CAPÍTULO 22

El caos cognoscitivo

Recuerdo que era sábado y que el despertador no tenía que sacarme del letargo de la noche, pero me dio igual, mi cuerpo se había acostumbrado a madrugar o más bien a dormir poco, por eso me desperté temprano para ser un día que no tenía que ir a trabajar. Aquella mañana tenía muchas cosas que hacer, pero las principales eran ir a ver a Martín y contarle lo que había pasado con mi tío. La otra era quedar con Begoña para repasar los datos que obraban en nuestro poder sobre la Brigada K. Pensé que podría resolver las dos cuestiones a la vez al ir a buscar a Begoña a su casa, pero me equivoqué, allí ya no vivía Martín, había dejado la casa, se había consumado lo que todos esperaban desde hacía mucho tiempo, que rompería su matrimonio tarde o temprano. Sólo me esperaba Begoña y desconocía dónde estaba su padre. De lo malo, pensé, ya lo vería el lunes en el trabajo. Recogimos toda la documentación que teníamos de la Brigada K y nos fuimos a esa cafetería-pastelería del barrio donde el ritmo frenético de la ciudad se detenía alrededor de un chocolate con churros. Desplegamos sobre la mesa todo el arsenal de fotocopias y datos que poseíamos y los consultamos detenidamente. Repasábamos los atestados del accidente de tráfico en M-30, del suicidio y de la muerte producida por la caída de una parte de la cornisa sobre otro miembro de la supuesta brigada y los cotejábamos con las anotaciones que tenía Daniel Martínez en su diario. El accidente de la M-30 se había producido como él había dicho, un todoterreno impacta sobre el turismo de Carlos Vela de forma lateral provocando el vuelco del coche. El impacto se produce al lado del conductor. Posiblemente ya estuviese muerto antes de dar vueltas de campana. Del accidente de Alicante no teníamos más que lo que había traído el periódico, un atropello en un paso de peatones que fue fatal. De los cascotes que le habían caído a Luis Herrero desde una cornisa, efectivamente el informe de los bomberos confirmó que aquellos trozos no correspondían a la fachada, todo como sospechaba Daniel, luego, allí teníamos una pequeña indicación de que aquello pudiera ser algo premeditado, pero no teníamos nada más que sospechas. Del supuesto suicidio sólo se oponían a él sus manifestaciones en su diario, cuando decía que los estaban matando y que pronto vendrían a por él, pero nada más. Todo eran suposiciones, especulaciones. No me extrañaba que la policía cuando tuvo aquello no le diera importancia y lo desechase como delirios de un perturbado. Luego estaba lo de Ernesto Díaz, el ahogado en la playa de Gijón. Sólo teníamos los recortes de prensa y las fotos que le habían mandado desde la prensa local a Begoña. No había nada raro en aquello. En las fotografías se veía el cuerpo tendido en la playa rodeado de curiosos y de los socorristas. No sé la razón por la que me quedé mirando detenidamente esas fotografías, tal vez por hacer un alto o por algo que me había llamado la atención, el caso es que mis ojos no se podían apartar de ellas. Entonces me di cuenta de la razón.

—¡Hostias! —exclamé perplejo.

—¿Qué pasa? —preguntó Begoña desorientada.

—Fíjate —le dije mientras le extendía una fotografía de las de la playa con el cuerpo tendido de Ernesto Díaz.

—¿En qué?

—Este, el que está al lado del cuerpo, en bañador, es el teniente coronel Juan Alaiz, de los servicios secretos. ¿Qué haría ahí?

—¿Coincidencia?

—Demasiada, demasiada coincidencia —dije mientras mi gesto se tornaba en un punto intermedio en el camino entre la confusión y la esperanza de estar viendo una luz en todo aquello.

—¿Qué piensas?

—Pensaba en el portero.

—¿En el portero?

—Sí, el portero del edificio donde vivía Daniel Martínez, dijo que minutos antes de que se suicidase, entraron dos supuestos militares a verle. Pensaba, sólo pensaba, si el teniente coronel estaba ese día en Gijón y se ahoga Ernesto Díaz, ¿no sería él, con alguien más, el que fue al piso de Daniel?

—Si eso fuese así…

—Si eso fuera así, los servicios secretos están detrás de todas estas muertes posiblemente para no dejar rastro de la siniestra Brigada K.

—Luego, el nuevo director general de los servicios secretos, Juan Carlos Aguirre, en otro tiempo fue el jefe de esa brigada y hoy no quiere que quede rastro de ella para que nadie le pueda denunciar ni conocer su pasado.

—Y Leroux —proseguí el razonamiento iniciado por Begoña—, algo detectó y cuando se enteraron de ello lo liquidaron para que no siguiese con sus investigaciones.

—Esto empieza a tener algún sentido. Se me ocurre algo… —dijo pensativa Begoña mientras volvía a un silencio reflexivo.

—¿El qué? —pregunté intrigado.

—Pensaba que esta fotografía con ese teniente coronel la podíamos escanear y hacer más grande.

—Para…

—Para llevársela al portero que la viese, si reconoce al teniente coronel, si es que fue él el que acudió al piso el día del suicidio, tendríamos la casi seguridad de que los servicios secretos están implicados en todo esto.

No esperamos a más especulaciones. Begoña se llevó la fotografía hasta su casa y volvió con ella escaneada, donde se veía perfectamente el rostro de Juan Alaiz. Ya teníamos una foto para enseñar al portero. Nos dirigimos hasta el edificio de la calle Atocha. Allí estaba como siempre el señor Moisés, rellenando crucigramas. Nada más llegar nos reconoció como los periodistas que habían ido el otro día a preguntar sobre el supuesto suicidio de su inquilino del sexto. Era un cotilla profesional, pensé, pues la diferencia entre un amateur y un profesional es la constancia, y ese portero era constante, muy constante.

—Buenos días —nos saludó cortésmente— ¿Qué, van al sexto? —no sólo nos había reconocido sino que hasta se acordaba del piso donde habíamos ido el otro día.

—No —respondí mientras le extendía la fotografía con el rostro de Juan Alaiz—. Quisiéramos que mirase esta foto, por si le reconoce como una de las personas que vinieron a ver al señor Daniel antes de que se suicidase.

—Leyeron mis declaraciones a la policía —asentí, no quería que sospechase que no habíamos leído nada, que sólo nos basábamos en las declaraciones de su hijo.

Se colocó unas gafas ridículas en la base de su nariz, dándole un toque especial, algo así como si adquiriese la pose de alguien que no quiere perderse detalle de nada de lo que pasase por delante de él.

—Efectivamente, éste era uno de los que vino, el otro era más joven. ¿A qué es militar?

—Sí, es militar.

—Lo sabía, lo sabía, nunca me equivoco —dijo con satisfacción.

Le dimos las gracias por su colaboración y salimos a la calle. Begoña se volvió a colgar de mi brazo y me miró sonriendo. Sabía lo que contenía ese gesto, estaba satisfecha de lo que habíamos averiguado. Estaba todo cada vez más claro. La Brigada K existió y tuvo un jefe, el actual director general de los servicios secretos. Este o alguien cercano quería borrar toda huella de ella. Por eso comenzaron a liquidar a todos sus antiguos integrantes, a lo mejor, para que no peligrase su puesto de dirección si se descubría su pasado. El papel del teniente coronel era el de ejecutor, él con alguien más de sus subordinados. Ahora, el papel de Leroux en todo esto parecía más claro. Debió descubrir algo y estaba recogiendo pruebas, desconocíamos hasta dónde podía haber llegado. Por eso lo mataron o le quisieron dar un escarmiento. Teníamos pocas pruebas, casi ninguna, todo eran indicios, suposiciones, especulaciones sólo respaldadas por un diario de un supuesto suicida perturbado, las fotografías que situaban al teniente coronel en el lugar y en el momento en que se encontró el cadáver de Ernesto Díaz ahogado y la identificación de un portero cotilla que situaba al teniente coronel unos minutos antes del suicidio de Daniel Martínez. Todo eso era mucho pero al mismo tiempo era insuficiente. Necesitábamos ayuda, a nosotros nos quemaba aquello y no sabíamos que hacer con lo que teníamos, era el momento de acudir a Martín y pedir su ayuda.

Ahí comenzaba otro problema. Martín había abandonado su casa y su matrimonio se había ido por el retrete. No sabíamos dónde paraba, si en una pensión o en casa de alguien. Además era fin de semana, tampoco tenía por qué estar en el trabajo. La búsqueda se iba a convertir en otro enigma a resolver. Tampoco respondía al teléfono móvil.

De repente, se me ocurrió que si estos días había estado obsesionado con todo aquel asunto de Leroux, posiblemente estuviese en su despacho repasando por enésima vez las malditas manchas de sangre o los vídeos que ya se los tendría que saber de memoria. Llamé sin mucha confianza a jefatura, el jefe de turno me confirmó que Martín llevaba en su despacho desde primera hora de la mañana. Nos dirigimos a jefatura y cuando picamos la puerta de su despacho no se oyó contestación. La puerta no estaba cerrada con llave por eso la abrí y allí lo encontramos absorto en su mundo, abstraído de la realidad y sumergido como había supuesto en los vídeos y las dictatoriales manchas de sangre. Su aspecto era deplorable: llevaba días sin afeitar; la ropa seguía siendo la misma; las ojeras habían comenzado a dejar marca en su rostro. Pero lo peor era esa expresión de una mirada perdida en el aire, de esos ojos enrojecidos abiertos hasta la saciedad, todo le daba un aspecto de enajenado. Cuando Begoña le vio se abalanzó hacia él a abrazarle.

—Papa, pero ¿qué te pasa? —le dijo mientras le abrazaba y sollozaba.

—No te preocupes, hija, estoy bien —le decía mientras le acariciaba los cabellos y le secaba las lágrimas.

El puñetero caos cognoscitivo, pensé, eso era lo que le estaba ocurriendo. Estaba destruyendo en su mente todo concepto antiguo, todo residuo de conocimiento ancestral. Intentaba limpiar su mente, dejarla en blanco para ver la realidad desde otro ángulo. Nunca supe cómo se podía hacer aquello, pero tuve la impresión de que Martín era un maestro en esas cuestiones de voltear todo el conocimiento ciento ochenta grados y cambiar la dirección en la que soplaba el viento de las pruebas o de los indicios. Si dejaba su cerebro sin prejuicios podría abordar todo de nuevo y a lo mejor la verdad surgía sin dificultad. Que me ahorquen si sé como se puede hacer eso. Decía Einstein que era más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Estaba de acuerdo con él. Tenía la esperanza de que, un día, Martín me explicase cómo conseguía hacer aquello, si es que no le llevaba al borde de la locura.

Viéndole así me sentía culpable de irle con el asunto de la Brigada K. Seguro que lo que diríamos no tenía mucho sentido ni iba ayudar en la investigación del asesinato de Leroux. Esa fue la sensación que tenía en aquel momento. Pero lo abordamos con calma, le fuimos explicando como recuperamos todo el dossier de Leroux en la hemeroteca, los documentos que habíamos fotografiado en los archivos de la Dirección General, las entrevistas que tuvimos con el hijo de Daniel y con el portero del edificio, también le comentamos lo del teniente coronel Juan Alaiz, le enseñamos las fotos de la playa de Gijón con él en ellas, le hablamos de cómo el portero le había reconocido. Nos miraba con atención pero tuve la impresión de que habíamos ido a sacarle de su abstracción y le estábamos introduciendo prejuicios que le iban a perjudicar en su investigación. Cuando terminamos de explicarle todo lo que sabíamos recogió el documento que habíamos extraído de los archivos sobre «destino K», se quedó mirando toda aquella secuencia de números sin sentido y sin decir nada tecleó su ordenador como consultando algo de todo aquello.

—¿Qué significan esos números? —preguntó Begoña intrigada por el silencio de Martín.

—Son destinos en clave. El primer número es el carné profesional de un policía. El segundo es el destino, están numerados del uno al siete, según las antiguas regiones militares. El tercero es la misión, las claves son antiguas pero significaban, por ejemplo, el uno era asesinato, el dos presión u hostigamiento y así sucesivamente. El cuarto número indica el desvío de fondos para ese policía y para esa misión.

—O sea —dije sorprendido por la facilidad con que se leía todo aquello después de que lo hubiese explicado—, que aquí tenemos destinos, misiones e integrantes de la Brigada K.

—Hay más —apostilló Martín—, no sólo de la Brigada K, también de otras unidades y misiones secretas, todas ellas en clave. Son hojas sueltas. Lo que debió ocurrir es que destruyeron estos archivos pero estas hojas sueltas se traspapelaron y alguien las encontró y las archivó de esta forma sin saber lo que estaba clasificando.

—Sin querer, tenemos las pruebas de la existencia de la Brigada K —dije seguro y orgulloso del trabajo que habíamos realizado.

—No tenemos nada —aseveró Martín—. Esto y nada es lo mismo.

—Pero ¿qué dices, papá?

—No tenemos nada, repito —esta vez su tono era agresivo—. Un diario de un perturbado, una coincidencia de un teniente coronel el día que hay un ahogado en la playa, el testimonio de un portero que en cuanto se vea presionado dirá que le falla la memoria. Todo ello unido a cinco accidentes cerrados que habría que reabrir de nuevo sin pruebas. Tenemos una construcción verosímil de la verdad, pero para que se convierta en la verdad con mayúsculas, lo debe decidir un juez y os puedo asegurar que con esto no hay caso.

—Entonces, ¿qué hacemos? —dije confuso ante aquella destrucción de todo lo que creíamos tener cerrado.

—Nada, no podemos hacer nada. Nosotros no podemos hacer nada. Es posible que estos animales no sólo mataran a los antiguos miembros de la Brigada K, sino que además descubrieran que Leroux estaba investigando y le quisieran dar un escarmiento, pero ellos no lo mataron.

—O sea, que nada se puede hacer —el rostro de Begoña reflejaba la frustración al comprobar la imposibilidad vencer al poder desde la posición aislada de cualquiera de nosotros.

—Sólo hay una fórmula —prosiguió Martín—. Que todo este material lo articule perfectamente un periodista, uno que no tenga miedo a que le maten, y lo publique en un medio de comunicación que le dé cabida, otro tema que será difícil pues con tan pocas pruebas no creo que nadie se arriesgue. Tendría que ser alguien que tuviese en esto un interés algo mayor que el profesional, alguien que necesitase contarlo como el respirar. Después de eso sólo habría que esperar un poco. Todo el que tenga algo, que sepa aunque sea un poco de todo esto lo remitirá a los medios de comunicación, unos lo harán por venganza, otros por otros motivos pero eso generará una espiral imparable. Pero dudo que esto acabe en los tribunales, quedará en la opinión pública y como mucho provocará un escándalo que se saldará con la dimisión o cese de algún jerifalte.

—O sea, que estamos como al principio —dijimos casi al unísono Begoña y yo.

El entusiasmo con el que habíamos abordado aquella investigación se tornó desilusión y nos sentíamos como si el sistema se nos hubiese caído encima, aplastándonos. Ninguno de nosotros había vivido la dictadura. Cuando nos hablaban de ella todo nos sonaba a agua pasada, a algo que la historia no volvería a repetir. Teníamos la sensación de que habíamos crecido en un mundo que nos facilitaba nuestros sueños. Qué lejos estaba todo aquello de la realidad. El Poder en cualquier parte del mundo camina sin rendir cuentas a nadie, cada vez se alejaba más del ciudadano anónimo: éste no es más que una pequeñita pieza de un gran entramado que ni ha participado en su creación ni tampoco interesa su vida. Nos van alimentando como cerdos, concediéndonos nuestros caprichos, nos crean necesidades que no sabíamos que fuesen imprescindibles para vivir, pero a cambio de todo eso nos manejan, manipulan nuestra voluntad, forjan nuestra vida y nos tienen alejados de los centros de decisión. El poder pudo crear los GAL, creó en su día la Brigada K, y habrá creado tantas otras brigadas para borrar los rastros de las antiguas que era imposible saber hasta dónde habrían llegado. Sentía rabia, sentía impotencia. Me saltaron las lágrimas al comprobar lo insignificantes que éramos ante la máquina imparable del Poder. Aquel día, la magia de la individualidad heroica se derrumbó. Todo lo que un día leí sobre héroes que en solitario se enfrentaban al sistema y conseguían ponerlo de rodillas me parecieron cuentos chinos, películas estúpidas para calmar cualquier conato de rebeldía, para hacernos creer que este bello mundo nos permite batirnos con una lanza en solitario contra todos los molinos que se nos presenten. Habíamos recibido una gran lección, una que no íbamos a olvidar.

Fue en aquel momento, en aquel instante, cuando de golpe sentí lo que el autor de aquel enigmático libro quiso decir con lo de «subjetividades de imposible reducción». Individuos que no se rinden, que han visto el enemigo que tienen enfrente y le han declarado la guerra. Saben que batalla tras batalla las irán perdiendo pero no se rendirán. Les quedará la satisfacción de ganar alguna escaramuza, que será como un caramelo, como la zanahoria para que sigan caminando. La batalla final está perdida pero nadie es capaz de hacérselo entender. Hace mucho que eliminaron de su vocabulario la palabra rendición. Individuos atrapados por una misión; así me sentí en aquel instante. Me juré a mí mismo que todo el asunto de la Brigada K, algún día, lo sabría el mundo entero y alguien tendría que pagar por ello.

Begoña y yo nos sentíamos frustrados. Nuestro entusiasmo de principiantes se esfumó de repente. Queríamos presentarnos ante todos como los grandes investigadores de ese turbio asunto de la Brigada K y al final no pudimos ni siquiera articular una exposición coherente que sedujese a un juez para abrir aquel caso. Era el momento de dejar apartado todo aquel asunto. Cerramos la carpeta con todas las fotocopias y fotografías que teníamos y nos dispusimos a marchar, sin que supiésemos hacia dónde ir. Aquello había sido un gran mazazo para nuestro entusiasmo. Antes de despedirnos de Martín me vino a la mente lo ocurrido con mi tío en el Club Mariám y su petición de que se lo contase a Martín. La verdad es que no era el momento más adecuado para añadirle más problemas pero tenía que trasladarle lo ocurrido con mi tío. Y le fui contando todo lo sucedido ante la mirada de sorpresa de Begoña, que no entendía que hacíamos por esos locales a esas horas. Le conté lo de los supuestos policías que en realidad eran peligrosos traficantes y extorsionadores, lo de Ivana y su compañera, todo lo que sabía de las noches que había acudido al local, y luego le narré lo de la paliza a aquella chica y cómo al salir mi tío Ángel en su defensa le dieron aquella soberana paliza.

—¿Dónde está ese club? —me preguntó Martín casi sin dirigirme la mirada.

—Al lado de la Puerta del Sol, en una calle lateral.

—¿Conoces el local Hot Five?

—No —lo dije sin dudar, pues era la primera vez que oía nombrar ese local.

—Está en la calle Preciados, en la parte más cercana a la Puerta del Sol. Te espero sobre las doce allí y nos acercaremos hasta ese club donde agredieron a tu tío Ángel.

Dejamos a Martín con su caos cognoscitivo, con sus puñeteras anomalías, con su eliminación de prejuicios, con el comienzo de la demencia. El rostro de Begoña reflejaba su preocupación sobre el estado de su padre, le había visto desquiciado, al borde de la locura y aquello no le podía dejar indiferente. Recomendó a Martín que se cuidase y que dejase aquel asunto de Leroux que le estaba llevando por un tobogán sin punto de detención. Antes de despedirnos, Martín le dio dos besos de despedida a Begoña y le aseguró que no pasaba nada, que estuviese tranquila.

No entendía nada. Martín había desmantelado toda la documentación que teníamos sobre la Brigada K y nos redujo a simples aprendices de investigadores. El asunto de Leroux parecía que había llegado a un punto de espera; los detenidos habían confesado; para López estaba cerrado, pero Martín no veía aquello nada claro. Por otro lado, estaba el asunto del Club Mariám, el caso de Ivana, la paliza a mi tío. En fin, en aquel momento esas eran las tres cuestiones que me preocupaban: la Brigada K, el asesinato de Leroux y resolver el asunto de la paliza que dieron a mi tío Ángel.

Había quedado con Martín a las doce en el Hot Five. Quedaban casi once horas hasta la cita con él, por eso decidí que lo mejor era dedicarle esas horas a Begoña.

—Te invito a comer —le dije con una de mis mejores sonrisas.

—Acepto encantada —me devolvió la sonrisa y volvió a engancharse a mi brazo, en esa pose que cada vez me encandilaba más.

—No tengo nada que hacer hasta las doce, que he quedado con tu padre. Si te parece, después de la comida, vamos al cine, alguna película buena echarán en algún lado.

—Por mí de acuerdo. Habéis quedado en el Hot Five, ¿sabes lo que era?

—No sé, supongo que un pub.

—Me refiero al nombre.

—No, no entiendo inglés.

—Hot Five era la banda de jazz que fundó Louis Armstrong en los años veinte.

Volví a mirarla preguntándome si existiría algo que ella no conociera. Pero, bueno; me olvidé de todo y me dejé llevar por el día que quería disfrutar con ella. La noche se presentaba retorcida, muy retorcida…