CAPÍTULO 25
La última limpieza
Cuando dejé aquel domingo a la puerta de casa a Talia, me dirigí hacia la mía como un sonámbulo. Estaba agotado y necesitaba descansar. Pero lo que de verdad necesitaba era olvidarme un poco de todo aquello. El asunto del club y de los individuos que se hacían pasar por policías, para extorsionar a las chicas e ir enganchándolas a la droga, aparentemente, estaba solucionado. Y, sentía vergüenza al recordar cómo se había resuelto todo, a la antigua usanza, a mamporro limpio. En fin, pensaba que en ese asunto iba a mirar hacia otro lado y dejarme los escrúpulos en casa; no estaba dispuesto a que ningún remordimiento legalista pusiera obstáculos a un caso que había quedado resuelto y prácticamente cerrado. Aún quedaba por solventar el asesinato de Leroux, pero eso era algo que no estaba en mi mano. Me acuerdo que tardé horas en dormirme y la única imagen que me venía a la cabeza era la silueta de Martín dibujada en la noche por la luna llena, allí de pie ante el cuerpo tendido de los tres. Parecía un salvaje al que habían quitado sus cadenas y con una rabia inusual de animal herido se defendía o atacaba. La silueta dibujada en la noche fue la última imagen que recuerdo antes de entrar en manos de Morfeo.
Ni siquiera recuerdo las horas que estuve durmiendo, catorce, quince… sólo sé que cuando me desperté apenas me quedaba tiempo para incorporarme ese lunes al trabajo. Nada más llegar a jefatura me dirigí al despacho de Martín con la intención de pedirle un cambio de destino; quería incorporarme al trabajo ordinario con el resto de mis compañeros. No podía seguir aquel ritmo de trabajo al que Martín estaba acostumbrado; a mí me estaba matando. En menos de una semana de prácticas había estado detrás de la investigación de la siniestra Brigada K, del asesinato de Leroux y en la detención de los tres sujetos que extorsionaban a las chicas de los locales de alterne. Todo aquello era demasiado para mí, necesitaba un destino más tranquilo donde fuese a trabajar mis ocho horas y marchase para casa sin preocuparme de nada más. Esa era mi intención, decirle al jefe, a Martín, que quería otro destino.
Algo había cambiado, lo presentía. Martín parecía un hombre nuevo. Lejos quedó el aspecto de abatimiento, de derrota, de los días de atrás. Estaba recién afeitado, con un traje impecable rematado con unos zapatos que brillaban desde lejos y toda su expresión de fortaleza había retornado. Yo, por el contrario, era el ejemplo claro de alguien destrozado y sin muchos deseos de continuar bailando aquella música.
—Buenos días, jefe —le saludé sin mucho entusiasmo.
—Buenos días, Héctor —era la primera vez que escuchaba mi nombre en sus palabras. Daba la sensación que había traspasado la barrera de la juventud y me concedía el beneplácito de la mayoría de edad.
—La comparecencia en comisaría quedó lista ayer; sólo faltará que la firmes, pues supongo que hoy la querrán llevar al juzgado —sospechaba que se acercaría esa mañana por allí a firmar, pues el asunto tendrían que cerrarlo los de la policía judicial.
—Ya la firmé. Hace un rato un coche zeta de la nacional me la trajo.
Así son los jefes, pensé, les traen los papeles para firmar y a los demás que nos parta un rayo.
—¿La leíste? ¿Qué te pareció? —le pregunté impaciente, pues estaba deseoso de conocer su opinión; era la primera comparecencia que redactaba y necesitaba conocer su opinión.
—Sí, quedó perfecta —respiré tranquilo al oírle decir eso—. Esos tres pasarán una buena temporada a la sombra. Sólo quedará ayudar a las chicas del club para que puedan arreglar sus papeles, pero eso es cuestión de López, aunque supongo que les habrán dicho que si denuncian todo el asunto se les apoyará para legalizarles su situación en el país.
Otro problema resuelto. Mi preocupación por el futuro de Talia y de las otras muchachas del club era infundada, al parecer se les iban a resolver sus problemas y dentro de unos meses estarían en una situación regularizada en el país.
—Me alegro por Talia y por las otras, se merecen un futuro mejor —dije satisfecho por el resultado de todo aquello.
—Prepara el coche. He quedado con López dentro de una hora.
—Perdone jefe —tomé aire antes de proseguir—, pero quería decirle que, si no tiene inconveniente, me cambie de destino. El asunto de la Brigada K me dejó un mal sabor de boca y el asunto de la noche del sábado me demostró que no estoy preparado para este ritmo. Necesito un destino más tranquilo.
—Como quieras —me respondió sonriendo, sin apartar su mirada de mí—. Pero sería una lástima que te marcharas ahora, precisamente en este momento, cuando vamos a detener al asesino de Leroux.
—¿Al asesino de Leroux? —mi desconcierto no me dejó articular ninguna palabra más.
—Sí, has oído bien; a su asesino —dijo con seguridad.
—Pero… —no podía continuar la frase, una sacudida me hizo temblar de golpe—, pero ¿no estaban ya detenidos?
—Aquellos fascistas dijeron la verdad, como yo sospechaba. En realidad lo dejaron maltrecho y mal herido, pero vivo.
—¿Entonces? ¿Tuvieron explicación todas las anomalías? —dije utilizando sus términos y esperando expectante su respuesta.
—Todas quedaron explicadas —y añadió aclarando lo anterior—. Todas tienen mejor explicación ahora.
—¿Quién fue? —dije impaciente.
—Acompáñame y lo sabrás —salió de su despacho mientras me lanzaba una sonrisa malintencionada, y yo detrás de él como el perrito faldero que llevaba siendo todos esos días.
No me dejó conducir. Iba en silencio, posiblemente reflexionando sobre todo lo ocurrido. Conducía despacio, como el que no tiene prisa por llegar a un sitio al que no desea ir. Se introdujo en la calle Libreros, encima de la acera estaba el coche de López y él a su lado esperándonos. María, pensé, pero no podía ser ella, sería otro el asunto que nos había llevado hasta su librería. Aparcó el vehículo y salimos de él dirigiéndonos hasta López que llevaba una carpeta enorme. No habíamos llegado a su altura cuando le espetó a Martín, con tono jocoso:
—Al final, te voy a tener que dar la razón en todo ese rollo que te marcas de las anomalías, de los experimentos cruciales, de las «hipótesis ad hoc» y de toda esa historia de visiones inconmensurables de la realidad —López recitaba toda la retahíla de conceptos que tan bien manejaba Martín, pero tuve la sensación de que lo hacía sin mucho convencimiento por su parte.
—Cuando quieras —añadió Martín, mientras se dirigía hasta la puerta de acceso a la librería.
Atravesamos la puerta: primero Martín, luego López y al final el que suscribe, con más desconcierto por mi parte por lo que iba a ocurrir que por el barullo de hipótesis que llegaban a mi mente. La muchacha de recepción, aquella de las gafas con cristales antibalas, se dirigió a Martín preguntándole:
—¿Les puedo ayudar en algo?
—No, gracias —dijo Martín, sorprendiéndola cuando escuchó su voz de mando—. Venimos a ver a María —y antes de que a la muchacha le llegasen a la mente las palabras, apostilló—. Sabemos el camino.
Nos dirigimos hacia la segunda planta, al despacho de María. Al vernos llegar sonrió y dejando de ordenar una serie de archivadores, nos saludó amablemente.
—Hola, ¿a qué debo vuestra visita?
—Hola, María —le contestó Martín mientras los demás permanecíamos callados—. Queríamos comentar algo contigo.
—Pasad, pasad, no os quedáis ahí —su tono era de lo más cordial, yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—A Héctor ya le conoces… —dijo Martín.
—Sí, somos buenos amigos, ¿no? —añadió María.
—Por supuesto —asentí.
—Este —prosiguió Martín— es el comisario López, jefe de la Brigada de Homicidios del Cuerpo Nacional de Policía.
—Encantada de conocerle, ya le conocía por sus apariciones en la televisión.
—Igualmente señorita —remarcó López.
Cuando los tres nos habíamos sentado alrededor de su mesa de despacho, María con una sonrisa nos dijo:
—Pues, vosotros diréis.
—Mejor que se lo explique todo Martín, supongo que sabrá exponerlo mejor que yo —dijo López mientras se pasaba el pañuelo por la frente, secándose un sudor que le había llegado de repente, como si estuviese nervioso.
—Bien, pues tú dirás Simón —comentó María un poco intrigada.
—Verás, en el asunto de la muerte de Víctor quedaron una serie de cuestiones en el aire.
—¿Cuáles? —interrumpió María.
—Pues mira, la furgoneta dónde supuestamente llevaron a Víctor hasta el lugar en el que lo encontramos pasó por el control de una cámara de tráfico a las 4 horas y 55 minutos y, luego, de vuelta a las 5 horas y 4 minutos.
—¿Y…? —María se colocó su dulce barbilla sobre el dorso de sus manos mientras colocaba sus codos encima de la mesa dirigiendo una mirada interrogativa a Martín.
—Supuestamente dejaron el cuerpo de Víctor en ese intervalo de tiempo. Ellos lo confiesan. Pero su muerte no se produce hasta casi las seis.
—Creerían que lo habían dejado muerto y en realidad estaría inconsciente, quizás moribundo —era la misma contestación que López le había dado a Martín unos días antes.
—Pudiera ser cierto si no fuera porque unos testigos aseguran haber visto a alguien efectuando una llamada desde una cabina situada a unos doscientos metros de donde se encontró el cadáver.
—A lo mejor no era él —seguía contestando de la misma forma que lo hizo López, parecía que le había entregado el guión.
—Sí, María, era él —la expresión de María cambió, su rostro se tornó seco—. Se hicieron las pruebas de análisis de la sangre que había en la cabina y correspondían. El comisario López, aquí presente te lo puede confirmar —miré para López que asentía cerrando los ojos a lo que decía Martín.
—A lo mejor, se levantó y quiso pedir ayuda… —pensé que María estaba produciendo las famosas «hipótesis ad hoc» de las que Martín decía que se creaban para no ver la realidad o para justificar otra forma de verla.
—Efectivamente, llamó para pedir ayuda.
—¿Y, a quien llamó? —preguntó María abriendo sus enormes ojos, creo que en ese momento yo los debí abrir igual que ella pues lo que Martín narraba me estaba resultando ajeno a todo lo que conocía del caso.
—Te llamó a ti, María —le dijo Martín con tranquilidad.
—¿A mí? —preguntó María mientras se inclinaba hacia atrás en su sillón y se señalaba a sí misma con el índice.
—Sí, te llamó a ti. Desde telefónica nos han confirmado que el número que se marcó desde esa cabina fue el tuyo. La conversación duró 43 segundos.
—Conmigo no habló, Simón. Si todo es como tú dices hablaría con el contestador automático.
—Tal vez María, tal vez, no habló contigo y fuese con el contestador. Lo que está claro es que la llamada se produjo a las 5 horas y 3 minutos y tu coche lo detectaron las cámaras de tráfico pasar por esa zona a las 5 horas y 34 minutos —¡soy un maldito novato!, me repetía para mis adentros, yo había visualizado las cámaras de tráfico y no había visto el coche de María pasar y era porque sólo miré hasta las cinco.
—No me acuerdo Simón, no sé la razón por la que pasé por esa zona esa noche, no me acuerdo adónde fui.
—Todavía hay más, María. Pasaste de vuelta a las 6 horas y 10 minutos.
—Ya te digo Simón que no me acuerdo porqué pasé por allí a esas horas —dijo María inclinándose hacia delante colocando los codos encima de la mesa, en tono desafiante.
—Sí te acuerdas, María —Martín proseguía imparable su exposición—, sí te acuerdas. Y, ¿sabes por qué te acuerdas?
—¿Por qué? A ver, dímelo tú que eres tan listo —María estaba irritada y se había levantado de su asiento.
—Te acuerdas porque tú lo mataste —mi expresión debió ser algo inenarrable, todavía me acuerdo del impacto de aquellas palabras en mí.
—¿Yo? No tienes pruebas Simón —le dijo desafiante—. Esos fascistas ya confesaron. No tienes pruebas. Y, ten cuidado con lo que dices.
—Sé lo que digo, María —el tono de Martín era condescendiente con María como intentando decirle que no tenía salida.
—Todo son suposiciones tuyas, Simón. Además, ¿qué ganaría yo matándole?
—Nada María, no ganaste nada.
—Entonces, ¿para qué quería yo matarlo?
—María, tú en aquel momento no lo sabías. No sabías que Víctor había donado todos sus bienes a una Fundación unos días después de que rompierais. Tú pensaste que todo te iba a quedar a ti. Ese fue el motivo.
—Simón, estás lanzando acusaciones muy serias sin ninguna prueba y, te lo advierto, ten cuidado —Le señalaba histérica con el índice a la cara de Martín.
—Tengo pruebas de lo que digo, María.
—¿Cuáles? Venga, dímelas —dijo María desafiante.
El silencio se apoderó de aquella oficina, mientras Martín buscaba algo en la bolsa que llevaba. Todos le mirábamos con incertidumbre, salvo el comisario López que como si todo aquello no fuese con él comenzó a rellenar su pipa. Yo no daba crédito a lo que estaba viendo: Martín, extraía de su bolsa un sujetalibros de bronce semejando la efigie de Goya, idéntico al que María tenía en su estantería. Lo colocó encima de la mesa del despacho. Aquella figura se encontraba dentro de una bolsa de plástico numerada como si fuese una prueba de algo, bueno, de algo, no, era una prueba de todo aquello. Ante la visión de aquello María se derrumbó y se cayó literalmente en su asiento. Su tez se volvió pálida, su mirada se perdió en la lejanía, sus ojos enormes se abrieron sin querer decir nada y todo su cuerpo se paralizó en su sillón.
—Lo mataste con esto, María —levantó la efigie de Goya en aquella bolsa—. El análisis ha confirmado que la sangre de la figura es de Víctor y, también, están tus huellas dactilares. No sólo tenemos esto, también, los zapatos que llevabas aquel día, manchados del barro del lugar. A eso debemos añadir —extrajo otra pequeña bolsita precintada—, que aquí están las gafas de Víctor, con tus huellas, se le debieron caer en el coche cuando le golpeaste. A todo esto, en este momento, agentes de la policía judicial están analizando el asiento delantero de tu coche, aquí está la orden judicial —y le extendió un sobre lacrado encima de la mesa que María no se molestó en comprobar—, seguro que encuentran restos de sangre de Víctor.
María estaba pálida, en una especie de situación cataléptica con su mirada fija en la figura de aquella efigie de Goya. Las gafas, los zapatos y el sujetalibros era todo lo que el cabo Castro me indicó que había encontrado en la basura. Eso era lo más desconcertante, la basura era de María, pero eso había ocurrido casi inmediatamente después de la muerte de Leroux. Aquello sólo tenía una explicación, Martín había sospechado de María casi desde el primer momento. Me preguntaba qué era lo que le había llevado a esas conclusiones.
Todo el silencio se quebró cuando María pálida musitó un lamento.
—¿Cómo lo supiste, Simón?
—El día que vine a darte la noticia del asesinato de Víctor, algo no me cuadraba en tu oficina. Había una pieza que no encajaba en ningún sitio. Esa figura —señaló el sujeta libros de la estantería—, tiene pareja. Te conozco muy bien María, no pones una pareja a la que le falte una pieza a no ser que te veas obligada. Y estabas obligada. Habías comprado por la tarde los sujeta libros. Los llevabas en el coche cuando subió Víctor, fue el objeto que tenías a mano y le golpeaste con él hasta que murió. Intentaste dejar su cuerpo lo más cerca posible de dónde te había dicho él que lo dejaron aquellos fascistas, para que nadie sospechase de ti. Cuando vine a darte la noticia me largaste todo aquello de la Brigada K para desviar la investigación, pero la pieza de bronce que faltaba te delató, María. La pieza que utilizaste para matarle la arrojaste a la basura, no querías en tu poder pruebas que le incriminaran, el otro lo colocaste en la estantería, no querías que tu empleada preguntase por ellas, pues había ido a comprarlas contigo. De la pieza que fallaba seguro que le pusiste una disculpa como que la habías dejado en casa, pues allí te hacía servicio.
Así era cómo había comenzado todo. Martín, de una anomalía, que a lo mejor no tenía importancia, fue construyendo el puzzle, hasta dar con el resultado que se estaba desplegando en aquella oficina.
—Tú ganas, Simón —dijo María hundiéndose un poco más en el sillón.
—María, aún me queda una cuestión —Martín seguía insistiendo en todo aquello sin ningún miramiento hacia María, que se la veía destrozada, anulada como persona, todo su castillo de naipes se había derrumbado ante ella—. ¿Por qué lo hiciste, en realidad? —me acordé de la frase Martín el día anterior, primero descubramos el cómo, luego ya nos preguntaremos el porqué.
—¿Quieres saber el porqué? Yo te lo diré —se adelantó en su sofá y colocó sus codos encima de la mesa, su tono y expresión cambiaron de repente y se volvieron más agresivos—. Hace años tú escribiste ese asqueroso libro, SIR —o sea, que había sido Martín el autor de aquel libro como muchos sospechaban, en aquel momento otro enigma quedaba resuelto—. Subjetividades de Imposible Reducción, ¡qué risa! Los que peinan la historia a contrapelo, ¿era así, Simón? —Martín no pestañeaba—. Los que hacen que la humanidad no camine hacia la más estrepitosa de las barbaries. Los que dedican todo su ser a imponer la voluntad del ser humano en la marcha inexorable de un mundo ajeno a nosotros. Y, dedican su alma, su tiempo, toda su existencia para que este mundo sea mejor que el que conocemos. Para que otro mundo sea posible. ¿Me equivoco? —alzaba la voz—. ¡Contéstame Simón! ¿Me equivoco?
—Así pensaba entonces y así pienso ahora —contestó Martín, sin alterar un ápice su gesto ni su voz.
—¡Qué bonito todo! ¡Qué romántico! —prosiguió María en voz alta—. Los héroes, que a lo máximo que pueden aspirar es a un entierro multitudinario. Con eso ellos ya están pagados. ¿Y, quién nos paga a los demás? ¿Quién nos devuelve a los demás los años dedicados a velar por ellos? —en ese momento, no sé la razón pero la imagen de mi madre vino de golpe a mi mente—. A verles llorar, a cuidarles, a sufrir por los estacazos que les va dando día a día el sistema, el Imperio. Y, sobre todo por la incomprensión de los que se suponía que había que salvar. ¿Quién escribió alguna vez sobre los que estábamos a su lado? Los que les entregábamos nuestra vida a ellos, no a una causa, ni a una misión, sólo a ellos. Y, no tuvimos nada a cambio. Ni siquiera su cariño —y dicho lo anterior rompió a llorar.
El silencio volvió de repente a la oficina y sólo los sollozos de María lo interrumpían. Se secó las lágrimas y prosiguió:
—Simón no podía vivir sin Víctor, pero tampoco con él. Aquella noche no sé lo que pasó por mi mente. Vi la oportunidad. Cuando lo recogí al lado de la cabina y me contó todo, vi la oportunidad de cambiar de una vez el rumbo de mi vida. Aquellos fascistas quedarían como culpables, en realidad lo eran. Y, yo podía comenzar otra vida, que me debía él, que me debía el mundo. Víctor tenía dinero suficiente para poder realizar los sueños de cualquiera y nunca lo tocó, por escrúpulos. Ese dinero me pertenecía. Tenía que ser el pago a una vida subordinada a una entelequia.
Otra vez el silencio volvió a aquella reunión, nadie parecía estar dispuesto a romperlo. Fue López quien consideró que debía decir algo en todo aquello.
—Señorita, no diga nada más que la pueda comprometer hasta que no esté su abogado presente. Ahora, debe acompañarme a comisaría.
—Si me lo permite, comisario —añadió María—, debo despedir a los empleados y cerrar la librería.
—De acuerdo, hágalo usted —remató López.
Martín me hizo un gesto con la cabeza, indicándome que la acompañase. No creo que pensase que se iba a dar a la fuga. La acompañé a distancia, fue cerrando las ventanas y despidiendo a los empleados, sin dar demasiadas explicaciones, cerró la puerta y colocó el cartel de cerrado. A continuación su semblante había cambiado, volvía a ser la persona de esa entereza que conocí días atrás. Se dirigió a Martín y a López diciéndoles:
—¿Puedo coger algunas cosas personales antes de ir a la comisaría?
—Por supuesto, señorita —López parecía empeñado en ser lo más amable posible, mostrando su aprobación a todo lo que solicitaba María.
María entró de nuevo en su oficina y se dirigió a un lavabo que estaba detrás del ropero. Todavía la recuerdo entrando con aquella calma y cómo, al llegar al umbral de acceso, giró su rostro hacia Martín y guiñándole un ojo, esbozó una sonrisa, quizás de complicidad, pensé, mientras le decía:
—Tú dijiste en tu libro: un SIR no sabe vivir de otra manera, cuestión de supervivencia.
Y, atravesó la puerta mientras se oía el pestillo que cerraba la puerta. No había pasado ni un segundo cuando Martín gritó:
—María, ¡no!
Y, se abalanzó hacia la puerta. El impacto del hombro de Martín contra la puerta fue al unísono que el sonido seco del disparo. La puerta se cayó y vi el cuerpo de María irse derrumbando al suelo con un impacto de bala en la sien y la sangre cubriendo, extendiéndose, por su rostro.
—¡Héctor, llama a una ambulancia! —me gritó Martín, y me abalancé sobre el teléfono del escritorio, pero López se me había adelantado.
Aún hoy me sigo preguntando qué habría pasado por su mente para tener aquel final. Pero pregunta y respuesta se iban por el retrete de la historia, esa que se escribe a contrapelo.