el asesinato de Leroux, y eso era lo que íbamos a contar. La historia estaba prácticamente terminada, sólo necesitábamos rematarla. Por eso me iba todos los días al bar de Chelo, rodeado de los retratos del Che, del subcomandante Marcos, y las amarillentas fotos de Villa y Zapata, bajo el sonido de Paco Ibáñez…

A galopar, a galopar,

hasta echarlos en el mar…

De Joaquín Sabina…

Para mentiras las de la realidad

promete todo pero nada te da…

De Ismael Serrano…

Papá cuéntame otra vez que tras tanta barricada

y tras tanto puño en alto y tanta sangre derramada

al final de la partida no pudisteis hacer nada…

Y, allí iba perdiendo el tiempo repasando la historia del asesinato de Leroux, puliendo sus entresijos y escuchando la televisión y leyendo todos los periódicos al amanecer.

Me había llegado el boletín de Reporteros sin Fronteras, Begoña y yo lo repasábamos con detenimiento: cuarenta y dos reporteros muertos en lo que iba de año, en diferentes conflictos. Allí vi el nombre de Silvio. No había fallecido en Irak, alguien lo asesinó en la frontera de Chad, otro tiro perdido de un francotirador que no supo distinguir los reporteros de las tropas combatientes y, en un lugar perdido de la geografía, Silvio no había tenido otro idiota que saltase sobre él para salvarle la vida. Descansa en paz, compañero.

—Creo que a toda la historia del asesinato de Leroux, le falta un epílogo que explique un poco qué fue de cada una de las personas que aparecen en él.

Así me despachó Begoña en el viaje de vuelta a nuestro pueblo. Por eso me refugié en el bar de Chelo, donde se daban cita todos los espíritus libres y derrotados de este hemisferio. Espíritus que esperaban una llamada, un signo que les indicase que la batalla continuaba, que todo el pasado sólo había sido un mal sueño. Me sumergía en mi ordenador en la mesa del fondo corrigiendo todo y anotando lo que me venía a la mente para añadir al epílogo. Fui haciendo una pequeña reseña de cada una de las personas que en aquella época tuvieron algo que ver con la muerte de Leroux y que según Begoña interesaría a los lectores.

La primera que me vino a la mente fue Talia o Ivana, como creí que se llamaba. De ella poco tenía que contar. La denuncia que el comisario López le recomendó que era necesaria que presentase contra aquellos individuos le permitió regularizar su situación en el país. Lo mismo les ocurrió a sus compañeras de aquel club. Del local me dijeron que lo tuvieron que cerrar. Aquellos sujetos que se hacían pasar por policías dieron con sus carnes en las celdas de Alcalá Meco, creo que tuvieron para varios años, es más, todavía deben andar por allí. Pero de las chicas no sé dónde estarán trabajando, no me he preocupado por ellas, pero estoy seguro que estarán en algún otro club, o a lo mejor han encontrado a algún Capitán Trueno que las rescató de aquella vida y las salvó en el matrimonio. No sé que habrá ocurrido, pero tengo claro que muchas salidas no les habrán quedado, por muy triste que suene.

Del comisario López me dijeron que había pedido el pase a la segunda actividad, que se marchó para casa, prejubilado, pero que dedica unas horas en un gabinete de detectives privados que tiene su sede en la calle Alcalá. Demasiadas medallas lucían en su pecho para que el cuerpo policial no lo empezasen a considerar una especie de leyenda. Nadie indagó nunca cómo había resuelto todos aquellos casos. Si alguien lo hubiese hecho, se las retirarían todas y se las entregaría a Martín, pero a éste no le interesaba ninguna de ellas. López se fue a casa con todos los honores como debería de ser, se lo merecía, era un buen profesional y lo demostró hasta el final de su retiro voluntario.

Luis, el hijo extoxicómano de Daniel Martínez, nos había escrito a la dirección del periódico dándonos las gracias por todo lo publicado sobre la Brigada K. Se sentía satisfecho al poder defender que su padre nos había alertado sobre lo que estaba ocurriendo. Le dimos las armas para que pudiera tener una causa por la que luchar el resto de su vida.

De Paco me contaron que seguía en los movimientos antiglobalización y más recientemente en todos los movimientos contra la guerra. Fue y es una de esas personas que el Imperio no es capaz de reducir a ningún hueco de la historia. Nació para cabalgar a lomos de la historia con la sola esperanza de que esta vida le devuelva un entierro multitudinario. No fue al entierro de María, ni nunca se supo que hiciese ninguna declaración sobre el asunto.

El cabo Castro se jubiló hace un año y fui a su despedida. «Muchacho, nunca des marcha atrás en lo que piensas, defiéndelo con uñas y dientes», me aconsejó, mientras sus compañeros le regalaban una placa por sus años de servicio. No lo he vuelto a ver, supongo que seguirá pasando los fines de semana con los partidos del Real y con sus nietos.

François Leroux creó una fundación, con dinero que en otro tiempo hubiese donado a la extrema derecha de Francia, y lo hizo con el único interés de difundir el pensamiento de su hermano. Abandonó los negocios y se retiró a Sudamérica, dicen que a Brasil. La dirección de la fundación se la ofreció a Martín. Éste lo aceptó y dejó la policía. Martín desde entonces ha caminado por el mundo dando conferencias y explicando a quien quisiera oírle todo aquel asunto de las anomalías en el conocimiento, en la investigación. Volvió a publicar SIR, pero en esta ocasión no ocultó su nombre como autor del mismo. Dicen que en sus múltiples viajes ayudó a la policía de diferentes países a resolver varios crímenes, pero eso es otra historia que ya les contaré cuando me encuentre más relajado y distante de esta tensión que me embarga en este momento.

Mis padres siguen en el pueblo, mi padre es el alcalde, mi madre sigue dando sus paseos matinales con la maestra y mi tío sigue por ahí, huyendo de la maestra y refugiándose en el bar de Chelo.

—¿No habrás contado lo de la paliza que me dieron en aquel club? —me preguntó mi tío Ángel cuando me vio sentado en la última mesa del bar, ultimando la historia de Leroux.

—No sería lo mismo si la omitiese —le respondí mientras sonreía, pensando en que si su única preocupación era aquella, poco respeto me merecía. Se encogió de hombros, en realidad le daba igual si lo contaba o no. Pero él nunca fue de los que terminan una conversación derrotado, por eso apostilló:

—Si has contado eso, no te olvides de pormenorizar la patada en los cojones que te dieron en la puerta del club el día que fuiste con Martín a solucionar los problemas del mundo.

Sonreí por su ocurrencia, siempre era igual, no se rendía: si le clavabas un alfiler, él te clavaba un puñal; si le herías, él te remataba.

María tuvo un entierro triste, nadie de sus antiguas amistades estuvo presente. Sólo su familia, Martín y yo. No pudo, no tuvo coraje para enfrentarse a sus antiguos compañeros de luchas y optó por el camino más sencillo, la muerte, el suicidio, el camino de los cobardes, el último tren hacia la calma de la oscuridad, el viajero ladrón de nuestros deseos. Y su recuerdo muerto siguió el trayecto.

De Begoña y de mí, muy poco me quedaba por escribir. Ella terminó periodismo y consiguió trabajo en una agencia que elabora reportajes para el mejor postor o por encargo. Eso le permite continuar viajando, conociendo países e intentando ayudar en este mundo, que parece se derrumba a cada paso que damos.

De mí, que les voy a contar: al final continué periodismo alternándolo con mi trabajo en la policía hasta que lo terminé y La Voz de Madrid me ofreció trabajo. En ese momento dejé la policía, pero aún tuvieron que pasar unos años hasta que eso ocurriera. Mientras tanto caminé como pude con Martín, hasta que marchó a dirigir la Fundación, y en otras ocasiones lo hice con López. En ese tiempo ocurrieron varios hechos que posiblemente debieran ser contados, pero eso será en otra ocasión.

Los días transcurrían en el pueblo, sin que a nadie le importase si iban hacia delante, hacia atrás o se quedaban en su sitio. Yo me pasaba las horas en el bar de Chelo y paseando con mi tío por aquel ridículo parque del pueblo. A veces pensaba que el ejército zapatista había tomado Chiapas para escribir de nuevo la historia y mi tío había ocupado aquel parque con la misma misión.

Nada me quedaba por citar de todo lo relacionado con el asesinato de Leroux, pero en mis paseos por el pueblo sentía que en realidad no había escrito nada de interés.

Sonaba Ismael Serrano…

… y ya nadie canta Al Vent, ya no hay locos

ya no hay parias

pero tiene que llover…

—Este chaval vale —sentenció mi tío, y dejamos que corriera el vino. Brindamos por Leroux, brindamos por los parias, brindamos por nosotros. «Si haces caso de tu tío, acabarás con cirrosis», aseguraba mi madre. Mejor una cirrosis que un tiro en la sien, pensé.

Allí quedamos los dos, en el bar de Chelo, con los poetas urbanos, empapándonos de humildad y del anhelo de que otro mundo era posible, calados de humo, vino y asfalto, todo un crisol de sueños en ese punto de encuentro del presente y el pasado, pletórico de lirismo, nostalgia y siempre reivindicativo.

—Va por ti, Leroux.