CAPÍTULO 23

Una noche con Martín

Fui puntual, sabía que a Martín no le gustaba que su gente llegase tarde y, en aquellos días, parecía que yo llegaba tarde a todos los sitios o, más que tarde, a destiempo. Me esperaba sin pensar en ello. Su mente estaba en otro lugar. Se le veía, se le notaba. Su estampa de indestructible estaba resquebrajada. Su impasible gesto de eterno jugador de póquer había desaparecido, su gesto reflexivo de jugador de ajedrez no experimentaba ningún atisbo de lógica; todo había quedado absorbido por la efigie y el ademán del que sigue absorto en la realización de un gran puzzle. Su mente colocaba piezas, de un gran rompecabezas del que nadie sabía cual sería el resultado final, ni siquiera él. Seguía sin afeitarse y sin cambiarse de ropa. Hasta me sorprendió ver un Camel casi muerto en su mano, cuando no fumaba. Parecía que algo en él se iba desarmando y no era otra cosa que su propia existencia. Era su carácter obsesivo por resolver un asunto que, a lo mejor, no tenía ni solución. Y el asunto no era otro que el asesinato de Leroux. Las anomalías, como él las llamaba, le estaban matando. O resolvía pronto aquel puzzle que tenía en la cabeza o se volvería loco.

—Buenas noches, jefe. ¿Lleva mucho tiempo esperando?

—¿Dónde está ese local? —no respondió a mi pregunta, así era él, sin cumplidos, sin ganas de monsergas, directamente al grano.

—Aquí al lado —le respondí señalando con mi dedo índice una imaginaria calle transversal que daba al club.

Miraba de soslayo hacia él, no sabía si llevaba arma, ni siquiera si llevaba la placa, pero su silencio me imponía y no me atrevía a preguntarle, además, él era el jefe. ¿Cómo un aprendiz como yo le iba a preguntar qué era lo que llevaba? Incluso me preguntaba en aquellos momentos si tendríamos el permiso para actuar, ya fuese del jefe de policía o del Alcalde o de la Delegación del Gobierno o de quién coño diese esos permisos. Pero a Martín ya le iba conociendo un poco; no consentía que una medida burocrática de no se sabe que chupatintas impidiese que se actuase. Y, allí estaba yo, con el jefe de distrito, posiblemente sin permiso oficial, posiblemente sin más arma que la mía, y lo que era más grave, yo estaba en prácticas y cualquier traspié me mandaría a la calle por la vía directa. Tal vez eso era lo que más nervioso me ponía o pensar que íbamos a intentar detener a alguien sobre el que no había denuncia y posiblemente nunca la hubiese. Esperé un poco mientras daba el penúltimo sorbo a su cubalibre y aproveché para mi deporte favorito, observar a mí alrededor y especular sobre lo que me rodeaba. Pero aquel local no tenía mucho sobre lo que indagar. Las paredes estaban llenas de fotografías de Louis Armstrong, Bessie Smith, Snack Henderson, Duke Ellington, Bix Beiderbecke, Dizzy Gillespie, los reyes del jazz. Todo era una réplica posmodernista del Sunset Cabaret y hasta la tarima del fondo con aquel piano lleno de polvo era una mala imitación; parecía todo de pvc. Sonaba una vieja melodía de la desaparecida Erskine Tate que nadie escuchaba, ni siquiera Martín que parecía vivir en un mundo paralelo. No había comenzado a sonar Benny Goodman cuando Martín apuró su cacharro y me miró con decisión mientras me ordenaba:

—Vamos.

Llegamos a la puerta de entrada, respiré hondo y palpé mi cazadora para asegurarme de que mi pistola estaba en su sitio. Martín se quedó un segundo mirando el rótulo luminoso del local, no dijo nada, solamente hizo un giro con la cabeza indicándome que entráramos. Atravesamos la puerta de acceso y las cortinas de raso cutre que daban acceso al local. Poca gente, como en las noches anteriores, aún era pronto. Dos clientes en la barra: uno solo y otro acompañado por una de las chicas a la cual seguramente había invitado. En el sofá del lateral tres chicas solas, sentadas, esperando algún cliente. Nosotros no lo éramos, pero ellas desconocían ese pequeño detalle, por eso, una mulata cubana se arrimó a Martín sobándole las piernas, engatusándole para que la invitase a una copa.

—Muchacha, no te esfuerces —su voz cavernosa era contundente—, sólo hemos venido a tomar una copa y hablar en privado.

La mulata se alejó sin decir adiós. En ese momento por detrás me abordó otra, que por el acento debía ser colombiana. La aparté de mí diciéndole:

—Estoy esperando a Ivana.

Se alejó de mí, no está bien visto entre ellas quitarse los clientes. El camarero ya había entrado en acción y se dirigió a Martín preguntándole qué iba a tomar.

—Un vodka con limón.

—A usted, ¿lo de siempre? —preguntó dirigiéndose hacia mí.

—Sí, lo de siempre. ¿No está Ivana o Talia?

—Sí, ahora sale —me respondió mientras nos preparaba los jarabes.

Martín adoptaba la pose del que no le interesa nada de lo que ocurre a su alrededor, acodado en la barra con un Camel que nunca se encendía. Pero yo sabía que no había perdido detalle de lo que ocurría entre aquellas paredes. Terminó su consumición antes de que yo diese mi segundo trago al havana 7 y pidió otro. Si seguía a ese ritmo, cuando llegasen aquellos sujetos estaría borracho. Aquello me empezó a preocupar. Pero se contuvo, la segunda copa la fue bebiendo más despacio, era el momento de insinuarle algo o de preguntarle directamente por todo aquello. Martín se estaba convirtiendo en todo un enigma para mí. Sabía casi toda su vida por otros, pero no por él. Tomé el valor de dónde no lo tenía y me lancé.

—El otro día estuve leyendo un libro, titulado SIR. Tenía un capítulo que hablaba de anomalías y me llamó mucho la atención ese tema, me recordó lo que siempre dices: «debemos resolver las anomalías para llegar al conocimiento». ¿Has leído ese libro?

—Sí, sí lo he leído —no cambió su expresión y volví a la carga.

—Es curioso lo que dice y cómo define a los SIR.

—Ya no quedan SIR, han muerto o los han matado —remató mientras daba otro trago al vodka.

—Entonces, ¿quién será ahora el fogonero de la historia? —le pregunté utilizando una expresión del libro.

—No lo sé, chaval —otra vez me llamaba chaval, ya me estaba enfadando todo aquello—. A lo mejor es que la historia no los necesita, por eso prescinde de ellos.

—Pero, si eso fuese así, la vida de muchos carecería de sentido.

—Nuestras vidas carecerían de sentido, dices, mira chaval, ya Martín Luther King lo expresó con una cita: «Nuestras vidas empiezan a acabarse el día en que guardamos silencio sobre las cosas que realmente importan». Ese es el asunto, la mayoría guarda silencio y no comprenden que es porque su vida se va terminando o ya se ha terminado.

—Leroux, ¿era un SIR?

—Y de los mejores. Gente como él han escrito la puta historia y no saldrán nunca en un libro de texto.

—«La historia es la historia de los vencidos» —respondí con otra frase del libro—, «pero la escriben los vencedores».

—Veo que te aprendiste bien el libro —giró su vista hacia mí y sonrió, era la primera vez que le veía sonreír en esos días.

—Sí, me gustó mucho, en general, pero principalmente la parte que habla de ir generando anomalías a una visión o concepción del mundo para que aflore otra alternativa que las pueda explicar.

—Una visión nueva que nacerá entre el caos cognoscitivo.

El mismo en el que se encontraba él, pensé, pero no me atreví a decir nada. Los músculos de su mandíbula se adivinaban cuando adquirió aquel semblante que parecía tallado en roca, con una mirada perdida en otro mundo, en el de las cenizas que se adivinaban y sobre las que, si alguna vez nació el ave Fénix, naciera, en ese momento, algo sobre todas las dudas que le corroían.

—El asesinato de Leroux, ¿de verdad, presenta tantas anomalías? —volví a insistir en el monotema de esos días.

—Demasiadas —dijo terminando su segundo jarabe y haciéndole un gesto con la mano al camarero para que rellenara la copa.

—O sea que… —no me dejó terminar y me contestó a lo que le iba a preguntar antes de que siguiese hablando.

—O sea que si se presentan tantas anomalías es posible que exista otra visión del asunto que las pueda explicar.

—Y que no damos con ella —rematé.

—O, lo que es peor, hemos dado con ella y no queremos reconocerlo.

—¿Cómo es eso? —sus palabras ahora sí que me habían intrigado.

—A lo mejor, la conclusión a la que hemos llegado no nos gusta y preferimos arrinconarla en un lugar del cerebro y seguir viviendo la interpretación antigua, pues calma nuestra conciencia.

—¿Quieres decir que has resuelto las anomalías y que el resultado al que has llegado no te gusta y prefieres ocultarlo en tu mente? —pregunté, con la seguridad de que eso era lo que le ocurría.

—No lo sé chaval, no lo sé —le dio otro trago al brebaje. Le quería seguir preguntando, pues tenía claro que había dado con la respuesta a todo aquel enorme puzzle, pero en ese momento llegó Ivana, Talia o como se llamase. Se aproximó por detrás y me besó en el cuello.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó con esa expresión de simpatía que no da mucha confianza, intentando resultar ser agradable.

—¡Ah!, sí, es mi otro tío… Felipe —Martín me miró y la mueca de su rostro me indicaba que había dicho para sus adentros: «con este chaval no hay quién pueda», sonreí, me sentía halagado.

—Encantada. ¿Qué es hermano de tu tío, el que estuvo ayer contigo? —dijo Ivana mientras le estampaba dos besos sin que Martín tuviese tiempo a devolvérselos.

—No, éste es por parte de madre —«no te pases rapaz», me indicaba Martín con su mirada.

—¿Qué tal está tu tío?

—Recuperándose de la paliza que le dieron ayer, pero las ha recibido peores, saldrá de ésta.

—Me alegro, le dices de mi parte que se recupere pronto —sabía que era sincera, se le veía en sus ojos—. Esos animales no dejan de machacarnos. A más de otro cliente ya le han dado una paliza como la que le dieron a tu tío ayer.

—Cambiando de tema, ¿qué tal está tu amiga?

—Mejor, se quedó en casa, no quiere encontrase con esos bestias —se sentía cómoda hablando con nosotros, por eso arrimó un taburete a la barra y se sentó a nuestro lado sin que la hubiésemos invitado a una copita.

—¿Vais a presentar denuncia? —lo pregunté sabiendo la respuesta, pero quería que Martín la oyera.

—No, ya te dije ayer que no. ¿Qué quieres que la expulsen a Guatemala? O lo que es peor, ¿qué la maten?

—A lo mejor la policía puede hacer algo…

—Esos son peores que la policía. En cuanto pueda me largo de aquí.

—Y, ¿a dónde irías?

—No lo sé.

—¿Toma algo señorita? —interrumpió Martín posiblemente harto de tanto diálogo que no llevaba a ninguna parte.

—Sí, gracias, una copa para mí, José —una copa para ella al triple precio que las nuestras, ya me conocía la historia.

Cuando le pusieron la copa, Martín se apresuró a pagar todo, posiblemente por si entraban, para no dejar nada pendiente en la barra. O, a lo mejor, era porque los había olido. Se abrió la puerta y eran ellos, pero esta vez no venían los dos de costumbre, había un tercero con ellos. Miré con dudas a Martín, ellos eran tres y nosotros sólo dos.

—¿Tienes miedo, rapaz? —me espetó de repente.

—No, por supuesto que no. Un «paraca» no tiene miedo a nada —mentí, tenía miedo cada vez que saltaba desde un avión y lo tuve en ese momento.

—Permanece tranquilo, no deben verte nervioso, que parezca que dominas la situación.

Maldito Martín, cómo me gustaría ser como él. Era capaz de realizar el análisis político más extraño del universo, la reflexión filosófica más desconcertante y todo mezclado con dosis de sangre fría que sacaría de quicio a cualquiera. Ivana nos miraba sin saber de qué hablábamos.

Muchacha es mejor que nos dejes —le aconsejó Martín—, vete a tomar la copa detrás de la barra.

Ivana me miró, sin saber qué hacer, asentí con la cabeza, indicándole que hiciese caso a Martín. Se levantó de repente, como enfadada por mi ausencia de explicaciones, y se colocó detrás de la barra. Martín se levantó y me hizo un gesto de que le acompañara, tengo que reconocer que ningún salto a más de mil metros me había puesto tan nervioso. Eran tres y nosotros sólo dos, era lo que me repetía a mí mismo constantemente. Que no se te note, me dijo Martín, era fácil para él que parecía un témpano de hielo cuando quería. Se acercó a los tres y mostrándoles la placa les indicó:

—Pueden acompañarme un momento al exterior, ¿por favor?

—Sin ningún problema, señor agente —dijo el más alto de los tres.

Caminábamos detrás de ellos, eran lo suficientemente grandes como para hacer un emparedado con nosotros dos. Pero se notaba que eran profesionales, no habían rechistado a Martín, un novato se le hubiese volteado. El profesional pensaría que en la calle estaban los refuerzos y que a una llamada entrarían y sería peor para ellos. Pero afuera no había nadie y por eso empecé a temblar aún más. Comencé a maldecir a Martín, ¿cómo se le ocurría hacer aquello sin refuerzos, sin autorizaciones?, pero tardé poco en darme cuenta de la razón de todo aquello. Al llegar a la calle miraron a derecha e izquierda, se dieron cuenta de que allí no había nadie más que nosotros dos y fue ahí cuando comenzó el baile. Uno de ellos, el más bajito, que era más grande que yo, dijo con ironía.

—¿Qué se les ofrece señores agentes?

—Por favor, su identificación —les requirió Martín muy templado.

—Y, ¿si no se la damos? —hablaba sólo el bajito.

—Pues, deberán acompañarnos a comisaría para su identificación —les dijo Martín mientras continuaba tranquilo.

—A vosotros dos y ¿a quién más? —ironizaba el bajito mientras seguía desafiante.

Pero habían cometido dos errores: no identificarse y negarse a acompañarnos a la comisaría para su identificación. Era suficiente para abrir diligencias contra ellos, estaban justificando, sin saberlo, nuestra presencia y actuación allí.

—Todo el cuerpo de policía de la ciudad —dijo Martín con una tranquilidad pasmosa, mientras extrajo de su cinturón una pequeña emisora y antes de que apretase el PTT para llamar, el más bajito desenfundó de repente una automática y se la colocó a Martín cerca de la barbilla.

—¡Quietos los dos! Ahora nos vamos a dar el piro y vosotros os quedaréis aquí, muy quietecitos, ¿entendido? —fue el momento en el que eché mano a mi sobaquera para extraer la pistola, pero Martín reaccionó antes, ni siquiera me di cuenta del golpe que le asestó en el plexo solar, fue visto y no visto, el bajito cayó redondo al suelo inconsciente.

En ese momento la situación fue más o menos la siguiente: el bajito estaba boca arriba en el suelo; Martín se acercaba a uno de los grandes; yo estaba apuntando con mi pistola a no se sabía que; el más grande se acercaba hacia mí, cuando estuvo a menos de un metro de distancia disparé al cielo para amedrentarlo y hacerle retroceder, no lo hizo y aprovechó que había levantado el brazo para agarrármelo y asestarme un rodillazo en los testículos, que me hizo rodar de dolor por el suelo. «Soy un puto novato», me repetía mientras me retorcía de dolor, la pistola había caído no sabía ni dónde. Martín tenía noqueado prácticamente al otro matón cuando el que me golpeó a mí se abalanzó sobre él.

Yo estaba en el suelo retorciéndome de dolor. No conseguí verlo bien, pero Martín con una llave de judo se zafó del segundo asaltante y cuando lo tenía en el suelo empezó a golpearle con saña. Aquel sujeto recibió más golpes en la cara de los que un ser humano puede soportar. La cara de Martín estaba desencajada mientras le golpeaba, parecía estar poseído por una furia inusual. Era como si estuviese descargando toda la frustración de esos días contra él. Si seguía así lo iba a matar. Me arrastré como pude hasta él y le agarré por detrás, intentando detenerlo.

—¡Déjalo, Martín! ¡Lo vas a matar!

Conseguí pararlo. Se levantó y quedó de pie mirando los tres cuerpos tendidos en el suelo. Ni siquiera sé si sabré describir aquella imagen que mi mente y el tiempo nunca han sido capaz de borrar. La luna llena brillaba detrás de los edificios y sólo dejaba ver la silueta de Martín de pie, ante los tres cuerpos inertes en el suelo, con los puños cerrados y los dientes apretados, goteaba sangre de su puño derecho y su camisa estaba rasgada dejando ver su pecho. Parecía un animal salvaje. Si hubiese creído en los hombres lobo les puedo asegurar que eso sería lo más parecido a la imagen que contemplé. Desde esa posición extrajo sus grilletes de su bolsillo de atrás y los arrojó al suelo.

—¡Pónselos, rapaz!

Después de esa noche me dejó de molestar que me llamara rapaz, eso era lo que yo era, una mierda de rapaz. Coloqué los grilletes de Martín al bajito y los míos al que parecía que se movía algo. El más grande se quedó sin ellos, no los necesitaba, lo que le urgía era una buena dosis de cirugía estética y atención médica inmediata. En ese momento me acordé de la pistola y miré alrededor, buscándola. Ivana la tenía en su mano, al oír el disparo había salido del club con los otros clientes y chicas, habían visto todo. Ella debió ver como mi arma rodaba sin dueño por los suelos y la recogió, se lo agradecí infinitamente en aquel momento, pues perder mi arma reglamentaria sería lo peor que me podría ocurrir.

—Así que eres policía —me dijo con tono de reproche, como sintiéndose engañada.

—Sí —dije con orgullo, al igual que cuando decía que era «paraca»—, pero de los buenos.

—No hay policía bueno —continuó con su tono de reproche—. Incluso no te llamarás ni Ernesto.

—Al igual que tú no te llamas Ivana.

—Es mi nombre de trabajo —dijo disculpándose.

—Ya ves chiquilla —no sé todavía la razón por la que la llamé así, ni dije aquello—, los policías somos como las putas, no hacemos nada ilegal, pero no gustamos a nadie —nada más decir eso me asestó una bofetada en la cara que no tenía nada que envidiar al rodillazo en los testículos que me dio aquel animal.

Martín ya había llamado a la central. Estaban llegando coches patrulla e introduciendo en los vehículos a aquellos sujetos.

—Muchacho, tú haces la comparecencia por todo esto, mañana ya la firmaré yo. Cuenta toda la verdad no te olvides de nada.

Encendió un cigarro y se despidió de mí llevándose el dedo índice a la sien, tal vez me indicaba que reflexionase sobre todo lo que había pasado, y continuó calle abajo, como si todo aquello no fuese con él.

La noche había sido demasiado dura y violenta. Realicé la denuncia de todo lo que sabía y de lo que me habían contado. Aquellos sujetos serían acusados en principio por resistencia grave a agentes de la autoridad, pero en el cacheo se les incautó droga para pasar un tiempo en prisión, a lo que se les unían las requisitorias que tenían de varios juzgados. Iban a pasar algunos lustros fuera de la circulación. La brigada de estupefacientes y la de delitos económicos iban a tener mucho trabajo con aquellos tres.

Eran casi las ocho cuando terminé todo el papeleo y me fui a tomar un café bien cargado a la cafetería de enfrente de la Central, cuando vi entrar al comisario López. Me extrañó verle tan temprano y un domingo por allí. Se percató de mi presencia y mientras pedía su café con leche me comentó con cierta dosis de ironía:

—No sabía que Martín y tú hicierais horas extras por los puti-clubs.

—Dio resultado, ¿no? —respondí con cierta vanidad.

—Al parecer, sí —dijo mientras daba un sorbo a su café—. Pero a uno de esos le van a tener que poner una cara nueva —encendió su sempiterno ducados y añadió—. De ésta le quitan la licencia a Martín.

—¿Qué licencia? —dije extrañado.

—La de boxeo, muchacho, la de boxeo —me tranquilicé y sonreí, estaba bromeando, o eso creí, y le seguí la broma.

—¿Tiene licencia de boxeador? —pregunté perplejo.

—No, no lo creo. Aunque fue campeón nacional en los pesos cruceros, cuando estuvo en el ejército.

Maldito Martín, pensé, siempre me sorprendía. En ese instante comprendí toda la seguridad que había mostrado ante aquellos tres animales.

—No tenía ni idea.

—En uno de ellos debió de ensayar sus mejores ganchos. La verdad es que se cebó con él. Debía estar muy enfadado.

—Lo hizo para salvarme la vida, comisario. Yo sólo metí la pata.

—Lo hizo por algo más, muchacho —le miré extrañado cuando dijo eso—. Llevaba varios días muy tenso, con este asunto de Leroux, seguro que necesitaba descargar con alguien y le vinieron muy bien esos tres. Te puedo asegurar que a estas horas estará más relajado.

—Y, ¿cómo usted por aquí, un domingo, comisario?

—Martín tiene la culpa. He venido a repasar sus «anomalías».

—Y…

—Mañana te enterarás muchacho.

Ni siquiera le seguí preguntando pues vi a través del ventanal de la cafetería salir a Ivana de la Central. Tenía que hablar con ella, disculparme. Seguro que ya le habían tomado declaración junto a las otras chicas del local. Puse el dinero encima de la barra y despidiéndome de López salí deprisa al encuentro de ella.

—Perdóneme comisario, tengo algo que hacer.

—Hasta luego, muchacho, hasta luego.

Tuve una extraña sensación en ese momento, era como si López en realidad me estuviese diciendo algo así como «nos veremos antes de lo que crees». No tenía tiempo para pensar en ello y corrí calle abajo al encuentro de ella, mientras la llamaba a voces. Giró la cabeza y al verme no detuvo su paso. Conseguí alcanzarla y me coloqué delante de ella.

—Perdóname Ivana, no quise decir lo que dije. Yo sólo quería ayudar.

—Déjame en paz —dijo haciendo un ademán de marcharse, pero la sujeté por el brazo para que escuchara mis disculpas.

—Permítame que me presente, me llamo Héctor, agente 6134, para servirla señorita.

Al oír aquello se detuvo y me sonrió mientras me abrazaba llorando.

—Me van a expulsar Héctor, me van a expulsar.

—A lo mejor no, Ivana…

—Talia —dijo mientras me abrazaba con más fuerza—, me llamo Talia.

—Talia, hablaremos con Martín, él siempre tiene la solución a todo y si no fuese así estoy seguro que López te puede asesorar.

La acompañé hasta su casa para que descansara, me invitó a subir pero me disculpé. No quería que todo eso acabase en la cama, nunca había sido esa mi intención. La dejé en el portal y marché hacia mi casa. Estaba rendido y necesitaba dormir unas cuantas horas, comida y ropa limpia. Aún quedaban muchos enigmas por resolver y solucionar. El principal era el asesinato de Leroux, el tema de la Brigada K me preocupaba menos pues tenía claro que en aquel momento no tendría una solución inmediata.