CAPÍTULO 24
De nuevo Irak
Habían pasado casi seis meses desde aquella bala en una calle perdida de Basora. Me sentía en plena forma, dispuesto a volver al trabajo, a donde me mandaran. Me daban el alta el próximo lunes, aún me quedaban cinco días, un largo fin de semana para despedirme de la pasividad. Begoña y yo los aprovechamos para disfrutar del cine, de los últimos estrenos, de visitar el nuevo parque de atracciones, de pasear por el retiro, de recuperar días que nos robaron las estrellas. Paseábamos por Madrid y miraba sus calles que patrullé un día ya casi olvidado en mi mente; eso hizo que dejase aparcado durante unos días la historia del asesinato de Leroux. Sentía la ciudad de nuevo con la intensidad del pasado, «quién no camine por su superficie y su subterráneo, que no trate de narrarla», no me acordaba a quién había oído esas palabras pero me parecían muy acertadas.
Todos aquellos paseos me llevaban a los mismos destinos: a la puerta del Sol; al Teatro Real; a la calle Libreros; a una librería, ahora cerrada, que entonces se llamaba Lorca; a una calle perdida en la que por las noches abrían un club llamado Mariám, y que hoy habían sustituido por un ciber-café; al viejo café donde invité a María. Incluso pasé por las instalaciones de mi antigua jefatura, vi a algunos compañeros que me hablaban de los viejos tiempos, de anécdotas pasadas, de las que ya no viví, me preguntaron por la guerra, por mi herida y por Martín. En aquellos momentos empecé a sentir la necesidad de volver al ordenador y rematar la historia del asesinato de Leroux, pero esa motivación no era muy fuerte. Tal vez tenía razón mi tío Ángel, sólo volvería a retomar la historia cuando necesitase contar la verdad, cuando la vida me fuese en ello.
El lunes llegó sin avisar. El reloj sonó a las siete; ya me había olvidado de esa sensación de despertarme a golpe de timbrazo, de ducharme y desayunar deprisa para llegar al periódico antes de las ocho. Una sensación extraña, desconcertante, me sentía un burócrata. ¿Qué me encargarían? Una entrevista con algún político, con algún futbolista, o lo que podía ser peor, con algún personaje casposo del mundo rosa. Aquella mañana tuvo algo bueno. Todos los compañeros de la redacción me recibieron con los brazos abiertos, me sentía como un héroe de los que siempre soñé ser: uno de literatura que en el fondo siempre aspira a ser realista, pues contiene algo del héroe de cuento, de la cultura de un pueblo. Pero no era ningún héroe, sólo alguien que estaba en el momento equivocado en un lugar al que nunca debió ir. Los arquetipos de héroes suelen ser románticos, llamados a la soledad, que demuestran paso a paso su superioridad a una sociedad que no merece su dedicación, una figura solitaria, sin vida personal, que se mueve con dignidad e integridad, como una proyección imaginaria, una figura de fantasía, de cualidades magníficas. Algo así como un caballero errante, un solitario cruzado. Si alguien era así, ese era Martín, no yo. Otra vez él volvía a mi mente, lo aparté de mí. No quería que el recuerdo volviera, ya me había remontado bastante al pasado al intentar escribir la verdad sobre el asesinato de Leroux. Toqué la puerta del despacho del director, me esperaba, quería saludarme.
—Con tu permiso…
—Pasa Héctor, ¿qué tal te encuentras?
—Recuperado, preparado para otra guerra —sonreí, sin darme cuenta que se me había contagiado el tono de mi tío.
—Siéntate —su tono no me gustó, presentí algo malo en aquel momento—. Vete mirando esta carpeta —no me dio tiempo ni a relajarme ya me estaba dando trabajo y no había ni tomado tierra.
Fui ojeando los documentos que me entregó, unidos a recortes de prensa y fotos más bien antiguas. Era un dossier, bastante mal hecho por cierto, sobre toda la División del Ejército de Tierra que habían destinado a Irak, a «reconstruirlo». Aquello me sonaba mal, me gustaba muy poco.
—¿Qué quieres que haga con esto? —pregunté esperando cualquier respuesta. Estaba preparado para todo.
—Quiero que vuelvas a Irak.
—¿A Irak? Tú estás soñando —le dije arrojando la carpeta encima de la mesa.
—Quiero que vuelvas. Jon Sistiaga de Tele 5 ha vuelto.
—Y, a mí qué. Yo no vuelvo a esa mierda.
—Varios corresponsales han vuelto, se ha abierto una nueva etapa allí, van a reconstruir el país. Todas las cadenas y periódicos están enviando de nuevo a sus antiguos corresponsales, conocen el terreno. Uno nuevo duraría unas semanas en acostumbrarse y se perdería tiempo y el tiempo es vital en esta profesión.
—¿Qué ofreces? —no sé la razón por la que comencé a interesarme por la oferta, tal vez por que tengo alma de tahúr.
—¿Qué pides? —Aquello prometía. El director me necesitaba y me estaba pidiendo un favor; era mi momento, pero no debería abusar.
—Que me acompañe Begoña.
—Eso está hecho —dicho esto respiró tranquilo y comenzó a llenar pausadamente su pipa.
—Espera —interrumpí ese momento, que para él debería ser un rito, paró un momento de rellenar con tabaco su cachimba y me miró interrogativamente.
—Dime.
—Cuando venga quiero sacar al mercado un libro —de repente me vino a la mente la imagen de Leroux tendido en la parte de atrás de la Facultad de Estadística hacía unos años y añadí algo a mi petición—, bueno, dos libros. Quiero que me los editéis, las condiciones ya las pactaremos.
—Dos libros, dices —en su mente rulaban de repente los costes, lo presentía—. Uno de Irak, eso tiene que quedar aquí claro.
—Hecho, uno de Irak. ¿Cuándo salgo? —sonreí complacido y me volvió a entregar la carpeta.
—Revisa esa carpeta y atento a lo que tienes que hacer nada más llegar —fui abriendo aquel dossier y esperé un segundo en la primera hoja a lo que me dijera—. Esa es toda la documentación de la División que ha ido a Irak en misión de reconstrucción. Todos los medios de comunicación han hecho entrevistas al general jefe de esa Brigada. Si lees sus declaraciones y las entrevistas que le han hecho, observarás que es un diplomático o un soldadito muy obediente que se ha memorizado perfectamente su discurso.
—Ya lo veo —dije mientras revisaba deprisa los recortes que me había preparado.
—Pues él no nos interesa.
—Entonces… —dije un poco intrigado.
—Nos interesa su segundo, un coronel que le acompaña. Dicen que es experto en lucha antiterrorista, nadie le conoce ni le han hecho entrevistas, ése es el que nos interesa.
—¿Qué pasa? ¿No concede entrevistas?
—Todo el mundo concede entrevistas si se le cultiva la vanidad. El jueves a las doce tienes una entrevista concertada con él. Ya te lo hemos arreglado desde aquí.
—¡Qué hijo de puta eres! Sabías que iba a decirte que sí, sabías que no me iba a negar, lo tenías todo previsto —no me respondió, sólo sonrió.
—A lo largo de la mañana te darán los billetes de avión para ti y Begoña. Llévate el dossier, tienes que leértelo.
Demasiadas escalas hasta Irak: Roma; Kabul; Kuwait y, por fin, Bagdad. Muchas horas, demasiadas. Llegamos el miércoles por la tarde, destrozados, no más que lo que nos rodeaba. La diferencia que existía con la imagen que tenía de aquello varios meses atrás había cambiado: los bombardeos habían terminado; la gente caminaba por las calles con menos miedo pero posiblemente con más odio; las casas, edificios, seguían destruidos, parecía que la reconstrucción tan anunciada iba despacio; las calles estaban llenas de soldados de todas las nacionalidades, dependía del barrio de Bagdad que se pisara; pocos coches, a no ser los oficiales, surcaban las vías; la nueva policía iraquí eran tropas improvisadas de voluntarios que sin uniforme portaban fusiles de asalto; poco había cambiado, si es que querían modificar algo. El gran padre americano había mentido al mundo con el peligro de Sadam, de sus armas de destrucción masiva. A la mayoría les interesaba la mentira y la creyeron, otra muestra más de que el Poder crea la verdad a su antojo. Cuando la mentira se desveló imposible de mantener ya era tarde, habían conseguido su objetivo, el petróleo. El mundo entero dejó la protesta de las calles y volvió a su rutina diaria, al pago de sus hipotecas, a las noches de los sábados, a su vida cómoda y a soñar con cuentos de hadas con final feliz. El mundo siguió girando de la misma manera: indiferente a los muertos y a los vivos que sufrían. Petróleo por alimentos, petróleo por armas, petróleo por vidas, la verdad se reveló en su total crudeza.
El jueves, Begoña y yo madrugamos, no queríamos llegar tarde a la entrevista con aquel coronel que al parecer nadie conocía. Un experto, decían, del ejército español en la lucha antiterrorista. El gobierno lo había mantenido en secreto durante mucho tiempo. Posiblemente fuese lo correcto, estábamos hablando de alguien que había tenido que vérselas con terroristas que segaban vidas y aquel se suponía era el jefe operativo de todas las unidades secretas del estado español contra el terrorismo. Lo habían enviado a Irak con la misión de intercambiar conocimientos con las tropas americanas, inglesas, ucranianas e italianas que se encontraban destinadas allí para poder derrotar los últimos focos de resistencia que se estaban produciendo, sin que se supiera de dónde venían, y que estaban golpeando fuerte a todos y desmoralizando a las tropas allí destinadas, que creían que cuando la guerra terminara, aquel pueblo les rendiría pleitesía. A la resistencia a la ocupación se la llamaba terrorismo, y ese equívoco provocaba que a los resistentes se les tratara como tales. Era como llamar a las guerrillas españolas, que lucharon contra Napoleón, terroristas. En fin, alguien se estaba equivocando en todo eso y esa equivocación estaba llenando de odio y sangre todo lo que nos rodeaba.
Llegamos a la base española en Irak, a Diwaniya. La bandera nacional franqueaba su puerta. Dos soldados hacían guardia parapetados en una garita improvisada. Presentamos las credenciales y un oficial salió a recibirnos, debería ser el oficial de guardia. Nos acompañó hasta una sala de espera limítrofe al despacho del coronel.
—Esperen aquí, el coronel Alaiz les recibirá ahora.
Alaiz, Alaiz, no podía ser el mismo, no podía ser, el mundo es pequeño pero tanto no, por eso le pregunté.
—Perdone teniente, ¿hablamos del coronel Juan Alaiz?
—El coronel Juan Alaiz, efectivamente.
—Gracias teniente, muchas gracias.
El teniente nos dejó solos en la sala de espera adornada con una gran bandera nacional y con metopas y jarras de diferentes unidades y brigadas. Era la decoración propia de la austeridad militar. No conocen nada más que de símbolos de guerra y de la testosterona. Cuando quedamos solos Begoña me preguntó:
—¿Ese coronel no será el mismo teniente coronel del asunto de la Brigada K?
—Creo que sí, ya te lo diré luego, en cuanto lo vea.
Eran las doce en punto, algún reloj del patio de armas daba la hora y en ese momento un sargento primero nos indicó que el coronel nos recibiría. Eso era puntualidad militar. Nos acompañó a la puerta y pidiendo permiso al coronel esperó a que se lo diera y nos hizo pasar. Entonces fue cuando lo vi, después de unos años. Era él, como sospeché; entonces era todavía teniente coronel, ahora coronel; méritos de guerra, méritos de servidumbre al poder. Tenía que conseguir que no me reconociera, eso era vital, sólo me había visto una vez y no creo que se acordara de mi nombre. Es lo que ocurre en misa, el cura no se acuerda de la cara de todos los feligreses que están en ella, pero todos se acuerdan de él. Si existía un Dios le pedí en aquel momento que el coronel no me reconociera.
—Bienvenidos a esta tierra. Soy el coronel Juan Alaiz —y nos extendió la mano a los dos que le correspondimos dándole la nuestra.
—Begoña y Héctor —eludí dar nuestros apellidos por si acaso el de Begoña lo asociaba con su padre—, hemos sido destinados por La Voz de Madrid para cubrir una entrevista con usted, como ya sabrá, el Ministerio debió acordarlo con la dirección del periódico.
—Sí, ya he sido informado que iban a venir unos periodistas de La Voz para entrevistarme. Tengo autorización del ministerio para informarles de lo que deseen.
Se ajustó la corbata del uniforme, se había preparado para una sesión fotográfica. Llevaba el uniforme de gala. Miré su lado izquierdo del uniforme, había colocado cuidadosamente los pasadores que simbolizaban sus medallas, las conté: hileras de tres, columnas de cuatro, doce medallas. Había ganado tres medallas desde la última vez que lo vi. A su derecha lucía el distintivo de los paracas, el de «carros» y el de experto en guerras en el desierto. Sus estrellas de ocho puntas brillaban más de lo normal, no llevaban una mota de polvo de aquella tierra. «Cultivar la vanidad abre muchas puertas», me dijo el director; tenía la sensación de que era verdad.
Begoña merodeaba por el despacho sacando fotos: una de frente, dos de perfil, tres de medio cuarto. Se las enseñó para que eligiera las que quisiera. Las demás las borraría. Eso le gustó; eligió las tres de medio cuarto y la de frente, las que mejor mostraban sus medallas. Delante de él borró las otras, eso le agradó aún más. Estaba preparado para hablar, le lancé la batería de preguntas que llevaba preparadas. Respondió sin vacilar. Era como si esas preguntas se las hubiesen pasado antes a él y tuviese ya todas las respuestas previstas. Así debería funcionar todo eso. Sólo se concedían entrevistas pactadas de antemano. Se solicitaba la entrevista, la autorizaban con las condiciones que el ministerio decretaba; las preguntas eran pactadas; todo estaba preparado; se le tomaba el pelo al corresponsal, al lector y al mundo entero. Ya me estaba vacunando contra toda esa mierda. La entrevista terminó y no había dicho nada que no supiéramos. Que habían venido hasta Irak a cumplir una misión vital para la patria, para ayudar a los aliados en la lucha mundial contra el terrorismo y para reconstruir un país y devolverle la democracia. Todo nos lo sabíamos, nada era nuevo. La entrevista había acabado pero yo no estaba contento, no podía añadir ninguna pregunta, se hubiese dado cuenta que me salía de un guión pactado y hubiese rechazado contestar, así que cambie de táctica.
—Muchas gracias, mi coronel —lo de mi coronel le había gustado es la forma de dirigirse que deben tener siempre sus subordinados. Si algo aprendí en el ejército, fue eso—. La entrevista ha quedado bien, si nos permite nos gustaría acompañar el reportaje con unas fotos suyas con sus tropas, en las instalaciones.
—Por supuesto, acompáñenme.
Le acompañamos al patio improvisado de armas donde estaban estacionados algunos carros de combate AMX-30, fabricación francesa. La sesión de fotos fue bien. Se le notaba satisfecho. Begoña se las enseñaba en la cámara digital para que él las eligiera. Aquello cultivaba aún más su vanidad. No rechazó ninguna. Tenía la sensación que estaba escribiendo su pase al generalato. Qué equivocado estaba. Encendí de nuevo la grabadora y la guardé, Begoña hizo lo mismo con la cámara de fotos. Todo simbolizaba que aquello había terminado. Estaba menos tenso, menos preparado, más henchido de vanidad, era más vulnerable. Era mi momento de atacarle, de sacarle la información que necesitaba para algo que no tenía nada que ver con la entrevista del periódico para la que estábamos allí. Pero sí era necesario para devolver a alguien a su lugar en la historia, al lugar que le correspondía a Leroux.
—Mi coronel, tenemos la boca seca, ¿no tienen aquí algún «hogar del soldado» para poder beber un vaso de agua?
—¡Qué descortesía la mía! Perdonen que no les hubiese invitado antes, acompáñenme.
Nos llevó hasta la sala de oficiales, un camarero civil servía en la barra de aquel improvisado bar de campaña.
—¿Qué les apetece tomar?
Allí no habría bebidas exóticas, era una estupidez pedirlas, con agua nos conformaríamos. Cuando estábamos más relajados le volvería a abordar, no sin antes seguir cultivando su vanidad.
—Mi coronel, veo que tiene usted doce medallas, ¿debe ser usted una institución dentro del ejército? —sonrió.
—Aún me queda una medalla por ganar, espero que esta guerra me la proporcione.
—¿Cuál? —le pregunte, sin que me interesase la respuesta.
—La Laureada de San Fernando —vaya, vaya, pensé, la medalla que da honores no sólo a quién la porta sino también a los descendientes de él. Una medalla hereditaria que concede y abre puertas a una rama familiar entera. Pocos la han llevado; dicen que Franco la ganó en África, y ese coronel quería ganarla en otro desierto. Le tenía donde quería, debía abordarle en ese momento o nunca.
—Yo fui paraca en la BRIPAC, guardo un grato recuerdo de todo aquello.
—Así me gusta muchacho —otro que me llamaba muchacho—, haciendo patria siempre.
—Usted lleva el distintivo de los paracas, también estaría allí, supongo.
—Sí, muchacho —y dale con lo de muchacho, me estaba sacando de mis casillas pero tenía que contenerme—, pero de eso hace mucho tiempo. Desde que me ascendieron a capitán entré en los servicios secretos y en la lucha antiterrorista y hasta hoy.
—Debe ser duro eso —debía animarle a que siguiera hablando.
—Demasiado duro, a veces hay que bordear la legalidad para conseguir resultados. Pero en la lucha contra ellos no importa el método, sólo el fin.
—Y, a veces no es reconocido por nadie. Me viene a la mente el caso de general Galindo —seguía picándole para que hablara.
—Efectivamente, ahí tienes un caso de alguien que lo dio todo por la patria pero no se le reconoce.
—Una verdadera pena. Supongo que serían cuestiones políticas.
—No lo dudes, hijo —otra vez me volvió a llamar hijo como en aquella ocasión hacía cinco años, estuve a punto de llamarle hijo de puta, pero me contuve, ya llegaría el momento—, fueron cuestiones políticas. Al general lo vendieron unos politicastros y un juez con deseos de grandeza. Pero no importa, sabes, hay muchos como él para sustituirlo.
—Estoy seguro de ello. Los hombres que están dispuestos a dar su vida por la patria son más de los que creemos —me sorprendí diciendo aquello y me asqueaba lo que dije pero tenía que lanzarlo por la pendiente de la confianza, tenía que decirme más cosas.
—Y que lo digas hijo, te sorprendería la cantidad de valientes que si en un momento determinado les llamáramos acudirían para salvar la patria.
—Bueno, pero hoy no estamos amenazados…
—Eso es lo que tú te crees; el terrorismo es nuestro enemigo, el enemigo de las patrias, de todas, y hay que acabar con él, sino queremos que acabe con nosotros.
—Pero a lo mejor la solución no es sólo militar o policial, a lo mejor es política o social.
—No le dejes encandilar por cantos de sirena, hijo. Sólo la mano dura acabara con esos animales, el ojo por ojo y el diente por diente. Que nunca te engañe el discurso liberal o blandengue de los socialistas. A ésos sólo se les vence con mano dura. Lo mismo que se hizo en Irak con Sadam y se hará en Siria, el Líbano o allá donde les apoyen, es la única solución.
—Ya, pero contra las organizaciones que operan dentro del mundo occidental, que son autóctonas, no se va a bombardear una parte del territorio nacional.
—No, eso no —estaba lanzado, comprobé que mi grabadora estuviese funcionando oculta en el bolsillo de mi chaqueta. Palpé el play conectado y sonreía para mis adentros—, en ese caso solo quedan dos soluciones: declarar el estado de sitio y al que se mueva liquidarlo o ir infiltrando patriotas en su organización, para adivinar sus movimientos, y cuando se capture a uno, sacarle todo lo que sepa, aunque sea pegándole un tiro.
—Eso de introducir gente en la organización tendrá sus problemas. Para que no sepan que son infiltrados, en ocasiones también tendrán que bordear la ley e incluso preparar atentados.
—Ese no es el problema, ya contamos con esas víctimas. Son muertes colaterales, entran dentro de un porcentaje necesario de víctimas inocentes para evitar que se produzcan más.
—Pero, perdone mi ignorancia, coronel, eso me suena a esos policías que para capturar a traficantes de drogas venden ellos también, incitando al delito.
—¿Incitando al delito? No me vengas con monsergas hijo, esos son escrúpulos liberales, de burócratas que no saben luchar contra todo eso. ¿Qué creen que al terrorismo se le vence con sermones?
—Mi coronel, usted mientras dirigió desde los servicios secretos la lucha antiterrorista, ¿tuvo que hacer algo ilegal para conseguir su objetivo?
—Hijo —sonrió—, aunque fueses mi confesor no te lo diría. Bástate saber que lo importante es conseguir el objetivo, cumplir la misión, y en eso soy el mejor.
No necesitaba nada más, era suficiente. Cuando llegamos al hotel desempolvé el ordenador y me puse a escribir como si la vida me fuese en ello. Begoña se acercó por detrás e iba leyendo mi artículo para el periódico en la pantalla.
—Esa no es la entrevista que le hiciste. Sólo colocas en sus labios una parte, el resto son cosas del pasado, es todo lo referente a la Brigada K.
—Efectivamente Begoña, la gente tiene que saber la verdad.
—¿Tú crees que lo publicarán?
—Lo publicarán, tenlo por seguro, si no es en un medio será en otro.
—Eso que pones ahí acabará con su carrera profesional.
—¡Qué se joda! Él ha sido más terrorista que los que llama terroristas, él es el rostro del terrorismo de Estado. Además, se lo debo a Leroux. Es mi pequeña contribución para saldar cuentas con todos los que de una forma u otra estaban implicados en su asesinato.
—¿No dijiste que habías dejado esa historia aparcada? ¿No me dijiste que el tema de Brigada K, debería quedar guardado?
—Ahora más que nunca, sé que debo escribirla, se lo debo a los vencidos. Cómo dijo mi tío Ángel «volverás a ella si de verdad necesitas contarla». Y te puedo asegurar Bego, que más que nunca debo escribir lo que pasó. En honor a la verdad, en honor a los que han perdido las batallas.
Acabé el artículo para el periódico y lo remití por correo electrónico, junto a las fotografías que había sacado Begoña. Por la mañana el asunto sería una bomba, estaba seguro, pero yo sólo habría cumplido con mi deber. Necesitamos un periodista que no tenga miedo y un medio de comunicación que lo publique, me había dicho Martín hacía cinco años. Bien; ya teníamos al periodista que no tenía miedo, era yo, sólo faltaba el medio que lo publicase. Aquello iba a dar al traste con la carrera profesional del coronel Juan Alaiz, con la del jefe de los servicios secretos, el excelentísimo señor Juan Carlos Aguirre Tola y otrora jefe de la Brigada K. En los días que iban a llegar se levantaría mucho polvo con todo eso: declaraciones de unos; contradeclaraciones de otros; las preguntas de la oposición en el Congreso; los periódicos que tienen que llenar páginas; las teles que deben cubrir sus huecos y las radios de han de mantener su cuota de audiencia. Aunque tarde, alguien iba a pagar por todo lo que ocurrió y el primero sería mi querido coronel. Iba por ti Leroux y por todos los que han ido perdiendo.
En ese momento ya no tenía excusas; era necesario terminar la historia del asesinato de Leroux cuanto antes. Después de aquello, más de uno querría saber qué fue lo que ocurrió en realidad. La noche se presentaba larga. Busqué el disquete dónde tenía grabado los capítulos que había escrito en el hospital y en esos días que había ido al pueblo a descansar y lo introduje en el ordenador. Tenía que continuar escribiendo y, esta vez, tenía prisa por terminar.